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El otro río

​A finales de 2010, un grupo de científicos de EAFIT, con apoyo de la Armada Nacional, visitó el delta del río Patía en la Costa Pacífica colombiana. Su objetivo era acopiar información acerca de uno de los problemas más graves de la zona en términos hidrológicos y ambientales: la desviación, hace 40 años, del Patía hacia el Sanquianga.


Ignacio Piedrahíta

Escritor y geólogo

1.

El miércoles 2 de diciembre, el ARC Gorgona está anclado frente a la boca principal del río Sanquianga, en el Pacífico colombiano. La Infantería de Marina le ha prometido al capitán del buque enviar un bote para llevar a los investigadores río arriba. Y, en efecto, temprano en la mañana nubosa, un punto negro sobre la negrura del mar aparece en el horizonte y se va acercando a toda máquina hasta hacerse claramente reconocible. Tres hombres vestidos de camuflado tripulan la embarcación, uno de los cuales la pilotea de pie, con unas gafas deportivas que lo protegen del viento.

En medio de un mar agitado, la embarcación se pega a la borda del buque y el motorista sube con agilidad a cubierta aprovechando una ola. El que parecía un tipo gordiflón -por una nariz puntuda entre dos grandes cachetes-, resulta ser un teniente enorme y agradable, cuyo apellido honra su propio oficio: Lancheros. Después de las presentaciones embarcamos los equipos y algo de fiambre, y saltamos uno a uno desde la borda del Gorgona para ocupar los puestos del bote militar. Con todo listo, el teniente se hace de nuevo al timón del motor -un 200 fuera de borda- y pone rumbo a la boca del río tal como llegó: a toda marcha y cortando mar sin compasión.

El Patía, convertido en un arroyo tras la construcción del canal Naranjo.jpg
La boca del Sanquianga se va abriendo como un profundo abismo de unos dos kilómetros de ancho sobre la tierra firme. Conforme dejamos el mar y penetramos en el río, las aguas se calman y toman un color marrón. Sobre las orillas crece el manglar, interrumpido sinuosamente por pequeños canales o esteros. De inmediato, el director científico de la expedición, el profesor Juan Darío Restrepo, señala un hecho poco común: aun en marea baja, los esteros deberían estar llenos de agua y no de lodo. En efecto, estos canales dan la impresión de ser caminos de tierra levantados por encima del nivel del río.

Según el profesor, esto no significa una cosa diferente a que el Sanquianga ha estado trayendo demasiados sedimentos y que su caudal no es capaz de mantenerlos en suspensión, de modo que los va depositando en los lugares más reposados, como los esteros y algunos bajos en las orillas del río. Que no se pueda navegar por los esteros no es un detalle menor: significa la interrupción de las rutas de comunicación que tradicionalmente usa la comunidad. Por otra parte, se pone en peligro el manglar, un valioso recurso que tiene allí la mayor reserva de toda la costa Pacífica americana: las 14.000 hectáreas del Parque Nacional Sanquianga.

A medida que seguimos remontando la corriente, el ancho del río se va definiendo en unas pocas centenas de metros. Sobre las orillas va desapareciendo el manglar, que es remplazado por tierra firme cubierta de bosque. Pasamos junto a enormes troncos de árboles medio sumergidos, que han sido arrancados de raíz en algún lugar aguas arriba. Sobre la ribera se observan pedazos de tierra desbarrancados que amenazan con llevarse las viviendas de los caseríos. Esto indica que hay mucha agua y el río reclama un cauce más amplio. ¿Por qué tal aumento del caudal y de los sedimentos?

El director científico de la expedición, el profesor Juan Darío Restrepo, señala un hecho poco común: aun en marea baja, los esteros deberían estar llenos de agua y no de lodo.​


2

Tras 45 minutos de recorrido llegamos a Bocas de Satinga, o Satinga, a secas, sobrenombres del municipio de Olaya Herrera. El pueblo se levanta sobre una isla alargada, cuyo frente sobre el río está hecho de casas montadas en puntales de madera. Es un pueblo grande donde paran a echar gasolina las embarcaciones que viajan río arriba. Se dice que llegó a haber casi 50 aserríos en Satinga a mediados del siglo XX, hasta que se acabó la madera en sus alrededores. Sin embargo, todavía se pueden observar grupos de troncos que bajan a flote por el río hacia a los pocos aserríos que quedan.

Frente a Satinga, del otro lado del río, está el nuevo batallón de Infantería de Marina, a cargo precisamente del teniente Lancheros. El tráfico de droga por estas bocas ha convertido el lugar en una preocupación militar. Nos detenemos por un momento mientras el teniente apura la presencia de cierto soldado a quien al parecer se le ha ordenado estar listo para embarcar. El oficial lanza imprecaciones en lenguaje militar, que por un lado llaman al temor y por otro a la sonrisa. Finalmente aparece un muchacho vestido de civil cargando un saco de cabuya del que asoman trozos de huesos y cascos de vaca. El soldado que viaja sobre la proa se acerca para recibir el fardo y, no bien lo tiene en sus manos, gira la cabeza con la violencia de quien ha sido picado por una avispa o algo parecido. Lancheros le ordena que lo descargue en la pequeña bodega de proa, pero el soldado replica que, de ser así, este quedaría encima de los chalecos salvavidas.

