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El Eafitense / Edición 109 Una exploración de coltán en el Guainía El Eafitense - Edición 109

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Una exploración de coltán en el Guainía

​​​El geólogo Tomás Correa relata en primera persona, y con la edición del escritor Ignacio Piedrahíta, su estadía en este departamento de los Llanos Orientales colombianos. El profesional explica cómo convivió con las comunidades durante los días que permaneció en esta apartada región del país.


Tomás Correa Restrepo
Geólogo

Desde niño siempre quise conocer los Llanos Orientales, no solo porque las mejores historias de pesca de mi familia se tejieron en sus ríos, sino también por las imágenes de delfines rosados, selvas, raudales y enormes cerros en medio de planicies infinitas que me acompañaban hasta en sueños. Lo que nunca pensé fue que mi primer viaje a esa zona del país sería en medio de una improvisada comisión de exploración de coltán (escaso mineral que es una combinación de colombio y tantalio) y que ese viaje se convertiría en el comienzo de una crisis profesional que llevaría a que mi carrera diera un giro de 180 grados.

Una tarde cualquiera me encontraba en mi oficina preparándome para salir cuando el jefe de exploración de la compañía en la que trabajaba entró en mi oficina diciéndome que acababa de recibir una llamada urgente de los Estados Unidos con la orden de organizar una comisión de campo al Guainía a buscar coltán. La compañía no tenía títulos de coltán, de hecho ni siquiera se podía pedir un título minero de ese mineral porque aún no estaba reglamentado en el país, así que, de inmediato  pensé que el míster probablemente había visto los documentales que se habían presentado en la televisión del comercio de coltán en la frontera con Venezuela y que mientras todavía hubiera “dinero sobre la mesa” quería entrar en el juego.

A pesar de saber que era una completa locura y viendo que la suerte estaba echada (las llamadas con órdenes directas del míster no eran susceptibles a cuestionamientos), con resignación tomé mis mapas, llamé al contacto que me dieron en Puerto Inírida y me preparé para salir al día siguiente.

Esa noche, prácticamente, no dormí leyendo sobre el coltán y organizando mi equipo de pesca, de fotografía y de geología. Leí sobre la guerra del coltán en el Congo y la implicación de grandes multinacionales en el comercio ilegal de este mineral que, según decían, había financiado grupos armados en varios países, incluido Colombia. Luego me dediqué a leer información científica sobre el coltán, ese extraño mineral necesario en todo aparatejo tecnológico que nunca en mi vida había visto y del que hasta ese día a duras penas había escuchado hablar.

Al otro día madrugué a tomar el vuelo a Bogotá y de ahí otro que duró algo más de una hora hasta Puerto Inírida. Mientras al avión se aproximaba al aeropuerto César Gaviria Trujillo me sorprendió la topografía tan plana. Por alguna razón me había imaginado algo más similar a los tepuyes venezolanos que a ese mar de selva con aspecto de brócoli y ríos que parecían serpientes multicolores deslizándose lentamente sobre él.

En Puerto Inírida

Aterrizamos al mediodía. En el aeropuerto me estaba esperando Carlos, el único contacto que me habían dado antes de salir y que, según me dijeron, había estado viviendo durante seis meses en una de las comunidades indígenas de la zona minera tratando de negociar la entrada de geólogos a muestrear los sitios de donde ellos estaban extrayendo artesanalmente el coltán.

Luego me dediqué a leer información científica sobre el coltán, ese extraño mineral necesario en todo aparatejo tecnológico que nunca en mi vida había visto y del que hasta ese día a durapenas había escuchado hablar.​


Durante la conversación me sentí «sucio» por participar de algo que sonaba más a conquista española que a trabajo. Comentarios como “para que lo dejen entrar a las comunidades indígenas debe llevarle dulces a los niños, y pilas y café a los capitanes” me hacían sentir terriblemente mal. Además, ese sentimiento se acentuó cuando pensé que, si mi trabajo en la zona daba buenos resultados, existía la posibilidad de que esas milenarias comunidades indígenas y los majestuosos Cerros de Mavecure terminarían vecinos de una gran mina de coltán. Ese sentimiento de suciedad no se alejó de mí desde entonces.

