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Blanca Uribe, la maestra de piano

​​​Ser la primera profesora emérita en toda la historia de EAFIT sí que tiene su mérito, pero es también una distinción para la Universidad tener entre su equipo a Blanca Uribe, pianista colombiana destacada en el ámbito internacional. Una artista, una maestra que le da alas a las manos y a los sueños de los estudiantes de piano del Departamento de Música.


“Me encanta enseñar. No sé si tiene que ver con el hecho de que tuve mucha suerte, muy buenos maestros en las distintas etapas de mi vida. Todos me dieron algo. Me encanta resolver problemas técnicos que yo tenía, ¿cómo hago esto mejor para poder hacer la música como la quiero hacer? Eso me ha encantado. Entonces con mis estudiantes es una maravilla, porque ensayamos formas de hacerlo. Es una delicia ver la sonrisa de ellos cuando algo les funciona”. En la foto aparece con su alumna Manuela Osorno.
Ramón Pineda
Colaborador / Entrevistas​

Largo – Allegro… Adagio… Allegretto… cada movimiento de La tempestad es minuciosamente estudiado, interpretado, escuchado. Frente al piano está Angélica Toro, esta es su última clase en el Departamento de Música... Lo que sigue de aquí en adelante es prepararse para su grado con un concierto privado en la casa de Blanca Uribe, su maestra, la que está hoy a su lado, afinando detalles para que se luzca, saque lo mejor de sí y de esa famosa sonata de Beethoven. 

En el salón 105 del bloque 30, forrado en madera, de perfecta acústica, adecuado para grandes ensayos, solo están ellas dos. Blanca se ve ligera en sus sandalias y su blusa de otoñales hojas azules que contrasta con la de la joven, de flores primaverales. Sin pararse del banco, con sus manos, sus pies, su cabeza, viaja, canta, baila, brinca, se calma, se exalta a cada movimiento de Angélica frente al piano.​ Quintecillos… tresillos… suelta la mano… suelta la muñeca… encuentra el sonido… que sea expresivo… esforzato… menos seco… más brillante… 

El Opus 31 No 2 conocido como La tempestad, sigue su curso y la maestra no se cansa de escuchar, de corregir, de animar. Muy bien eso que haces… coge el detalle siempre… de vez en cuando participa y su mano derecha acompaña a la de Angélica, quien subraya en la partitura los cambios que debe hacer, memoriza las observaciones de la maestra e intenta alivianar el brazo para que su muñeca no pese y los dedos se posen con mesura sobre las teclas. El Allegretto, el tercer movimiento de esa sonata para piano es intenso, fuerte, casi alegre y, luego de la nota final, ambas culminan con una enorme carcajada. 

Blanca está allí desde las nueve de la mañana de un viernes de junio. Es la una de la tarde y la clase termina con una conversación sobre el pequeño modelo de un automóvil Audi que horas antes otro estudiante le regaló a la maestra en agradecimiento a sus enseñanzas; sobre las dudas que la graduanda tiene acerca de cómo manejar la resistencia física en una o dos horas frente al público; y, en especial, sobre cómo llegar a la finca de Blanca, escenario en el que será el concierto, previo al recital de grado.

Blanca Uribe vive cerca a El Retiro, en una parcelación que para ella es “un paraíso al que hay que entrar confesados”. Desde allí, desde esas paredes de ladrillo, madera y bosque, la vista es de postal: la represa de La Fe se ve serena y brillante entre verdes colinas. En los atardeceres, la luz la pinta de destellos. Podría pensarse que por esa estampa ella bautizó a la finca, su hogar desde hace seis años, Reflejos.​

Pero ese es también el nombre de un pasillo –del compositor Pedro Morales Pino– que solía interpretar a menudo su papá, Gabriel, reconocido flautista y clarinetista de los años 50 en Colombia. 

