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El Eafitense / Edición 109 Gonzalo Arango, diario epistolar de un enamorado El Eafitense - Edición 109

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Gonzalo Arango, diario epistolar de un enamorado

​​​El Fondo Editorial Universidad EAFIT presentó este 2015 una de sus principales novedades, Cartas a Julieta, del escritor oriundo del municipio de Andes (Antioquia). Fueron epístolas que Gonzalo envió a Julieta González Ospina.​


Te pido, como un favor muy encarecido, que no destruyas mis cartas. Ellas serán un testimonio permanente de mi amor hacia ti. Carta a Magdalena Arias, su madre [1964 aprox.], Oleajes de la sangre. 

Felipe Restrepo David
Estudiante del doctorado en Humanidades de EAFIT y editor del Fondo Editorial 

Hay un poema de Emily Dickinson que, como pocos, en su brevedad y evocación, atrapa esa alegría de recibir una carta. Ella cuenta que primero cierra la puerta, así regresa a su soledad, su estar con ella misma, y para asegurarse de su verdade- Gonzalo Arango, diario epistolar de un enamorado ra presencia, para demorarse en ese júbilo silencioso, la toca con los dedos, la acaricia en suave susurro para despertarla de su sueño. Y en ese distante lugar del mundo de los otros, pero dentro del suyo propio, extrae su “pequeña carta”, abierta como un sol. Y el viaje hacia adentro, una vez más, inicia. Algunos testimonios de los que recibieron las cartas de Emily dicen que ella las acompañaba con florecitas de su invernadero: una carta, una mujer y una flor. No hay más bella imagen del amor dulce y limpio. 

Esa soledad y alegría del que lee la carta recibida es un regalo que aún supone la entrega sincera del otro. La dádiva del amor y de la amistad. Hoy no se diría la espera al lado del buzón (ese animal callejero y paciente, ya extinto), sino frente a la bandeja de entrada. Es cierto, al cambiar los formatos cambian los hábitos, pero cómo no sentir la misma esencia, en papel o en pantalla: un pedacito del otro que llega para recordar que el mundo no está tan mal. 

Vermeer tiene un cuadro que vale por siglos: se trata de una mujer en su cuarto, como el poema de Emily, con nada más que su intimidad, en el puro diálogo de otro que se le hace presencia, cuerpo, en esas páginas. Solo ella oye la voz, porque ninguna escritura ha nacido tan privada como la epistolar. ¿Es su madre, su esposo, su hermano, un desconocido? Nada la turba, solo la acompaña la brisa que mueve las cortinas y que enfatiza que todo cuanto sucede allí está vedado, solo a ella le pertenece. 

Entre otros asuntos, por eso afirma Mercedes Arriaga Flórez, una investigadora del género epistolar, que la Italia de los siglos XV y XVI perteneció a lo femenino: ocurrió que no solo eran las mujeres las mayores escritoras de cartas, sino las que con más calidad las escribían, en el sentido literario. Si se mira bien, y sin entrar en discusiones de género, es una escritura que pide tanta entrega de uno para con el otro que podría pensarse que se trata de una forma expresiva de poderosos matices femeninos. 

En todo caso, de allí que resulte tan extraño leer un epistolario ajeno. Primero, uno se siente un intruso, un invasor, es como entrar a un recinto sin tocar. Segundo, es como si se llegara tarde a una fiesta: allí se está viviendo una vida que hace mucho empezó. Tercero, necesita uno de cierta paciencia, y a veces perspicacia, para comprender, aunque no en su totalidad, los códigos de esos dos que conversan entre sí, o que, al menos, se escuchan con respeto, atención o devoción. Y, cuarto, rara vez se cuenta en una edición con el epistolario completo, es decir, con la ida y la vuelta, casi siempre llega un solo lado. Así, quedan dos opciones: o se imaginan las respuestas de uno de los dos, reuniendo las pistas como recogiendo migajas, o se sumerge en el juego ficcional de sentirse el otro. Se conocen las cartas de Kafka, pero ¿qué pensaban, qué sentían, Felice, Milena? 

Y más cuando se trata de un epistolario de amor, que si bien son algunas de las cartas que más abundan, editorialmente, así mismo, requieren de un lector especial: por más justificación literaria, histórica o sociológica que uno descubra o necesite (tratándose de un autor o personaje al que se le siga pista), no se podrá entrar enteramente en estas si alguna vez en la vida no se ha sentido, eso que llaman amor: si no se ha gemido, reído o llorado, por la ausencia o presencia de alguien. Si no se ha usado esa parte exacta del cuerpo en que el amor germina. 

Sé que esto suena a perogrullada: las de amor son cartas tan íntimas que no hay cómo leerlas desde una actitud impersonal. Estas exigen, por donde se les mire, un compromiso, una posición más cercana. Por más resistencia que se ponga a su lectura, estas requieren que, de vez en cuando, la razón renuncie a sus herramientas, tan útiles como soberbias, pues su entendimiento pide a gritos la emoción, la complicidad, la sonrisa pícara o compasiva. 

Las de Gonzalo Arango a su Julieta son cartas de amor. Es 1950, él tiene 19 años, acaba de llegar de Andes (Antioquia) y está terminando el bachillerato. Ella está en Andes con su familia, viviendo su propia vida, de la que meses más tarde Gonzalo ni hará parte.

