Omitir los comandos de cinta
Saltar al contenido principal
Inicio de sesión
Universidad EAFIT
Carrera 49 # 7 sur -50 Medellín Antioquia Colombia
Carrera 12 # 96-23, oficina 304 Bogotá Cundinamarca Colombia
(57)(4) 2619500 contacto@eafit.edu.co

El Eafitense / Edición 107 Los secretos del último Jardín del Edén - El Eafitense – Edición 107

EAFITMedios institucionalesEl EafitenseEl Eafitense / Edición 107Los secretos del último Jardín del Edén - El Eafitense – Edición 107

Los secretos del último Jardín del Edén

​​​​​Entre agosto y septiembre de 2014, el Centro de Artes de EAFIT recibió la exposición Color Amazonia, de Susana Mejía Villa. Lo que motivó a la artista a introducirse en esta región fue el descubrimiento de los pigmentos que hacen de esta reserva mundial de la biodiversidad un pulmón colorido al que se debe valorar y preservar.​​​​


​A comienzos del segundo semestre de este año se presentó en EAFIT la exposición Color Amazonia.

Sol Astrid Giraldo E.
Colaboradora

En una fría mañana de septiembre, un grupo de personas atravesaron el campus eafitense y se dirigieron a uno de los costados de la Biblioteca, donde este mes le había crecido un nuevo huésped vegetal a la Universidad. Allí, tomaron una bebida ritual, entrelazaron sus brazos por encima de sus hombros e iniciaron una danza frente al nuevo jardín, que nada tenía que ver con las tradicionales bifloras, anturios o bromelias.​

La fila se desplegó con movimientos acompasados alrededor del vivero, lo atravesó, se devolvió sobre sus pasos y repitió este recorrido una y otra vez. Algunos estudiantes que pasaban hacia la cafetería les dirigieron rápidas miradas y siguieron su camino. Finalmente hubo quien, picado por la curiosidad, se acercó a preguntar de qué se trataba aquello.​​

Pues bien, aquel grupo visitante estaba compuesto por estudiantes y profesores del semillero de Literaturas del Amazonas de la Universidad de Antioquia, convocados por el llamado de la selva que, durante estos días, se infiltró bajo el patio de carboneros. Se dispusieron a recibirla en la ciudad emulando los movimientos de la serpiente, animal sagrado para las tribus amazónicas, en un ritual apropiado para saludar al achiote, al palo brasil, al cudi, al chokonary, al bure, al amacizo, al llorón, al chontaduro, a la cúrcuma, el huitillo y el huito. ​

Todas estas plantas de la Amazonia, durante estos días, se incrustaron en el corazón de la propia jungla urbana. Este saludo respetuoso fue una de las tantas respuestas que suscitó este particular jardín, apostado como avanzada de la exposición Color Amazonia, que en el Centro de Artes de EAFIT terminaba de desplegar su explosivo color​ ​.

Allí, como estandartes de un territorio que para muchos bordea lo fantástico, se desplegaron hojas de papel sobre la pared, descomunales madejas de fique colgadas del techo como pitones y otros tejidos que reptaban por el suelo, impregnados todos de colores ​inverosímiles que nada tenían que ver con el pantone al que está acostumbrado cualquier estudiante de diseño.​​

En otra sala, en un herbario, estas plantas dialogaban en un archivo horizontal, de cajón a cajón, con los colores que producían. Así, de una manera indirecta, sutil, pero contundente, hablaban de los tesoros que están a punto de perderse. Y como el director de teatro que luego de montar la obra se desliza tras bambalinas, un largo trabajo presidía desde la ausencia.​

Durante ocho años, Susana Mejía Villa, con la paciencia de un taxonomista, la recursividad de un explorador y el respeto de un antropólogo se entregó, junto a un grupo de profesionales de todas estas ramas, a la tarea de rescatar un intangible: la paleta de colores inédita que esconde la selva amazónica, explorando, primero, los conocimientos ancestrales de las comunidades y, luego, la misma selva. El resultado ha sido esta colección de 11 plantas que tienen la capacidad de producir tonalidades que se apartan de las clásicas cartas de color occidentales, de sus círculos cromáticos, de sus leyes de armonía.

