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El Eafitense / Edición 107 Cómo era la bahía de Cartagena - El Eafitense - Edición 107

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Cómo era la bahía de Cartagena

​​​​Solo un relato de primera mano de quien ha pescado y navegado en la bahía de Cartagena durante los últimos 60 años puede contar lo que era sacar pargos que reventaban anzuelos y tiburones que creaban leyenda. La experiencia personal, bien trenzada con una visita a las Cróni​cas de Indias y a las decisiones políticas de la actualidad, explican por qué las aguas de la bahía son, acaso, un reflejo pálido de la vida que tuvieron en el pasado.


​Este es un mapa franco-holandés en el que puede observarse la flota británica en sus distintos movimientos.

José Vicente Mogollón Vélez
Historiador y ex ministro de Medio Ambiente

Escribo este testimonio a mis 74 años para que los que solo conocieron la sucia y turbia bahía de hoy entiendan que hasta hace unos 60 años fue bien distinta. También para los que tan solo la vieron después de 1951-1952, cuando las aguas del río Magdalena salieron por primera vez por Pasacaballos y la ensuciaron, esperemos, no para siempre. En especial, dejo este testimonio para los más jóvenes que solo la conocieron después de los grandes dragados que triplicaron entre 1981 y 1984 el caudal que le metía el Canal del Dique. En otras palabras, me dirijo a los que nunca vieron cómo fueron sus cristalinas aguas azules y turquesas, cuando no le llegaban las turbias aguas del río. También escribo para los desmemoriados, para los buenos amigos que nunca recuerdan los nombres de los árboles ni el canto de los pájaros.

Antes era al revés que hoy, como bien dice el tango. El mar llegaba hasta bien arriba, hacia el noreste. Había manglares cerca de un corregimiento de San Estanislao conocido hoy como Las Piedras, al oeste de la difunta ciénaga de Palenque. Hasta 1923 las aguas del mar llegaban a Mahates, tal como lo recordaron hace pocos días unos contemporáneos míos, que así lo habían escuchado a sus abuelos. Allí se registraban mareas, y en la ciénaga de María había tiburones. Pero después de los dragados frenados de repente por la Gran Crisis de 1930, justamente cuando alcanzaron a llegar desde Calamar hasta el puerto del Central Colombia en Sincerín, las aguas del río comenzaron a sedimentar las, hasta ese entonces, profundas y saladas ciénagas de La Cruz y de Matuna. 

Esos eran cuerpos de agua enormes. Tenían más de 50 kilómetros de ancho desde el este hasta sus diversas desembocaduras en la bahía de Barbacoas. Así las recuerdan los mapas de los grandes cartógrafos e ingenieros Arébalo y Fidalgo. La más profunda de esas bocas se llamaba, paradójicamente, Bocacerrada. Por ella entraron y salieron goletas sanandresanas de dos mástiles y siete pies de calado, que iban al puerto de la Colombia Sugar Company a recoger sacos de azúcar que luego comercializaban en San Andrés y Providencia y en Colón, Bluefields y Corn Islands, hasta que la sedimentación de las ciénagas les impidió el paso. 

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Las mejores pruebas de la gran abundancia pesquera de la bahía de Cartagena están en las cartas del propio fundador de la ciudad, Pedro de Heredia. Había sido descubierta la bahía de Cartagena por Rodrigo de Bastidas y Alonso de Ojeda en 1501, 32 años antes de que los españoles fueran capaces de vencer la resistencia caribe para establecerse allí.

Desde Bocacerrada hasta la entrada sur del Estero de Pasacaballos, que comunicó milenariamente la bahía de Barbacoas con la bahía de Cartagena, había un recorrido de 15 millas. El propio Estero tenía unas 3 millas y, en partes, tenía un cuarto de milla de ancho, separaba a la Isla de Barú del continente. Toda la navegación de Cartagena con el Golfo de Morrosquillo, el Sinú, el Atrato y las Islas de San Blas pasaba por el Estero.

Hasta 1952 los bajos y orillas de la bahía de Cartagena eran cristalinos, de color azul turquesa. Sus partes más hondas, de un azul profundo, o plomizo, según el color del cielo que reflejaban en un momento dado. Ahora bien, las playas de Bocagrande siempre fueron de arena gris fluvial, porque venían del río Magdalena. Su color era idéntico al de las arenas de las playas frente a Honda, Tolima, o Santa Verónica, Atlántico. Las de Tierra Bomba pertenecían a la zona de transición entre los dos mundos, el fluvial al norte y el coralino al sur. Las arenas del norte eran más grises, las del sur, más coralinas. Las de Punta Arenas, dentro de la bahía, bastante más blancas y coralinas, como lo son milagrosamente todavía. Mientras que las playas de las Islas de Barú y Rosario, coralinas, siempre fueron de un blanco deslumbrante, al mediodía enceguecedor. A veces rosado por las mañanas, y con el sol del atardecer, de un blanco dorado.