Seguimos hasta llegar a la población de Fátima, justo en el lugar donde el Patía fue desviado hacia el Sanquianga. La expedición pretende calcular allí el resultado de esa unión, que ha dado lugar al nombre de "Patianga".​​
Los que van en la parte de adelante de la lancha se tapan la nariz a medida que el olor los va alcanzando, hasta que este le llega al teniente:
- ¡No joda! Me patió de una. Pasa eso rápido para atrás.

Al cumplimiento de la orden, cada quien va abriendo paso como si lo fueran a tocar con brasa caliente, hasta que depositan la carga maloliente junto al motor. La maniobra deja un charco de sanguaza sobre el asiento del profesor Restrepo, y no habiendo con qué recoger un poco de agua para lavarlo, el teniente abre por el medio una linterna, saca las pilas y le pasa la parte hueca para ser usada como recipiente. 

- ¿Le sirve? -dice, con aire vanidoso.
Seguimos río arriba, a toda velocidad. A unos 20 minutos de Satinga nos encontramos, recostado sobre la selvática orilla, un buque nodriza para el transporte de tropa y patrullaje, y, más adelante, amarradas una a la otra por el costado, cuatro Pirañas artilladas. Hombres armados hasta los dientes, con trapos y pañoletas sobre la frente, nos saludan amablemente, pues saben que somos el correo de su ración de alimento. Uno de ellos sale al encuentro para recibir el bulto de carne y, con el fin de desocupar sus dos manos, nos ofrece una fruta carnosa parecida a la chirimoya pero de piel amarilla, que resulta dulce y fresca en medio del calor húmedo que aparece cada vez que nos detenemos. 

Seguimos hasta llegar a la población de Fátima, justo en el lugar donde el Patía fue desviado hacia el Sanquianga. La expedición pretende calcular allí el resultado de esa unión, que ha dado lugar al nombre de “Patianga”. Para tomar las medidas se usa al mismo tiempo una ecosonda y un correntómetro, que van tomando datos a medida que la lancha recorre el curso del río de lado a lado: un aparato va trazando el perfil del cauce del río y el otro va midiendo la velocidad de la corriente. Mientras el teniente y los científicos hacen las mediciones, yo desembarco en compañía de dos soldados para hablar con los habitantes del caserío.

En el antiguo billar.jpg
​​Dos de ellos salen a recibirme y nos acomodamos bajo el techo de lo que fue tal vez una heladería con billar. Mis anfitriones se presentan como Eleuperio Montaño, de unos 70 años, y su sobrino Segundo Norman. Ambos son negros, pero don Eleuperio lleva algo de indígena en la sangre. Sus ademanes son tranquilos y me reciben con simpatía. Después de un corto diálogo intento que me ayuden a entender cómo es que el río antes era Patía y hoy es Sanquianga, o al contrario.

3

A finales de los años sesenta, al comerciante de madera Enrique Naranjo se le ocurrió conectar, por medio de un canal artificial, el río Patía con el Sanquianga. En Bocas de Satinga funcionaban en ese entonces todos los aserríos de la zona, de modo que al arrasar con los árboles cercanos, los madereros debieron ir por nueva materia prima a la cuenca del Patía. Pero llevar la madera hasta Satinga, sin tener un río para hacerlo, reportaba un problema esencial para el negocio. El señor Naranjo pensó, pues, que los troncos se podrían bajar por el Patía, luego subir un poco por el Viejo Patía, que era uno de sus afluentes, y allí donde este último pasa (o pasaba) a unos 300 metros del Sanquianga, hacer un canal para comunicarlos. Si ya por allí se había comenzado a usar un guinche para halar las trozas, ¿por qué no hacer directamente un canal y empujarlas por el agua?

En una aventura que recuerda a la de Brian Fitzgerald en la película Fitzcarraldo, el señor Naranjo contrató a unos 40 hombres que trabajaron durante algo más de siete meses con picos y palas para completar semejante empresa. Don Eleuperio resultó ser precisamente uno de los que con baldes sacaban el lodo que se interponía entre los dos ríos, mientras un precario muro de contención evitaba que el Viejo Patía inundara la brecha que iban abriendo. Dice el fornido anciano que una vez terminado el canal, el muro apenas lograba retener las aguas, y que, a la menor insinuación de las almadanas, estas saltaron como un torrente para alcanzar en pocos minutos el Sanquianga. 

Después de 40 años no es fácil saber cuál es Patía y cuál Sanquianga, pues lo que se ve pasar por Fátima es un único y poderoso río, salvo por una especie de caño que se desprende por un costado del caserío. Ante mi confusión me explican que ese es, precisamente, el Patía. Me quedo sin palabras. El gran río Patía, que construyó durante cientos y quizá miles de años todo un delta en la parte norte de la bahía de Tumaco, quedó convertido en un miserable arroyo, mientras que el Sanquianga, antes un río mediano, tiene hoy un tremendo cauce desbordado por gran cantidad de agua y sedimentos que recibe de la parte alta de una cuenca que no era la suya.