Usted nació en una familia de músicos. Papá clarinetista y flautista, tío chelista, tías violinistas ¿Por qué entonces se inclinó por el piano? 
En casa de herrero, azadón de palo, en mi casa no había piano. Pero mi tía tenía uno, yo iba mucho a donde ella. Y cuándo la familia Uribe se reunía allí, como todos eran músicos, siempre tocaban. Mi papá, la flauta y mis tías el violín. Pero yo me iba a parar al lado del piano. Tendría unos cinco o seis años y siempre que veía uno en una casa, era como un imán. Me gustaba oírlo, hacerlo sonar. Tal vez por eso le decían a mi papá: “ah, que la niña se ve que tiene talento, que le gusta el piano”. Que no sé qué… Hasta que mi mamá, que no tocaba nada… el timbre… pero era una apasionada por la música, por escucharla, me dijo: “aquí te tengo la profesora”. Era mi abuelita que sí sabía tocarlo. Me consiguió un piano, de esos verticales, que tenía candelabro, todo tallado en madera ¡bello, bello! Y ahí comenzó todo.​

Y a los 11 años usted, en 1951, ya estaba tocando en la Orquesta Sinfónica de Colombia.​
No, no tocaba allí, sino que a los once años, mi profesora de piano –la italiana Luisa Manighetti–, una excelente maestra, nos llevó a un grupo de alumnos de su Academia Mascheroni a una feria del libro en Bogotá. Allí hicimos conciertos y nos escogieron a dos para estar como solistas en la Orquesta. El otro fue Darío Gómez Arriola, pianista antioqueño, también de familia de músicos, descendiente del pianista español Jesús Arriola. Tocamos en el Teatro Colón. En mi familia todos se estaban muriendo de susto. Mi mamá, Blanca Sofía, pobrecita, llena de nervios. Pero yo no soy como muy consciente de haber estado con pánico ni nada. Salí a tocar muy tranquila. Ya después, la Orquesta Sinfónica de Antioquia se enteró y se interesó. Hice varias presentaciones en Medellín y, en una de ellas, cuando tenía doce años, me oyó don Diego Echavarría Misas…​

En la sala de Reflejos, además de la vista del lago con sus montañas y de la presencia silenciosa, apacible, de sus amados perros Eco y Sisi –un pastor alemán y una labradora– lo que más se destaca es el enorme piano. Un Steinway alemán, comprado en Hamburgo y traído a Medellín desde Estados Unidos. Ella misma fue hasta Alemania y lo escogió cuando Diego Echavarría Misas le dijera que quería regalarle un piano. Luego del concierto en el que se conocieron, la niña Blanca se hizo asidua visitante de la mansión donde él vivía con su esposa alemana Doña Dita –Benedikta Zur Nieden– y su única hija Isolda. “Mi casa quedaba entre Manrique y Prado, recuerdo que hasta ahí llegaba una limosina, elegantísima, que me recogía para llevarme a El Poblado, a lo que hoy se conoce como El Castillo”. Allí nació la amistad con la niña Isolda y también surgió la idea de la beca. Durante 10 años, el patriarca antioqueño le pagó los estudios de piano en el extranjero.​

A los 13 años, Blanca se estaba montando en un avión rumbo a Kansas, Estados Unidos, para estudiar piano en un conservatorio. No había celulares, ni teléfonos, solo el telégrafo y el correo, por eso no pudo ​contarle a tiempo a sus papás que casi no la dejan pasar de Miami, que en las pruebas médicas resultó que tenía una amiba contagiosa, que aunque no sabía inglés alegó que en Colombia es normal tener amibas, que le dieron a escoger entre devolverse o estar en un hospital en revisión y cuarentena, que ella prefirió quedarse hasta que cinco días después le dijeron que estaba bien, que podía seguir su camino. No fueron fáciles esos tres años y medio, como tampoco lo fueron los seis que estuvo en Viena, también apadrinada por Diego Echavarría, también aprendiendo todo sobre el arte de interpretar el piano, también aguantando frío y tratando de aprender un idioma que no entendía.