Mis recuerdos más antiguos de la bahía de Cartagena proceden de tres fuentes. En primer lugar, de las aventuras y desventuras de un niño que hasta los 12 años vivió siempre en sus orillas. Mi infancia giró alrededor de la inagotable afición de mi padre por el mar y la navegación. Vivíamos en Manga, al lado del Club de Pesca. Uno de mis primeros recuerdos de la bahía fue, precisamente, la pesca, que era muy abundante. Se veían peces por todos lados. Primero pesqué chinitos con los cordeles y anzuelos y plomadas que compraba en la tienda de don Manuel Jiménez Molinares, ´Jimeneco´, de la calle del Candilejo, quien había sido, con mi padre, uno de los fundadores del Club de Pesca, a finales de los 30. 

El sitio preferido para pescar era el entonces rústico y pequeño muelle donde hoy queda el restaurante. Allí, de niño, me dejaban bajo el cuidado del ´Mono´ Flórez, a quien le decíamos ´Ñoño´, único empleado cuando el Club no era más que un fuerte todavía en ruinas con un rústico muelle frente al restaurante y otro, aún más primitivo, en su parte norte, con dos o tres botes de vela. Allí era divertido acostarse boca abajo en la pura punta del muelle para ver el fondo, repleto de temibles erizos, bellas estrellas de mar y abundancia de peces que cruzaban de un lado al otro sin son ni ton. Se veían pargos rojos grandes, meros lentos y ceremoniosos, cardúmenes de sierras (o macarelas) y nubes de sardinas, siempre en plan de trazar círculos y figuras ocho.

Lo decían los viejos

La segunda fuente de información que recibí sobre la bahía fueron las conversaciones con los mayores. Los cuentos de las pescas en la bahía y en los distintos bajos cercanos a la ciudad eran documentados: como los pescadores tenían fama de exagerados, siempre tenían cuidado de mostrar la evidencia. Llegaban con las neveras de las popas de las lanchas repletas de saltonas y pargos, y jureles y bonitos, y a veces eran tantos, que se desparramaban por toda la popa. Venían al club de pesca los vecinos y los familiares de los pilotos a buscar su parte de la bonanza. Se tomaban fotos. Naturalmente, la pesca deportiva pronto se volvió pretenciosa, más selectiva. Se agringó un poco. Comenzó la era del pez vela y del marlín, más arriesgada y más difícil, al estilo de otras capitales de la pesca deportiva del Caribe y del Pacífico cercano.

Pero la tercera fuente de información viene de las crónicas. Las mejores pruebas de la gran abundancia pesquera de la bahía de Cartagena están en las cartas del propio fundador de la ciudad, Pedro de Heredia. Había sido descubierta la bahía de Cartagena por Rodrigo de Bastidas y Alonso de Ojeda en 1501, 32 años antes de que los españoles fueran capaces de vencer la resistencia caribe para establecerse allí. Porque en ese mundo acuático poco valían sus caballos, sus perros y sus armas de fuego, si el enemigo era más veloz, si no había viento que moviera sus pesadas naos y carabelas. Como fueron más rápidas las canoas de los remeros caribes durante esos 32 años. 

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Con el susto a los tiburones de Cartagena crecimos muchos de mi generación. En las playas del Hotel del Caribe fallecieron varios, incluyendo don José ´Pepe´ Clemens. El Hotel construyó unas mallas que delimitaban el único sitio permitido en todo Bocagrande para bañarse.

Alrededor de la bahía habitaban miles de indígenas bien alimentados y fuertes -gracias a la abundante y variada pesca- en pueblos como Calamarí, Codego, Bahayre, Cospique y Canapote, así como también en las grandes ciénagas que acercaban las bahías al oeste con el río Grande de la Magdalena, en la región acuática cuya capital era Mahates. 

