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El Eafitense / Edición 109 Todos los caminos conducen al acuerdo El eafitense - Edición 109

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Todos los caminos conducen al acuerdo

​​​El Gobierno de Colombia y la guerrilla de las Farc ultiman en La Habana (Cuba) los detalles definitivos antes de la firma de un acuerdo de paz. Jorge Giraldo Ramírez, decano de la Escuela de Humanidades de EAFIT e integrante de la Comisión Histórica del Conflicto, plasma su pensamiento sobre lo que se define en los próximos meses luego de más de 50 años de violencia en el país.


Jorge Giraldo Ramírez
Decano de la Escuela de Humanidades de EAFIT

El 26 de agosto de 2012 se firmó en La Habana (Cuba) el Acuerdo General para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera entre el Gobierno de la República de Colombia y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia- Ejército del Pueblo (Farc-Ep). Cuarenta meses mal contados a noviembre de 2015. Casi cuatro años si se suma la etapa secreta de conversaciones que dio origen a los diálogos. 

El acuerdo fue recibido con escepticismo por la mayor parte de los colombianos, según las encuestas de opinión y ese ánimo permanece con pequeñas variaciones desde entonces hasta hoy. Tal escepticismo es razonable. Entre 1984 y 2015 han tenido lugar cuatro episodios de negociación entre el Gobierno y ese grupo guerrillero –tres de estos fracasados más el que está en curso– que se han extendido (contando completo 2015) 134 meses, es decir, más de 11 años. En el mismo periodo, Colombia presenció 17 episodios de negociación (sin contar el actual), de los que cinco fracasaron y tres fueron con las Farc. En suma, tienen pocos fundamentos las peticiones de entusiasmo que se le hacen a la gente. 

Existe otra fuente que alimenta este escepticismo. La comodidad. Es muy cómodo vivir en las grandes ciudades colombianas, en el Eje Cafetero o las capitales de la Costa Caribe, mientras las personas que habitan en las regiones periféricas del suroccidente, Catatumbo, Arauca y Antioquia siguen padeciendo los rigores de explosiones, hostilidades y terror de las guerrillas y las bandas criminales. También está la comodidad que produce una vida sin sobresaltos. Si no se está tan mal así, ¿para qué meterse en procesos que alteran la normalidad? 

La palabra comodidad, sin embargo, oculta los problemas morales que entraña esta posición. Primero, la falta de sentido de solidaridad con otros seres humanos, compatriotas que viven la zozobra de la guerra. Segundo, la carencia de cualquier sentido de justicia intergeneracional. Esto es, cuál región y cuál país se les dejará a las próximas generaciones de colombianos, a los hijos y a los nietos. Planteado así, el problema es mayúsculo. Cada colombiano debería sentirse obligado a reflexionar sobre el momento que vive la nación antes de dar respuestas automáticas, guiadas por la inercia o la incomprensión.

Un imperativo 

Por esto, tienen sentido las palabras que pronunciara Humberto de la Calle, jefe de la comisión negociadora del Gobierno, en una de sus primeras intervenciones, una vez iniciado el proceso: la paz es un imperativo ético. 

¿Qué significado e implicaciones tienen estas palabras tan graves? En verdad, no se trata de la exégesis que pueda hacerse del artículo 22 de la Constitución que, según la profesora Julieta Lemaitre en el texto La paz en cuestión, se aprobó por puro afán retórico en la Asamblea Nacional Constituyente, en contra de la posición del Gobierno expresada por el propio De la Calle. Tampoco de lo que Antanas Mockus llama el “pacifismo ingenuo”. No es apegarse a la suerte de una negociación política o de una bandera bienintencionada sin consideración de las condiciones en que se presenta, del peso estratégico de las partes o de las implicaciones de los acuerdos para el orden social y constitucional del país. 

Se entiende que este imperativo ético se configura dada la situación del país y de su gente. La guerra ya tuvo su desenlace estratégico a favor del Estado, la guerrilla entendió que los medios democráticos –vista la experiencia reciente en Latinoamérica– son​ más eficaces que los militares, la mayor parte de la sociedad, aunque tarde, se conmovió con los saldos crueles de la violencia. Además, las Farc aceptaron un modelo de negociación con objetivos claros, agenda limitada y condiciones que corregían grandes defectos de los procesos anteriores. 

Dicho de otro modo, siendo probable y viable una negociación con la insurgencia, se torna moralmente obligatorio intentar llevarla a cabo, en lugar de persistir únicamente en las vías militares. 