“Mi papá me preguntaba: ‘¿No te da miedo irte por allá?’ Y yo creo que ellos se estaban muriendo. En 1957 mandar una niña de 17 años, sola, a Europa. ‘¿Y qué vas a hacer allá si no te están esperando en el aeropuerto?’ Aprendí a decir en alemán: ‘No hablo alemán’. Me hacía la fuerte, pero me moría del susto en el viaje. Afortunadamente me estaban esperando y me fue muy bien”. Tan bien le fue que empezó a ganarse un nombre, unos premios y un prestigio que luego, cuando regresó a Colombia, le permitieron obtener una beca de la OEA para seguir especializándose en Nueva York, ya sin el mecenazgo de Diego Echavarría.

En la sala, al lado del Steinway, al lado de un daguerrotipo de Chopin, de una imagen de Beethoven, del clarinete y la flauta de su papá Gabriel, de pinturas de Obregón y Rayo, de las fotografías de su papá, su mamá, sus hermanos, también hay una foto de Isolda en blanco y negro: su piel blanca, su cabellera negra resaltan en ese rostro que fue hermoso y que Blanca recuerda con cariño. Fueron amigas desde niñas, tanto que cuando ella murió a los 17 años, víctima del síndrome Guillain Barré, la pianista heredó su pequeña cuenta de ahorros.

“Use ese dinero –le dijo Diego Echavarría– para pagar la primera cuota de un piano”. Y ahí lo tiene, desde 1967, acompañándola de día y de noche, en horas y en horas de estudio que no cesan a pesar de llevar toda su vida en ello, primero como aprendiz y luego como maestra, tanto en Estados Unidos como en Colombia.

¿Cómo llegó a la docencia?
Cuando se acabaron las becas y terminé el último grado en la Escuela Julliard de Nueva York, ya había que preocuparse por la parte económica ¿y entonces ahora qué? Me pregunté… Hacer una carrera de concertista, vivir solamente de eso es muy difícil. Tengo que dar clases, me dije. Y ya había empezado con niños, me lo pedían sus padres. En el año 69 tuve la oportunidad de hacer audición en el Vassar College, que tenía mucho prestigio, con un excelente departamento de música, cerca de Nueva York. Me dieron el puesto. Me gustó mucho la calidad de los alumnos, de un nivel intelectual altísimo. Además me apoyaron para que yo pudiera seguir viajando, tenían un programa de año sabático extraordinario donde había que pedir permiso. Por eso pude seguir con mis conciertos y estarme en Colombia por meses. Me quedé allá muy feliz 36 años.​

¿Qué la motivó a regresar a Colombia, a Medellín? 
Yo he amado este país. Yo nací en Bogotá –me vine para acá cuando tenía ocho años– pero como dicen mis hermanos, los de Medellín podemos nacer donde nos dé la gana. Y es cierto, porque la familia de mi papá es del puro Envigado, y con una abuelita bañándose en el Ayurá y tuvo 14 hijos. Y es curioso, yo estuve 52 años por fuera, pero esta ha sido mi casa. Este ha sido mi lugar. Y siempre quise volver. Siempre supe que así iba a ser. ¿Cuándo? Estaba como en veremos. Nueva York se volvió mi casa. Pero aquí yo tenía un lote, tenía mi apartamento y allá nunca compré nada. Siempre con las raíces acá.

Aún hoy recuerda ese primer regreso a Medellín en las vacaciones de sus estudios en Kansas. Tenía 15 años. Las laderas del Valle de Aburrá apenas poblándose, el aterrizaje en el Olaya Herrera… es como si nunca antes hubiera visto la ciudad. De niña no había sido consciente de cómo era el lugar en el que había vivido. Se bajó del avión y exclamó: ¡Qué belleza! Desde entonces se enamoró de las montañas de su tierra. Y cada que podía, venía. Por eso puede contar que dio recitales en los tiempos gloriosos de​ los desaparecidos teatros Junín y Bolívar, en el Opera –que también era sala de cine–, en El Lido, en el Pablo Tobón Uribe, y claro, en el Metropolitano.​

En los ochenta quiso volver del todo, pero las bombas, las muertes de las que tanto oía desde lejos la asustaban. No era el momento. Este se fue dando cuando se creó el pregrado en Música de EAFIT y actúo como solista con la Orquesta Sinfónica de la Universidad. Desde ahí, la maestra Cecilia Espinosa empezó a coquetearle para que aceptara ser parte de esa aventura. “¿Usted no ha pensado en volver a Colombia? Piénselo, aquí la necesitamos”, le decía la directora del pregrado. En 2003, en uno de sus años sabáticos, la invitó a dar clases un semestre. Era un anzuelo y Blanca lo mordió. Dio un curso para profesores y estudiantes. Le encantó y decidió quedarse. 