Dado que el equilibrio geográfico de las costas suele ser frágil, los efectos de semejante cambio en la naturaleza no se hicieron esperar. En el Sanquianga, como vimos, las orillas cultivables se derrumban, los esteros saturados de sedimentos ya no permiten la navegación y los manglares están amenazados. Se trata de un proceso que ha estado actuando durante cuatro décadas y aún hoy continúa.

En cuanto al Patía, en el tramo comprendido entre el “canal Naranjo” y su desembocadura tradicional, el cauce permanece más de seis meses al año con un nivel tan bajo que se hace imposible navegar. En consecuencia, las poblaciones que quedan entre Fátima y la antigua bocana, aunque ahora tengan paradójicamente más tierra seca para cultivar, no pueden sacar fácilmente sus productos hacia Tumaco.
 

4

Tras la explicación de don Eleuperio, sigo con Segundo Norman hacia donde están las casas del pueblo. Son acaso cinco viviendas hechas de palos y techo de paja, encaramadas en torcidos puntales. Hay allí un ambiente lúgubre que no mejora cuando me acerco seguido de los soldados. Sin embargo, me reciben con cordialidad. Me sacan una silla y me invitan a un trago de charuco, cortesía que es extendida a mis escoltas, quienes no ahorran muecas de disgusto una vez probado ese aguardiente artesanal. 

Imagino que alguna tragedia derivada de la situación social de la región es la que ha originado lo que evidentemente es un velatorio. Pero pronto me cuentan que el muerto -en este caso una mujer¬-, ha perdido la vida por mordedura de culebra. Para no incomodar, regreso al viejo billar con mis dos anfitriones. Me cuentan que allí la gente se dedica a la agricultura de plátano, coco, yuca, arroz, maíz y cacao, o chocolate, como ellos lo llaman. También sacan maderas finas como Sajo, Cuángare, Cedro, Zande, Tangare, Roble, Chaquiro, Machare, Chanul y Guayacán, cuya creciente escasez les exigen internarse cada vez más adentro en el monte. 

Mientras conversamos, veo a los miembros de la expedición trazar recorridos en diferentes direcciones sobre el río. Su objetivo es averiguar cuánta agua ha dejado de correr por el Patía y cuánta, por consiguiente, ha pasado a las arcas del Sanquianga.

El pueblo cuenta con una escuela, pero no hay profesores. Don Eleuperio comenta que él sabe leer pero no escribir, y defiende esa modalidad por encima de saber escribir y no leer -como asegura que le ocurre a otras personas-, con el argumento de que podría evitar su muerte si su sentencia le llegara por carta. Tal le decía su padre. Segundo Norman es del todo analfabeta, mostrando una carencia aún mayor que la de su generación anterior, y poniendo en evidencia que todo por allí va de mal en peor. Para la luz eléctrica, Fátima tiene una planta, que está dañada. Dice Segundo que habrá que esperar elecciones para que la arreglen, como todo por allí. Bromeamos con lo mal que les vino a caer la ley que amplía los periodos de los alcaldes.

Un grupo de mujeres que vienen de lavar ropa pasa por la mitad de la fonda, después lo hace una tropilla de muchachas con niños pequeños y luego la gallada de los niños más grandecitos. Descubro entonces que el pueblo está repartido en dos asentamientos, uno a cada lado del local. De repente, Don Eleuperio, su sobrino y otro señor que nos acompaña, se despiden a la llegada de una guapireña, un bote de comercio que vende todo tipo de baratijas. 

Quedamos los soldados y yo, en medio del bochorno del medio día, embotados por los tragos de charuco, esperando a los de la lancha. Estos llegan un rato después, achicharrados por el sol y muertos de hambre. Preparamos sánduches para todos y, ante la falta de un vaso para tomar el jugo que hemos llevado ya preparado, el teniente Lancheros baja al bote y trae la parte de atrás de la linterna.

-Estas cosas las hacen pensando en todo- dice con una sonrisa que responde en parte al orgullo inquebrantable de su ingenio, y en parte al uso que se le ha dado a aquel objeto en horas de la mañana.

Compartimos la comida con los muchachos del pueblo y nos tomamos fotos con ellos.

El regreso, a favor de la corriente, da tiempo para armar el rompecabezas de sucesos que desde hace más de cuatro décadas han determinado la compleja situación de una región apartada y selvática, cuya fragilidad no ha sido del todo entendida en términos ambientales, ni mucho menos sociales. Lo que empezó como un pequeño canal para trasportar madera, es hoy una fuente de problemas de una magnitud todavía desatendida, y sin duda una más de las fuentes de inestabilidad social que sirve de terreno abonado para la llegada del comercio de especies ilegales, con las consecuencias ya conocidas.
Última modificación: 27/02/2017 17:44