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El Eafitense / Edición 106 Cien años de popularidad

Cien años de popularidad

​​​​​​​La muerte se llevó a Gabriel García Márquez el Jueves Santo de 2014. El nobel colombiano falleció en México a los 87 años de edad, tras una prolífica carrera literaria que lo convirtió en universal. En este escrito, el profesor Efrén Giraldo, del Departamento de Humanidades de EAFIT, recuerda a esa figura tutelar, entrañable, controvertida y cercana.​​

EAFIT rindió un homenaje al nobel colombiano el 23 de abril en la Biblioteca de la Institución.

​La reciente desaparición de quien ha sido considerado el más importante escritor colombiano de la historia ha puesto de presente el lugar de los libros en la opinión pública y el campo cultural. Mientras los dirigentes, los intelectuales y los políticos han celebrado la vida y obra del escritor nacido en Aracataca (en muchos casos, solo por oportunismo) la gente del común ha manifestado en diferentes canales su admiración por un autor al que, si bien no necesariamente ha​ ​leído, sí identifica como la figura más importante de la cultura colombiana. 

Los desfiles, los homenajes, la reedición acelerada y la explosión mediática son apenas el resultado de la desaparición de una figura a la vez tutelar y entrañable, controvertida y cercana. Muy colombiana, pero que hizo del exilio una marca de su paso por el mundo. No en vano, se vio en los medios una respuesta equivalente al furor que la obra causó alguna vez en el mundo académico y en la “alta cultura”, después de que las casas editoriales se comprometieron con la intensa difusión de Macondo a finales de la década del sesenta. 

Las razones son conocidas. Quizás, no ha habido escritor latinoamericano con ventas similares a García Márquez, con tal aceptación en el público “general” y con un reconocimiento semejante en otras latitudes -por ejemplo en China, donde es una influencia mayor-. Si se exceptúa a Borges, hay pocos escritores latinoamericanos que hayan sido recibidos con tal alborozo, y que encarnen de tal manera la figura del escritor, aquel artista que con su obra crea un mundo autónomo que usan como espejo sus semejantes.

García Márquez ha sido bien recibido, tanto por la academia como por los lectores de a pie, tanto por la crítica especializada como por el periodismo. El suyo es, para usar una expresión sonora, un caso de “buena fortuna crítica”. 

Sobre Borges, que ya es una imagen relativamente popular, todavía pesa el estigma de escritor difícil y erudito, aunque este ha legado la imagen imborrable del bibliotecario ciego. Cortázar parece ya más un héroe cultural que un renovador literario, a pesar de que aún sigue cautivando a lectores jóvenes. Y Vargas Llosa, pese a su copiosa producción de columnas de opinión y debates políticos, es, sobre todo, un autor comprometido con el virtuosismo técnico, con la invención de nuevos modos de contar. 

La figura autoral de García Márquez difiere de la que caracterizó a los otros grandes escritores latinoamericanos del siglo XX. Mientras la imagen que más ha quedado es la del lector cegado por el esplendor de la biblioteca, la de García Márquez es la del fabulista a secas. La de un pensador y actor político que parece sacrificarlo todo para contar una historia.

García Márquez ha sido bien recibido, tanto por la academia como por los lectores de a pie, tanto por la crítica especializada como por el periodismo.

​​Realismo​ mágico 

El periodismo cultural y los lectores desprevenidos han reforzado, por su parte, la extraordinaria recepción de García Márquez en las esferas de la divulgación planetaria. Los planes escolares y los medios, la industria publicitaria y turística han convertido el mote del “realismo mágico” -y su parafernalia derivada: mariposas, flores, trópicos inclementes, mujeres volando- en una marca. O, más aún, en una especie de franquicia estética. Algo que, en lugar de ser reprochable, es la consecuencia normal de la explotación de las creaciones imaginarias por obra del entretenimiento y el turismo. 

Muchos coincidirán, quizás, con la famosa idea de Andy Warhol, según la cual el verdadero arte es el arte de hacer dinero. Aunque en esto también la industria cultural es selectiva: el país que se ha mostrado es el de la fiesta, la desmesura y el pintoresquismo, mientras que queda fuera ese otro -melancólico, roto-, que también está en las obras del autor. De la misma manera, han abundado recientemente declaraciones de figuras mediáticas que afirman tener en García Márquez su mayor referente de vida y en sus obras sus libros de cabecera. 

De Bill Clinton y Barack Obama a Rubén Blades o Shakira, el fabulista de Aracataca da qué pensar sobre la manera en que se construyen las reputaciones literarias y se escribe la historia de las artes en el seno de la cultura de masas. García Márquez goza del incómodo privilegio de ser, entonces, un escritor popular y, más aún, luego de su muerte, una especie de símbolo nacional. Un erario para la academia y los periodistas, un éxito en ventas y una imagen con rentabilidad turística, el respaldo para la reputación de una nación que solo, ocasionalmente, mira con interés a sus artistas. 

Pero vale la pena recordar algo en lo que a veces no reparan jóvenes escritores que quieren superar el tremendo impacto del Nobel colombiano: el revuelo no ha sido solo mediático o económico. Cien años de soledad, El otoño del patriarca y Crónica de una muerte anunciada fueron saludadas en su momento como obras que renovaron el legado de la novela occidental y lograron lo que desea cualquier escritor: que, después de practicar un género de escritura, este no siga siendo el mismo. 