Los poderosos guerreros caribes, que defendieron su territorio con éxito desde sus canoas y con sus “rabiosos indios flecheros” durante más de tres décadas, sucumbieron, finalmente, por dos motivos. El primero, porque las enfermedades europeas como la viruela, para la que los indígenas no tenían inmunidad ninguna, comenzaron a minar la fortaleza de los bien alimentados caribes. Y segundo, porque Pedro de Heredia trajo de Europa una embarcación -la famosa “fusta”- que mandó a construir “…a posta, para poder correr aquella costa”. 

La fusta fue la respuesta militar de un gran capitán que durante tres años y medio, desde Santa Marta, había estudiado el terreno, y las armas y las tácticas con que peleaban los caribes. Y con la fusta, de 22 remeros y una vela latina, dos cañones en proa, poco calado y un pequeño castillo de popa, Heredia pudo conquistar las bahías y las ciénagas y fundar a Mahates, el 17 de abril de 1533, seis semanas antes de dar fundación formal a Cartagena.

Años más tarde, dos siglos para ser exactos, tendríamos otra evidencia histórica bien documentada de la abundancia de peces -¡y de qué tamaño!- en la bahía de Cartagena. 

Cuando el Reino Unido lanzó en marzo de 1741 contra Cartagena todo lo que tenía de Armada, de Ejército y de talento humano para conquistarla y, con ella, tener en sus manos “la llave de las Yndias” y el “antemural del reino”, resulta que venía a bordo de uno de sus buques un ayudante de cirujano, Tobias Smollett, quien incluiría un par de capítulos sobre el intento británico para tomarse a la América Española en su larga novela picaresca, inspirada, según advierte, en las novelas picarescas españolas (menciona El Quijote, el Lazarillo y hasta el Gil Blas de Santillana de Lessage). La primera novela picaresca británica, The Adventures of Roderick Random, publicada en 1748, tiene escenas de inestimable valor para conocer la fauna marina que habitaba las aguas de la bahía de Cartagena. 

Pues bien, después de casi un mes desperdiciado por los invasores británicos en Bocachica en la construcción de una batería para la toma por tierra del San Luis, lograron estos, finalmente, entrar en la bahía. Pero ya comenzaban las calmas chichas y las lloviznas de abril. En el fondo del cotarro militar, la pelea entre el Almirante Edward Vernon y el sucesor del veterano Lord Cathcart, el novato y cauteloso General Wentworth, empantanaba la toma de decisiones. Sin embargo, el vanidoso y politiquero Vernon logró enviar una balandra de correo -léase propaganda- a Londres con la noticia de que la fuerza británica ya se encontraba dentro de la bahía de Cartagena, y desembarcaba casacas rojas en La Quinta para dar el golpe final: la toma del San Felipe de Barajas. 

Cuenta Smollett que mientras tanto, a bordo de su barco, uno de los 186 navíos ingleses fondeados con 32.000 hombres en la bahía, infortunadamente, las cosas iban bien mal. Los mosquitos, el arma secreta de los españoles, ya habían comenzado su despiadado contraataque. Invadieron en nubes los buques ingleses y atacaron sin piedad a los acalorados enfermos, que para refrescarse en la “caló” cartagenera, subían a cubierta en paños menores. 

La epidemia de la fiebre amarilla ya a mediados de abril se había desatado, y era poco lo que los médicos y sus ayudantes -el héroe de la novela Roderick Random era uno de ellos- podían hacer para aliviar a los enfermos. Los capitanes se encerraban en sus cabinas para no dejar entrar el “mal aire” que mataba a sus marineros. En una escena dantesca, cuenta Roderick Random que no les quedaba más remedio que tirar por la borda a los centenares de muertos de cada buque. Los moribundos miraban horrorizados el espumoso espectáculo de mandíbulas en un hervidero de sangre en las oscuras aguas. Los gritos de pánico de los agonizantes en turno en las cubiertas helaban la sangre de los más valientes. Se estima que unos 8.000 marineros y soldados ingleses y norteamericanos terminaron en las fauces de los insaciables tiburones de la bahía de Cartagena.

Con el susto a los tiburones de Cartagena crecimos muchos de mi generación. En las playas del Hotel del Caribe fallecieron varios, incluyendo don José ´Pepe´ Clemens. El Hotel construyó unas mallas que delimitaban el único sitio permitido en todo Bocagrande para bañarse. Para meter susto no había sino que gritar “¡tiburón!” y las playas se desocupaban como por arte de magia. Los más jóvenes y más duchos, sin embargo, no hablábamos de tiburón, que nos parecía un culteranismo: hablábamos de la “¡zarda!”, pronunciada ¡zadda!, como en la terrible y demoledora frase del argot local: “¡Te va a comé la zadda!”.

