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El Eafitense / Edición 108 El segundo aniversario del Quijote: el Quijote de 1615 - El Eafitense – Edición 108

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El segundo aniversario del Quijote: el Quijote de 1615

​​​​​​​Hace 400 años se publicó la segunda parte de la considerada por muchos como la más grande obra literaria de la lengua española. Este es un recuento de lo que significó la aparición de este texto. 


José Manuel Martín Morán
Colaborador

Hace 400 años se publicaba en Madrid la segunda parte del Quijote. Por entonces, se encaminaba don Miguel por la alameda del ocaso -medio año escaso le quedaba de vida-, acompañado, eso sí, por el extraordinario éxito del Quijote, de 1605, lo que debió de compensarlo de las muchas decepciones vividas en los 30 años anteriores. Su heroica carrera militar no le había granjeado más que disgustos, papeleos y desprecios, amén de una herida en el pecho, una mano estropea​da y cinco años de cautiverio en Argel. 

Cada vez que solicitaba un cargo en pago de sus muchos servicios de guerra, recibía la misma respuesta evasiva, como aquel «busque por acá en qué se le haga merced», cuando solicitó un puesto en América.

Cada vez que solicitaba un cargo en pago de sus muchos servicios de guerra, recibía la​​ misma respuesta evasiva, como aquel «busque por acá en qué se le haga merced», cuando solicitó un puesto en América. En su lugar, viajó su libro y en grandes cantidades; casi toda la primera edición de Juan de la Cuesta (Madrid, 1605) pasó a los territorios de ultramar. Se agotó tan pronto que Francisco de Robles, el librero a cuyo cargo esta​ba la impresión y venta, tuvo que preparar una nueva tirada a tiempo de récord para satisfacer la demanda y, a la vez, contrastar la difusión de las tres piratas de Valencia (1) y Lisboa (2). Luego vendrían aún, en vida de Cervantes, las dos, legales, de Bruselas (1607 y 1611), otra más de Madrid (1608) y la de Milán (1610). La difusión tuvo que ser más que satisfactoria para el «Manco de Lepanto», si en 1615 pone en boca de don Quijote estas ufanas palabras: -Por mis valerosas, muchas y cristianas hazañas he merecido andar ya en estampa en casi todas o las más naciones del mundo. Treinta mil volúmenes se han impreso de mi historia, y lleva camino de imprimirse treinta mil veces de millares, si el cielo no lo remedia (II,16)​​.​

Tal vez deberíamos reducir a la mitad el cálculo de volúmenes impresos de Don Quijote, por ser él parte interesada en el asunto y porque las tiradas de la época raramente superaban los 1.500 ejemplares. El autobombo del caballero le lleva a exagerar el número de libros, como ya lo hacía al decir que su historia se había publicado «en casi todas o ​las más naciones del mundo»; déjenme que le enmiende la plana: por entonces, el libro de 1605 había sido traducido al inglés (1612) y al francés (1614) y punto, aunque estaban por llegar la traducción al alemán (1621) y al italiano (1622). 

En compensación, puede que el orate de la Mancha se quedara corto en sus previsiones: esos treinta millones de ejemplares que él imagina se me hacen, incluso, pocos, teniendo en cuenta que el suyo es el libro más traducido, después de la Biblia, y sin duda uno de los más vendidos de la historia; para muestra, un botón: en 2005 figuró durante semanas en las listas de los más vendidos en varios países de habla española. ​​


Cada vez que solicitaba un cargo en pago de sus muchos servicios de guerra, recibía la misma respuesta evasiva, como aquel «busque por acá en qué se le haga merced», cuando solicitó un puesto en América.​​

​En fin, la amplia difusión de la primera parte del Quijote y la fama que esto le había acarreado debió de compensar las ansias y las desilusiones de toda una vida de un Cervantes pobre y viejo. ¡Con cuánto pl​acer habrá leído la anécdota que recuerda el censor del Quijote de 1615! Dice el licenciado Márquez Torres que, habiendo acompañado una tarde a su señor, el ​​​cardenal arzobispo de Toledo Bernardo de Sandoval y Rojas, al palacio del embajador francés, unos caballeros del séquito galo le pidieron noticias de Cervantes, encareciendo la estimación en que, así en Francia como en los reinos sus confinantes, se tenían sus obras: ​​ ​Halléme obligado a decir que era viejo, soldado, hidalgo y pobre, a que uno respondió estas formales palabras: «Pues, ¿a tal hombre no le tiene España muy rico y sustentado del erario público?» Acudió otro de aquellos caballeros con este pensamiento y con mucha agudeza, y dijo: «Si necesidad le ha de obligar a escribir, plega a Dios que nunca tenga abundancia, para que con sus obras, siendo él pobre, haga rico a todo el mundo» (II, “Aprobación de Márquez Torres”).