Alguna vez, el crítico norteamericano John Barth señaló que mientras Tolstoi encarnaba​ el proyecto de la novela clásica realista y James Joyce el de la novela moderna, con García Márquez asistíamos al modelo posthistórico por excelencia, el de la novela posmoderna, que funda un nuevo paradigma. Harold Bloom, un crítico inclinado a las jerarquías, llegó a decir que García Márquez era, en una época de eclipses literarios, el único autor vivo que podía ostentar la dimensión de clásico, un calificativo que -según el norteamericanoestaba reservado a autores como Cervantes, Shakespeare o Dante.​​

Alguna vez, el crítico norteamericano John Barth señaló que mientras Tolstoi encarnaba el proyecto de la novela clásica realista y James Joyce el de la novela moderna, con García Márquez asistíamos al modelo posthistórico por excelencia, el de la novela posmoderna, que funda un nuevo paradigma.

​​Pese a lo anterior, es conocida la aversión de García Márquez por los críticos y académicos. Un rechazo que, en cierto modo, fue el reverso de un deseo tan antiguo como la modernidad: ser un escritor sin intérpretes, sin intermediarios ante el lector. Ahí se debe recalcar que no hay en esto antiintelectualismo o una negativa a la tradición literaria. García Márquez, al contrario de otras figuras importantes del boom, no tuvo una carrera prolífica como ensayista, es verdad. 

Sin embargo, en su periodismo y en sus propias ficciones encontramos una elaboración de ideas que afirma su condición de intelectual y su capacidad para pensar la tradición a la que él mismo pertenecía. Si toda creación es lectura, la obra de García Márquez es el crisol donde se rinde informe asombrado de la grandeza del Diario de a bordo de Colón, La metamorfosis de Kafka, el Edipo rey y la saga portentosa de Faulkner. Y es también el mejor lugar para encontrar sus convicciones y esperanzas, sus miedos y deseos. 

Quizás por esta dificultad para asociarlo con algunas ideas, se llegó al exceso de pedir al autor la intervención en problemas prácticos, de juzgarlo con dureza por no colaborar​ ​en la solución de los dilemas de la nación e, incluso, como se recordará, de condenarlo al infierno, como hizo alguna representante de la política regional. Todo esto hace pensar en la afirmación del historiador del arte Edward Lucie- Smith, quien en uno de sus textos explicó cómo en países que carecen de referentes administrativos y políticos los artistas y escritores vienen a encarnar buena parte de las esperanzas de la nación. Son figuras tutelares que, con su trabajo de cultura, pueden producir cambios que los políticos no pueden -o no quieren- impulsar.​​

Más allá del arte​​​

​García Márquez fue alguien que a su prestigio literario unió tomas de posición que en algunos produjeron la ilusión de un compromiso más allá del arte y, en otros, el temor larvado a que la figura de mayor prestigio cultural internacional del país fuera, desde el punto de vista político, una piedra en el zapato o, peor aún, un anacronismo geoestratégico. Algo que ocurrió cuando se exilió en México, luego de aducir persecuciones del Gobierno. Es comprensible entonces que el autor de fábulas que conoció la fama solo en su quinta novela (cuando Cien años de soledad vendió miles de ejemplares desde su primera semana) sea hoy un botín simbólico codiciado por toda suerte de poderes.

De hecho, el poder, cuya mejor definición ​es la capacidad para definir la realidad, fue​ siempre el tema de la obra de García Márquez. Ese que siempre, en sus palabras, se caracteriza por la soledad. En alguna parte se dijo que lo mejor es mantener el legado de los escritores leyéndolos, protegiéndolos de su misma popularidad. La soledad del poder cultural puede producir una dolorosa paradoja: ser admirado y considerado un emblema nacional sin haber sido leído. 

Las narraciones tienen impensadas propiedades, y por eso no es de extrañar que los relatos de García Márquez -donde aparecen las miserias de la condición y la historia nacional, más que el esplendor de la civilización o los frutos del desarrollo- sean ahora elevados a la categoría de historias fundacionales, explicaciones metafóricas del modo de ser de acá, claves de interpretación de esta identidad. Habrá que ver si la historia del coronel es más un relato desesperanzado sobre una Colombia​ ​​todavía unida a sus atávicas estructuras sociales o una imagen de lo que no se debería ser. Si la historia de los Buendía es un símbolo de las raíces míticas de toda sociedad o si es un recordatorio de los estragos que causan la pobreza, la ignorancia y la tiranía en un pueblo que tiene la imaginación por único patrimonio. Como expresó el mismo García Márquez en sus conversaciones con Plinio Apuleyo Mendoza, “la mejor fórmula literaria es siempre la verdad”.​

Y es que la relación de la literatura con la nación es siempre problemática. En un reportaje sobre el golpe militar que derrocó a Salvador Allende, el mismo García Márquez escribió algo que puede aplicarse a su idea de nación: “La grandeza del país no se funda en la cantidad de sus virtudes, sino en el tamaño de sus excepciones”. La declaración de una pertenencia, como es apenas previsible, resulta compleja, pues la nación es, en últimas, una imaginación compartida, una especie de imagen grupal que nos define. Las obras de García Márquez han tenido en la historia colombiana su fuente de elaboración, es cierto, pero decir que sus relatos encarnan o incluyen a todos es desmesurado.​​

Quizás al mismo García Márquez le hubiera resultado ingrato convertirse en un escritor oficial o en un artículo del mercado. A la larga, lo que celebran sus historias es la misma facultad de contar, el esplendor y la exuberancia del lenguaje en toda su plenitud. 

Por esto, parafraseando su comentario de 1973, la literatura y el arte son las excepciones por excelencia. Y la tarea, frente a esta maravillosa anomalía, es hacer lo que se debe dar a cambio de una obra que hace parte del legado de un país: leerla y disfrutarla.

Última modificación: 06/03/2017 9:48