Ahora falta, para recuperar la bahía, manejar el caudal del Canal del Dique. Cosa que implica restaurar los ecosistemas que, hasta mediados del siglo pasado, lograban decantar, filtrar y salinizar las aguas antes de que salieran a las bahías de Barbacoas y Cartagena.​

Las aguas de la bahía de Cartagena eran bien distintas a las de hoy. Ya no solamente no hay tiburones. Ya quedan pocos peces y menos crustáceos. Hace, quizás, un lustro, en un matrimonio en algún paraje cercano a Bogotá -no muy lejos, por cierto, del cañón por donde pasa el maloliente río del mismo nombre de la capital- se me acercó un señor francés para contarme que en los años 50 había pescado langostas en las aguas cristalinas con Pierre Daguet frente al “buque hundido”, el Mosquera de la Armada Nacional, 200 metros al norte del Club Naval. 

Pero también me dijo que había pasado por allí, recientemente, y no lograba ver ni un palmo de profundidad, debido a la turbidez fluvial que agobia esa zona cuando sopla del sur y el viento arrastra las aguas del Dique hacia la bahía interna. Hasta las muelas de cangrejo azul están desapareciendo de las mesas cartageneras. Tampoco se consiguen ostiones, y pocos caracoles. Por lo menos, de los comibles sin temor a envenenamiento automático.

La pesca en la bahía fue aceptable -es decir, el que tenía hambre, pescaba- hasta los 50 o 60 del siglo pasado. Tomo para ello como indicador la pesca deportiva porque la conozco. Las lanchas repletas de pescado de los bajos cercanos siguieron llegando a sus puertos hasta los 80 y 90. Pero para colmo de males, una flota de palangreros japoneses, dizque “prospectivos”, desde hace varios años extermina con fulminante eficacia toda la pesca mayor a decenas de millas de Cartagena, para enviar uno que otro atún congelado al mercado de Tsukiji, en Tokyo. 

Finalmente, entre la sedimentación, el mercurio, las aguas residuales y tóxicas que le llegan a la bahía de Cartagena de los ríos Bogotá, Cali y Medellín, para no mencionar sino a los más contaminantes, la vida marina de la bahía de Cartagena ha sido reducida a su más mínima expresión. 

Pero no todo es desolación. Por fortuna, Cartagena pudo hace un par de años poner a funcionar su sistema de emisario submarino que descarga 3 kilómetros mar afuera de Punta Canoas unos 4 metros cúbicos por segundo de aguas residuales a 20 metros de profundidad. Ahora falta, para recuperar la bahía, manejar el caudal del Canal del Dique. Cosa que implica restaurar los ecosistemas que, hasta mediados del siglo pasado, lograban decantar, filtrar y salinizar las aguas antes de que salieran a las bahías de Barbacoas y Cartagena. Todo ello es técnica y económicamente factible, y, además, si los planes del Gobierno cuajan, será posible conservar los acueductos y la navegación mayor. 

Pero la situación hoy es desastrosa. Aguas que eran coralinas, cristalinas y ricas, hoy son turbias y pobres. Centenares de hectáreas de praderas submarinas han sido cubiertas por los lodos del Canal del Dique frente al delta de Pasacaballos. Los corales del Bajo del Medio y del Bajo de Santa Cruz, así como los que bordeaban las costas de Ceballos y Mamonal, la parte norte de Castillo Grande, el norte de Barú y la costa de Bocachica y Caño de Loro han sido destruidos por los sedimentos del Dique. ¿Y quién se ha beneficiado? La empresa estrella, Ecopetrol, ¿se responsabilizará de lo que ha hecho?

¿Podrá restaurarse la bahía? La respuesta es positiva. Si se manejan los caudales que entran por Calamar; si la navegación se hace con esclusas; si los acueductos se protegen contra la intrusión de la cuña salina; si se restaura el funcionamiento de las ciénagas del Dique para que decanten, filtren y salinicen, como lo hacían antes de 1952; y, finalmente, si se siembran corales. Solo con estas acciones podrá sobrevivir la bahía de Cartagena, el Estero de Pasacaballos y la bahía de Barbacoas. De paso, se salvaría también el PNN Corales de Barú y del Rosario. 

Quisiera ver en los ojos de mi nieta -y en los ojos de todos los niños- la alegría que produjeron en los míos las aguas coralinas y turquesas y azules de la bahía de Cartagena, llenas de peces, estrellas de mar… ¡y de zardas!

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Última modificación: 23/03/2017 11:59