​Pues bien, las de Gonzalo Arango a su Julieta son cartas de amor. Es 1950, él tiene 19 años, acaba de llegar de Andes (Antioquia) y está terminando el bachillerato. Ella está en Andes con su familia, viviendo su propia vida, de la que meses más tarde Gonzalo ni hará parte. Con los años, Julieta González terminará casada, radicada en los Estados Unidos, y Gonzalo liderará un movimiento literario y cultural que harta (y muy sana y necesaria) incomodidad causará en su momento. Una vez más, solo se cuenta con las cartas de Gonzalo. Las de ella no se conservan. 

Él apenas sí deja respirar: dedica canciones, pide besos, implora abrazos, relata sus lecturas, detalla sus angustias existenciales que comienzan a aflorar entre las lecturas de Nietzsche y Kierkegaard, pide más besos, promete éxitos y triunfos para ella, dedica más canciones en programas radiales, se compara a sí mismo con Garcín, personaje de Rubén Darío, pide más besos, besos que no llegan nunca, reclama por la lentitud de sus respuestas, sufre por cartas que nunca llegan, la regaña pero le pide perdón a la siguiente línea, le da consejos para la vida, le pide que estudie como él, o más que él, se lamenta porque esos consejos no surten efecto, la compara con Dios, la pone al lado de Dios, le ruega como a Dios… Bueno, quien lo haya vivido, lo entenderá. 

Dice Pedro Salinas, en el ensayo Defensa de la carta misiva y de la correspondencia epistolar, que aquel perdido oficio de escribir cartas a mano tenía como fin personalizarla, representar al que la escribía, dándole algo así como un rostro, en el que las facciones eran transportadas, traspasadas, a los rasgos caligráficos. 

No soy grafólogo, ni pretendo serlo, pero me gusta pensar, e imaginar, con toda la seriedad del caso, que la caligrafía de Gonzalo a sus 19 años, más que dibujar su rostro, muestra su cuerpo en el puro movimiento, no solo del amor ansioso e infatigable, sino de la transformación espiritual e intelectual que comenzaba a operarse con la intensidad del que siente que debe liberarse de algo. 

Su palabra ni toca la línea. Gonzalo escribe casi en la mitad del renglón. Ansía el vuelo pero, sobre todo, alejarse, negar cualquier atadura. Al fin y al cabo, con los años, ni terminará la universidad: su lucha es tan genuina que, incluso, con él mismo se enfrentará. Desecha esa línea porque ella demarca una dirección: él quiere escoger, encontrar la suya propia. No sabe muy bien adónde ir, pero no duda en lanzarse al camino. 

Tampoco hay tachaduras en sus cartas (o muy pocas) porque su fluir es afirmación total de la espontaneidad. No desconfía de sí mismo: si hay errores de ortografía, o de caligrafía, u omisiones del pensamiento, los deja tal cual porque no hay mejores testigos del propio sentir que las imperfecciones: allí se está más entero que en lo que largamente se planea. Sus cartas no son pasadas a “limpio”: de suciedad también está hecha su pasión, su amor por Julieta.  

​Este epistolario​ de Gonzalo desnuda un momento invaluable de su vida: ese que era antes de llegar a ser el que sería. ¿Qué lugares se transitan antes de dar con los instantes definitivos de la vida? ¿Qué se siente, qué se piensa, en qué se vacila y a qué se le teme? 

Este epistolario de Gonzalo desnuda un momento invaluable de su vida: ese que era antes de llegar a ser el que sería. ¿Qué lugares se transitan antes de dar con los instantes definitivos de la vida? ¿Qué se siente, qué se piensa, en qué se vacila y a qué se le teme? bien, aquí está este joven, quien, por cierto, se convertiría en uno de los más importantes epistológrafos del país.

Sus cartas son tan generosas y abundantes como las de Rufino José Cuervo, tan intensas y conmovedoras como las de José Asunción Silva y Emma Reyes, tan inquietas e incendiarias como las de Andrés Caicedo, tan honestas y desgarradoras como las de Porfirio Barba Jacob y Luis Caballero en sus autoexilios, al mismo tiempo tan serenas, graciosas y reflexivas como las de Fernando González, y tan minuciosas y detalladas como las de Rafael Pombo y Tomás Carrasquilla. 

Las cartas de Gonzalo Arango, más que indispensables para comprender mejor su obra y su figura, representan un momento riquísimo (en cuanto a la memoria de la humanidad de un hombre) en la literatura colombiana. 

Sus cartas a Julieta son un delicioso epistolario, pero también tienen un aire de diario. Es decir, Gonzalo cuenta con un elemento esencial, la distancia geográfica, física, y en su deseo se entrega a la escritura cotidiana, imperiosa, incesante.

Aunque hay algo más: sus cartas a Julieta son un delicioso epistolario, pero también tienen un aire de diario. Es decir, Gonzalo cuenta con un elemento esencial, la distancia geográfica, física, y, en su deseo, se entrega a la escritura cotidiana, imperiosa, incesante. Quiere dialogar con su amada, pero es inevitable que le dé rienda suelta a su soliloquio, a su girar desesperado sobre sí mismo. Por eso, Julieta, su amada, a veces juega el papel de auditorio. 

Su pensamiento, su sentir, suele acercarse tanto a ese límite en el que todo se desborda que uno siente, más bien, estar frente a una escritura que es sucesión de las horas, palabra acelerada y perseguida por ella misma. Al fin y al cabo escribía muchas de sus cartas al final del día, solitario en la noche. Si pudiera existir esa mezcla, diría entonces que se trata del diario epistolar de un enamorado. Ni más ni menos. Un enamorado que alguna fueron todos, o que vivió todo aquello que una vez se quiso, y que, además, se atrevió a decirlo, y que por obra y gracia de la literatura está allí para acompañar cuando se le necesite.
Última modificación: 27/02/2017 12:35