Casi tres años después de aquellas palabras del jefe negociador del Gobierno, se ha visto que el planteamiento oficial iba bien encaminado. La evaluación de la fase secreta del proceso mostró que las Farc tenían voluntad de culminar un acuerdo que terminaría con su desarme. Ciertamente, siendo tantas la desconfianza y la incertidumbre del proceso, durante el periodo 2012-2015 se han presentado señales ambiguas de parte de la guerrilla que desalentaron a la opinión pública, pero desde el 12 de julio del 2015 se ha venido consolidando un cese al fuego unilateral que insinúa, para fines de año, uno bilateral que podría mutar en definitivo a partir del 23 de marzo de 2016. El esquema de negociación​ cambió radicalmente a mediados de 2015, pero los avances, las declaraciones de las partes y el acompañamiento internacional dan muestras de que, no sin percances, se está en la recta final de la negociación. 

También hay que decir que las señales que han recibido las Farc del Estado colombiano tampoco ayudan mucho al proceso. A estas alturas ya puede decirse que el Gobierno fracasó en desarrollar una pedagogía de la paz, harto necesaria. El Fiscal General edificó una agenda propia, más personal que institucional, y desbordó sus competencias entorpeciendo una tarea que la Constitución le asigna exclusivamente al Presidente de la República. El Procurador General no se quedó atrás. Si se culmina con éxito la negociación, quedará demostrado que las condiciones estaban tan maduras que pudieron sobreponerse a estos obstáculos. En el pasado, problemas menores que estos dieron al traste con otros intentos de diálogo. 

Cerrar los ciclos de violencia 

Aunque el acuerdo para terminar el conflicto con las Farc deja por fuera otras organizaciones violentas, tiene la pretensión de crear las condiciones para que no se repita otro ciclo de violencia política masiva en el país. Desde los pactos de Sitges y Benidorm (1956-1957) transcurrieron dos décadas e hizo eclosión una nueva guerra. El cierre de la Constitución de 1991 fue parcial y, en 1995, se presentó otra fase, más aguda y sangrienta, del conflicto. Ahora el objetivo es resolver factores identificados de la persistencia del conflicto armado: llevar las instituciones del Estado a la totalidad del territorio nacional, integrar las zonas periféricas dominadas por grupos violentos y economías ilegales, adoptar una política antidrogas eficaz, romper el vínculo entre política y armas, y crear las condiciones de confianza necesarias para afianzar la convivencia.​

Cuando se analizan la agenda y los acuerdos alcanzados hasta ahora desde esta perspectiva, la evaluación de los mismos cambia. No se trata​​ solo de lograr la desmovilización y el desarme de un grupo armado ilegal. Se trata de aprovechar la coyuntura crítica del acuerdo para producir los cambios institucionales que permitan que el país consolide las condiciones propicias para una evolución más pacífica y próspera. 

Así las cosas, debería quedar claro que la implementación de los acuerdos que se firmen entre las dos partes en La Habana trasciende el esfuerzo del Gobierno central y de la guerrilla. Para que esos acuerdos vayan más allá del papel y produzcan trasformaciones efectivas en la sociedad tienen que involucrarse agentes como el empresariado, los gobiernos regionales y municipales, las organizaciones sociales y la academia. Ninguna contribución, por pequeña que sea, será desdeñable.​

El riesgo de la paz

Desde 1980, al menos, el país y la sociedad colombiana se vieron abocados al riesgo de la guerra. Fueron muchos los factores institucionales, políticos, económicos y sociales que llevaron al cruce de varios meridianos de sangre que marcaron la actuación de carteles de la droga, guerrillas, paramilitares, grupos criminales oportunistas y, con frecuencia, acciones irregulares de las autoridades legítimas. 

La paz –entendida de manera llana como el cumplimiento de lo que se firme en Cuba– es una oportunidad radicalmente nueva para dos generaciones de colombianos, nacidos, criados y formados en un entorno violento, en el que las relaciones sociales, las normas cotidianas, las expectativas y el lenguaje se modelaron según los vaivenes y los impactos de múltiples confrontaciones armadas. La novedad de la paz genera incertidumbres, riesgos desacostumbrados y posibilidades insospechadas. No serán fáciles y algunos no serán placenteros, pero, con seguridad, serán menos mortales y dolorosos que los del pasado. Las primas de la paz son imprecisas, pero seguras. 
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Pero no todo vendrá de La Habana. Construir una institucionalidad eficiente y honrada, practicar una democracia más libre y razonable, fortalecer una ciudadanía autónoma y participativa, y garantizar los bienes básicos de todos los colombianos tendrán que ser propósitos colectivos en los que Colombia deberá que avanzar. Ya no se tendrá la disculpa de la guerra.

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Última modificación: 27/02/2017 12:30