Durante ocho años, Susana Mejía Villa, con la paciencia de un taxonomista, la recursividad de un explorador y el respeto de un antropólogo se entregó, junto a un grupo de profesionales de todas estas ramas, a la tarea de rescatar un intangible: la paleta de colores inédita que esconde la selva amazónica.​​

También de su simbolismo, pues se interrumpe aquí la cadena aceptada de asociaciones: el blanco con la pureza, el negro con el mal, el púrpura de los reyes, el rojo infernal. Quizás el negro tenga que ver con la protección cósmica, quizás el rojo con la vida más que con la muerte. Quizás cada color hilvane una historia que puede unir la esencia de las plantas, el poder de las aves y los peces, y la potencia de la vida de maneras inimaginables para la cultura racional y sus categorías fijas. 

Tomando un extremo del hilo que conduce este recorrido se encuentra que partió de una larga tradición familiar de tejidos. “En mi familia siempre había alguien haciendo punto de cadeneta”, recuerda la artista plástica Susana Mejía, líder de esta expedición y parte de un clan de mujeres de manos laboriosas. Pintora cansada de un trabajo solitario, estético, pero quizás estéril que no la conectaba con el mundo, decidió realizar un taller de tejido con las reclusas de la cárcel del Buen Pastor. 

Sin embargo, esta gratificante experiencia ​se canceló abruptamente, por motivos ajenos a su voluntad y, de repente, se encontró con kilos de hilo crudo en su taller: “Entonces, dije: lo que voy a hacer es buscar tintes orgánicos, porque quiero entrar al mundo del color y ahí es cuando me fui para el Amazonas”. Pero este viaje, contrario al de los naturalistas europeos del siglo XIX, o al de los investigadores a sueldo de las farmacéuticas contemporáneas, no se limitó a la recolección mercenaria de muestras.​​

Susana, acompasada con el sonido de la vegetación al crecer, fue tejiendo un rizoma con los saberes huitotos y tikunas, sus técnicas, sus tradiciones, sus leyendas y su concepción del universo: “Fue un aprendizaje, incluso, para ellos. Porque en el camino nos encontramos con otras comunidades que conocían especies que ellos no tenían, por ejemplo”​.

Susana, acompasada con el sonido de la vegetación al crecer, fue tejiendo un rizoma con los saberes huitotos y tikunas, sus técnicas, sus tradiciones, sus leyendas y su concepción del universo.​

El primer paso fue sembrar el jardín, porque este no existía como tal. Todas estas plantas están diseminadas por el territorio amazónico y hubo que ubicarlas, reunirlas y reproducirlas. Solo gracias a la búsqueda, liderada por Mejía, están hoy juntas por primera vez en su sede de Leticia. Pero no bastaba con tenerlas allí creciendo cada día, una junto a la otra, con su misterio y su inmenso potencial interno. Siguiendo las directrices de las expediciones científicas, su grupo ha investigado la taxonomía de las plantas, su distribución geográfica, sus usos, pero también se han recogido sus nombres populares, los que las entroncan con los usos locales y el saber tradicional.

Así, por ejemplo, del bejuco rastrero o trepador que es el cudi, se explica que pertenece a la familia de las Bignoniaceae y al orden Lamiales, pero a continuación se cuenta que la llaman también “hojita de teñir” o “bejuco de hierro”. De esta manera, se registran dos concepciones de la naturaleza que atraviesan la misma planta y que permiten entenderla desde distintas perspectivas. Las plantas, además, han sido catalogadas en herbarios, los que fuera de su función en una investigación científica se convierten, gracias a su sofisticada elaboración, en objetos estéticos. Para este proceso, ha recurrido una vez más a la tradición familiar, a la habilidad de su madre: “es que ella borda como las diosas”, explica. Y es este bordado el que ha sujetado estas muestras a su soporte de papel de arroz.​

También, haciéndole eco a un axioma de la Expedición Botánica del siglo XVIII, estos nuevos expedicionarios han entendido que “dibujar una planta es aprender a verla”. Mejía, junto a Ángela Restrepo, no las han dibujado propiamente, sino que las han grabado en 11 monotipos, donde, a partir de la impresión por contacto de cada planta, se muestra su estructura formal. Así, logran un producto que no es imagen, pero tampoco es realidad, sino una huella viva. 