A saber si Cervantes habrá compartido la visión pre-malthusiana de la literatura del agudo celta… ​​

Ese don Quijote preocupado por la cantidad de libros publicados y de países en los que se le conoce no parece muy afín al caballero loco de 1605, jactancioso y soberbio, también él en algunos momentos, ¿qué duda cabe?, pero en absoluto consciente de ser un personaje de libro.​
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Su preocupación principal era cumplir las hazañas necesarias para tener su propio cronista, como todo buen caballero andante que se respete, lo que, de paso, le llevaba a anticipar los tiempos y entablar un diálogo con él para encomendarle a su fiel Rocinante. De ahí a la autoconsciencia de ser un personaje no hay más que un paso; pero… todavía lo hay. ​

EAFIT adquirió edición antigua del Quijote​

La edición del Quijote que adquirió la Biblioteca Luis Echavarría Villegas de EAFIT y que reposa en la Sala de Patrimonio Documental fue publicada en 1780 por la Real Academia Española e ilustrada por don Joaquín Ibarra, impresor de Cámara de su Majestad. El editor creó tipos nuevos para esta edición y la tinta empleada se debió a una fórmula propia del ilustrador.

​​Esta obra era propiedad del historiador Roberto Luis Jaramillo quien, a su vez, la había adquirido en España. La edición está encuadernada en piel de la época, en cuatro tomos y se resaltan las ilustraciones de una gran belleza y detalle. Dentro de los grabados se destaca un mapa donde se señala la ruta por donde anduvo el Quijote, un retrato de Cervantes e imágenes que hacen alusión a la historia.​​

En 1615, ese paso parece haber sido dado: en los capítulos iniciales, Sansón Carrasco, estudiante de Salamanca, comunica a don Quijote que ya circula por el mundo, con gran éxito, el libro que cuenta sus aventuras. Lo que podría ser no más que un comentario sobre las novedades literarias del momento se transforma en un revulsivo para el carácter del caballero. A partir de entonces, su afán será doble: defender a los desamparados y ser reconocido como el protagonista de la exitosa crónica de Cide Hamete Benengeli. ​

En 1615 Cervantes entabla una relación especial con sus personajes. La vieja inquina iró- nica de 1605 ha dejado paso a un progresivo enamoramiento que le lleva a cumplirles todos sus sueños: don Quijote será protagonista de un libro de caballerías y Sancho Panza recibirá la prometida ínsula, donde, por cierto, gobernará como un salomón. Les hará conocer todos los límites: los llevará hasta los extremos de la geografía peninsular en Barcelona, donde conocerán el mar; los bajará a las entrañas de la tierra, en la cueva de Montesinos; los subirá a los cielos, a lomos de Clavileño; los someterá a una aventura acuática y ecuatorial, y a un combate con el mismo diablo, así sea el de una compañía de comediantes. ​

Fácil hubiera sido para Cervantes repetir la fórmula de 1605: un tipo loco, aparejado con armas antiguas, que yerra por la Mancha​​ confundiendo realidad e imaginación, viendo castillos donde hay ventas, gigantes en vez de molinos, ejércitos en lugar de rebaños, princesas en vez de mozas de mesón, etcétera. Pero no. El alcalaíno opta por alterar los equilibrios del primer libro, con aquella hermosa pareja de deficientes de inteligencia, o por el lado de la locura o por el de la simplicidad, para afrontar el reto de su transformación en personajes cuerdos o casi cuerdos -la etiqueta no cesa de quedarles amplia a don Quijote y a Sancho- y pasearlos por un mundo donde todos, o casi todos, los demás los reconocen, pues todos, o casi todos, han leído la primera parte.​

De modo que, por un lado, se tiene a un personaje que sabe que habita las páginas de un libro y, por el otro, a los demás que lo han leído y lo confiesan desde dentro del propio libro. A mediados del siglo pasado, en un ​cuento-ensayo inquietante, Borges se asomó a ese abismo con el miedo a encontrarse a sí mismo a la vuelta de la página. ​

En la última parte de la continuación de 1615, en los últimos 15 capítulos, el enamoramiento del autor por sus personajes llega a su grado máximo, cuando los utiliza para rebatir al apócrifo Avellaneda con sus propias armas. Un paso atrás: en 1614 había aparecido en Tarragona un Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha p​​or obra de un tal Alonso Fernández de Avellaneda, un pseudónimo que encubría a un autor hasta hoy desconocido. 