“Es tal vez una de las mejores decisiones de mi vida, de verdad que sí”. Y desde 2005 está formando pianistas de pregrado y de maestría, ganándose elogios y teniendo el privilegio de ser nombrada este 2013 como la primera profesora emérita de EAFIT, una distinción que se le otorga al docente que durante su trayectoria se haya “destacado de manera excepcional, por sus contribuciones al progreso académico y prestigio de la Universidad”.​

El rector Juan Luis Mejía fue el encargado de entregársela durante la ceremonia del Día del Profesor (el 15 de mayo de 2013), en el que se otorgan los premios a la excelencia docente. “Yo estaba tranquila en ese momento porque pensé que lo de ser emérito era para varios, hasta que me llamaron al escenario y me di cuenta de que era solo para mí, me dio pena y nervios”. 

Sabe que ser buena pianista no la hace buena maestra, pero ella dice que en las etapas de su vida como aprendiz tuvo la suerte de tener buenos guías –una italiana, un polaco, un austriaco, una rusa– y todos le dieron algo, un algo que le ha permitido siempre preguntarse qué se debe hacer para que la interpretación sea grandiosa. En las clases, grupales, individuales, su oído musical, su sensibilidad, su visión, están atentos para resolver un problema técnico, de armonía. No es una docente rígida, ensaya y permite búsquedas hasta que el estudiante encuentra y siente que algo funciona. “Cuando eso sucede, yo los molesto, les digo que les cobro aparte”. Y ellos también bromean, y exclaman que ese descubrimiento es tan valioso como un “Audi, un Audi con chofer incluido”. 

Y ese Audi en miniatura que le regaló simbólicamente un estudiante, seguramente estará estacionado de ahí en adelante sobre el viejo Steinway, el mismo en el que Angélica interpretará, entre otros, la Sonata Opus 31 No 2 de Beethoven, y el mismo en el que muchos más han ensayado para el recital previo a los grados. La sonrisa, la expresividad en la voz de Blanca cuando habla de sus pupilos, refuerza toda la admiración que les tiene. Su “paraíso” se vuelve un reflejo del aula de clase, pero está vez el público son sus amigos, sus hermanos músicos –tres de ellos también profesores de EAFIT– que harán las veces de jurado.​

En instantes como ese evoca sus grandes conciertos, son tantos y tan sentidos todos, como aquel en el que fue solista con la Orquesta de Filadelfia, o aquel en Berlín –interpretando el Concierto para piano No 4 de Beethoven– en el que la disposición, el instrumento, el escenario, todo se conjugó para que fuera maravilloso, o aquellos en Polonia –la tierra de Chopin– con un público apasionado,​ incluidos niños que le llevaban flores y le pedían autógrafos. “Yo participé en el concurso Chopin hace muchísimos años y llegué hasta la semifinal. Pero ¡el entusiasmo del público!… Recibí una carta unos años después de alguien que me había escuchado y le había gustado tanto que tuvieron una niña y le pusieron Blanca”.