Pero la única manera de preservar todos estos saberes era revivir su proceso productivo. Hoy, por ejemplo, algunas de estas comunidades extraen estos colores rituales para sus pinturas corporales y los ponen en contacto con su entorno y con la vida, ya no de plantas ancestrales como la bija o el huito, sino de labiales, lápiz de cejas o pigmentos industriales. Al principio, retomar estos procesos tradicionales fue muy difícil, “porque ellos no manejaban las cantidades” y Susana quería teñir unas piezas escultóricas de gran tamaño. Por dos años se dedicaron al proceso de creación del primer jardín en Leticia. Y ahora se empiezan a ver los frutos: “En la actualidad estamos trabajando con un taller de 15 personas, pertenecientes a una misma familia de huitotos. Estamos en capacidad de teñir, en siete días, alrededor de 200 kilos de cualquier material”.​

A pesar de la capacidad para generar productos tan sofisticados como las planchas de colores, los herbarios bordados, los elegantes monotipos o las fluidas esculturas gigantes, el color sustraído de las entrañas del Amazonas macerando hojas y raíces o rallando cortezas y semillas, no es un objeto en sí. Es un proceso que lleva, implícitas, las acciones de viajar, explorar, reunirse, esperar, conversar, indagar, recordar, sembrar, calentar, revolver, sumergir, teñir, pintar, trazar, grabar, filmar, tejer. Un proceso que nunca termina y siempre vuelve a empezar, y donde los soportes son solo un momento efímero de la cadena de una alquimia infinita.

“Nosotros queremos, a través de la belleza, llevar al espectador a recordar que el Amazonas existe y que lo tenemos que cuidar”: Susana Mejía.​​

El color, quizás, pueda ser atrapado por momentos, semanas o años sobre la superficie de un tejido, una trama, un hilo, un papel, pero este no es su fin. En 2010, en una bodega del barrio Antioquia (Medellín), donde la artista atesoraba 200 kilos de fique teñido, el fuego consumió, en apenas unos segundos, el trabajo realizado durante años. Sin embargo, Mejía consideró esta pérdida una epifanía. “Fue como si me dijeran: ‘despierte”. Entendió, entonces, que los soportes, por bellos que fueran, no eran la obra. La obra era la investigación, la memoria y el jardín: esa fábrica de colores que ha traído del Amazonas. Y que ahora quisiera diseminar por varios lugares de Colombia. Ha logrado reproducir su jardín en Leticia, en Medellín, en Bolombolo (corregimiento de Venecia -Antioquia-). Y quisiera llevarlo como memorias de la selva a muchos lugares más.​

​Frente a las quejas directas y apocalípticas (aunque no por esto menos ciertas) sobre la devastación de uno de los ecosistemas más extensos y vitales del mundo, la propuesta de Mejía apela a la belleza como arma de seducción, al delicado colorido de la estética para abrir las pupilas ciegas a los colores secretos de lo que podría ser el último jardín del Edén. En sus propias palabras: “Nosotros queremos, a través de la belleza, llevar al espectador a recordar que el Amazonas existe y que lo tenemos que cuidar”. En EAFIT se tuvo la oportunidad invaluable de conocerlo, apreciarlo y llevarse un pedacito en el alma, como les sucedió a los visitantes de este importante laboratorio del color del cosmos que pertenece a Colombia, que es un orgullo, una ganancia, pero, también, una infinita responsabilidad. 

Última modificación: 27/02/2017 23:18