A Cervantes no le gustó nada que le secuestraran a sus personajes y tanto menos le gustaron los insultos que el pusilánime plagiario le dirigía en el prólogo, con anonimato y alevosía. La venganza no se hizo esperar: ya desde el título Cervantes desmiente a Avellaneda con un ascenso de don Quijote de «hidalgo» a «caballero» (Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha). Don Quijote también se rebela al apócrifo, cuando renuncia a ir a Zaragoza, adonde este le había llevado, solo por sacarle mentiroso, pero la verdadera respuesta de Cervantes llega en el capítulo 72, cuando responde al secuestro de don Quijote por el falsario con otro secuestro: don Álvaro Tarfe, el deuteragonista de la novela de Avellaneda, entra en la de Cervantes para proclamar a los cuatro vientos, y ante notario, que el verdadero don Quijote es el que tiene ante sí. ​​

Mejor respuesta no se le hubiera podido dar al usurpador de derechos de propiedad. Cervantes ha conseguido que la autoconsciencia de don Quijote se convierta en estrategia de defensa de sus derechos de autor​.

Como se ve, a don Quijote el saberse de papel no le merma un ápice de realidad, como en cambio le sucederá 300 años más tarde a Augusto, el protagonista de Niebla. Más bien, al contrario, lo enraíza aún más en el mundo. Para él, la existencia de la crónica de sus hazañas es la prueba concluyente de su ser caballero andante y, por tanto, de su existencia. Cuando Pirandello y Unamuno, en los albores del siglo XX, vuelvan a jugar con el vértigo de la autoconsciencia de los personajes, a muchos les parecerá que están sentando las bases de una nueva metafísica del ser. En realidad, como se ve, ese mismo juego con la identidad ​​​ya lo había hecho Cervantes tres siglos antes, con mayor ligereza y profundidad, sin que nadie lanzara las campanas al vuelo. ​​

Ya desde el título Cervantes desmiente a Avellaneda con un ascenso de don Quijote de «hidalgo» a «caballero» (Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha).​

En 1780, tras más de siete años de preparativos, veía la luz la edición del Quijote de la Real Academia Española, en cuatro tomos, en cuarto mayor. El objetivo era, como el del famoso lema de la institución, limpiar, fijar y dar esplendor a una obra maltratada por los tiempos, con un texto corrupto en ​muchas partes, acompañado a veces de ilustraciones que reflejaban más los usos de los lectores que no los de los tiempos de Cervantes. 

En la edición de Tonson (Londres, 1738), por ejemplo, costeada por lord Carteret, ministro whig (conservador) de la reina, don Quijote aparecía retratado con el atuendo de los opositores políticos del mecenas. A la​​ Academia todo esto le parecía insoportable, de ahí su empeño en restituir a la nación española uno de sus monumentos, mediante la rigurosa reconstrucción del texto y el contexto de la obra. ​

Fiel a esos principios, el académico Vicente de los Ríos escribió una nueva biografía de Cervantes, tras haber consultado documentos históricos hasta entonces inéditos, y un aná- lisis de la obra que aún hoy sigue siendo vá- lido. Tomás López, geógrafo del rey, preparó un aparato de mapas, con los itinerarios de las tres salidas de don Quijote y un plan cronoló- gico de la trama, muy útiles para comprender su lógica interna. ​​

El texto fue cuidadosamente revisado, tomando como base las ediciones de Juan de la Cuesta (Madrid) de 1605 y 1608, para resolver los muchos errores de lección acumulados en las ediciones anteriores. Conscientes de la transcendencia nacional e histórica de su labor, los académicos no escatimaron gastos, encargaron la fabricación de un papel especial, la fundición de nuevos tipos y eligieron la imprenta de mayor prestigio del reino, la de Joaquín Ibarra. ​​

Además, pidieron a los mejores dibujantes del país la ilustración del texto, según las directrices de una comisión ad hoc que estableció no solo los episodios que se habían de iluminar, sino también cómo se había de hacer, con la distribución de las figuras en la imagen, en qué actitud y con qué vestidos, tras un minucioso estudio de las costumbres y la moda en cuadros y documentos de la época. El resultado de todos estos esfuerzos intelectuales y materiales fue una edición que ha hecho historia tanto en el mundo de la edición de libros, como en el del cervantismo. ​

Última modificación: 27/02/2017 13:05