Y en Colombia, desde sus recitales en los años 50 hasta ahora ¿ha cambiado mucho el público?​
Ah… Yo en ese entonces no era tan consciente de qué clase de público tenía. Lo que sí es muy obvio es que el público hoy en día aquí en Colombia es ​joven. Hay mucho joven y eso es magnífico. Es un público muy entusiasta. No son solamente como decía uno antes, las viejitas como yo, allá sentadas con sus pulseritas, escuchando el concierto… También es maravilloso ver la cantidad de jóvenes aquí con ganas de ser músicos. Cuando digo que volver a mi país a enseñar es una de las mejores decisiones que he tomado en mi vida es porque la manera como me responden esos jóvenes –lo disciplinados, lo constantes que son– ha sido muy satisfactoria.​

Pero aquí, para los artistas, debe ser más difícil volverse competitivo en el ámbito internacional…​
Los muchachos que se están preparando internacionalmente estudian 8 o 10 horas encerrados en un cubículo. Eso es lo que tienen que hacer. Pero aquí es muy difícil. No se puede. Tienen que ayudar en la casa, tienen que ayudarse a pagar los estudios. Yo cada vez que voy a pedirle algo al rector Juan Luis Mejía, me dice: “Maestra, ¿pero cómo cree usted que yo le voy a decir que no?”. Entonces yo trato de escoger a los mejores para que les ayuden. Yo creo que los alumnos en el Departamento de Música son casi todos becados o tienen préstamos condonables. Sin embargo, tienen que trabajar, no pueden darse ese lujo que deberían tener de estudiar ocho horas diarias el piano o el instrumento que sea. Pero el trabajo en EAFIT ha sido extraordinario. Mis muchachos se gradúan y no se van. Todos se quedan, o más bien yo sigo con todos.​

Una sonata de triunfos

“Mi segunda profesión es maletera”, bromea Blanca Uribe. Y lo dice porque una pianista debe aprender a usar bien su cuerpo para que no le hagan daño a sus manos, y también porque casi toda la vida se la ha pasado viajando, tanto por sus estudios, por sus conciertos o por los eventos en los que ha sido jurado, como en este último año en que fue a Hong Kong y debió asistir a 96 audiciones para seleccionar el mejor. 
Y es que la profesora emérita es una de las pianistas colombianas más destacadas internacionalmente: premios en cinco concursos en Estados Unidos –el Naftzger entre ellos–, el Elena Rombro-Stepanow de Viena, la medalla de oro en el Torneo Mundial de Ginebra, semifinalista en el Concurso Chopin en Varsovia, en España el premio Orense y el premio Albéniz por su interpretación de la Suite Iberia; y entre muchas otras distinciones, por parte del Gobierno nacional ha recibido la Orden de San Carlos y la medalla Francisco de Paula Santander. En Antioquia le otorgaron la Estrella de Antioquia –en Plata y Oro– y la Universidad del Valle un Doctorado Honoris Causa.
​​
​Investigadora

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Blanca Cecilia Uribe Espitia 

Nació en Bogotá, donde realizó sus primeros estudios, que continuó en Medellín con la Profesora Luisa Manighetti, en Estados Unidos con el Profesor Wiktor Labunski y en la Academia de Música y Arte Dramático de Viena, donde recibe su grado magna cum laude con el profesor Richard Hauser. Se postgradúa en la Juilliard School de Nueva York con Rosina Lhevinne y Martin Canin.​​

A partir de su presentación a los once años con la Orquesta Sinfónica de Colombia, actúa en los principales escenarios de Estados Unidos, Latinoamérica y Europa. Ha s​ido solista de las orquestas sinfónicas de Berlín, Praga, Viena, Nacional de Washington, American Symphony, Residentie Orkest, Nueva Filarmonía de Londres, Orquesta de Castilla y León, la Orquesta de Filadelfia y las principales orquestas de Colombia, entre otras.​​

Ha sido muy elogiadas por la crítica sus grabaciones de la "Suite Iberia", de Albéniz, de las "Danzas Fantásticas", de Turina, y del primer concierto para piano y orquesta del compositor norteamericano Richard Wilson, con la Orquesta Pro Arte de Boston, dirigida por Leon Botstein. Entre sus recientes grabaciones, también muy elogiadas por la crítica, hay que mencionar las de las Sonatas Opus 101, Op. 106, "Hammerklavier", 109, 110 y 111 de Beethoven, (Musicians Showcase), la de Obras para Dos Pianos con Harold Martina, (Helicon), y las de obras de los compositores colombianos Emilio Murillo y Antonio Maria Valencia, (Banco de la República).​​

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Última modificación: 06/03/2017 13:35