Una vez instalado en el hotel me dirigí al puerto para conocer el río Inírida. Al llegar, llamó inmediatamente mi atención la cantidad de peces secos (salados) que se estaban vendiendo en las calles cerca al embarcadero del río Inírida. Óscares, Palometas, Cuchas, Pavones y toda clase de peces que más me recordaban un acuario que una pescadería. También me sorprendió la cantidad de publicidad política y la cantidad de lanchas cargadas con familias indígenas de caras cansadas que estaban llegando al puerto y que parecía que habían estado viajando todo el día. Al preguntarle a Carlos, este me explicó que ese fin de semana se iban a llevar a cabo elecciones populares locales y que los políticos pagaban a 50 mil pesos pesos cada voto. Además, se les ofrecía traerlos y llevarlos de regreso en lancha a sus comunidades y se les daba hospedaje y comida durante el fin de semana. ¡Así se ganan las elecciones en mi país!

Esa noche nos aprovisionamos para pasar la primer semana en la comunidad más cercana a Puerto Inírida, de allí iríamos subiendo a cada una de las comunidades de la zona minera para que nos mostraran los puntos de extracción de coltán. Al día siguiente, embarcamos todo el equipaje junto con la gasolina en una lancha de motor fuera de borda y comenzamos nuestro viaje de dos horas hasta los Raudales y Cerros de Mavecure. Las provisiones irían al día siguiente en otra lancha, pues no cabía todo allí.

Debido a la topografía baja de esa zona, los cerros se empiezan a ver desde muchos kilómetros antes de llegar. Su bello reflejo en el agua, su impresionante tamaño y las nubes que merodean sus cimas en las horas de la mañana les dan un aspecto de volcán activo que lo deja a uno sin aliento. Una vez llegamos cerca a los cerros observé que, para continuar, tendríamos que cruzar unos rápidos que, por la magnitud del río y su impresionante caudal, suenan como una locomotora. Nos encontrábamos en los Raudales de Mavecure, cementerio de muchas lanchas y canoas de la región.

El motorista se dirigió a la margen izquierda del río y apagó el motor para que bajáramos el equipaje y la gasolina, y así no arriesgar todo en caso de que la lancha se hundiera en su intento por cruzar los raudales. Otras embarcaciones estaban realizando la misma maniobra. Trasteos enteros pasaban hábilmente de mano en mano en cadenas humanas entre un lado y otro del raudal mientras sus canoas cruzaban por el agua. Algunos motoristas menos expertos se negaban a cruzar, lo que exigía que sus tripulantes alzaran la canoa al  hombro, con motor y todo, para transportarla por tierra firme.

Una vez nuestra lancha estuvo al otro lado continuamos el recorrido hasta la comunidad, no sin antes navegar junto a enormes dragas que, según me informaron mis compañeros de viaje, vienen desde Brasil extrayendo oro. Al preguntar cómo se las arreglan con los raudales me explicaron que las desarman a un lado y las vuelven a armar al otro. Los montículos de sedimentos que van dejando tras de ellas, así como las liniecitas iridiscentes de aceite que bailan en la superficie del agua y el mercurio que arrojan para atrapar el metal dorado, son los regalos que dejan a su paso estos aparatosos monstruos que contra todas las leyes naturales y legales, flotan en nuestras aguas.

Al llegar a la comunidad me sorprendió lo aseado de sus arenosas callecitas y la sólida construcción de las casas de barro y madera, que parecían muy nuevas. Nos condujeron a una especie de maloca de paredes abiertas en donde estaban esperándonos no solo los capitanes de varias comunidades sino niños, ancianos, perros y gatos. Carlos sacó de un costal dulces para los niños y paquetes de café instantáneo para los adultos y los repartió a todos los miembros que, organizadamente, esperaban hasta que él les entregara personalmente el presente. Una vez terminó, se paró al frente y comenzó a presentarnos y a explicar cómo se realizaría el muestreo de los puntos de extracción del «cochano», que era como ellos llamaban el coltán. Creí que la comunidad iba a estar en contra de nuestra visita pero, como me lo habían anunciado, ya estaban advertidos.

Mientras Carlos hablaba comencé a mirar con mi lupa una muestra de coltán de color negro con iridiscencia azulosa que estaba sobre la mesa. La muestra la había traído el capitán de la comunidad y estaba junto con otras muestras de diferentes minerales que habían  llevado para mostrarnos. Un niño de unos ocho años se me acercó y me preguntó qué estaba haciendo y le mostré el mineral con la lupa, lo que lo emocionó a tal punto que llamó la atención de los otros niños que llegaron organizadamente a ver no solo la muestra de coltán sino los detalles de sus propios dedos, la arena y todo cuanto encontraban a través de ese lente que todo lo volvía grande. A los niños los siguieron los viejos y se formó tal romería que Carlos paró de hablar, sonrió y supo que la reunión había terminado.

El capitán tomó uno de los mapas geológicos que yo había extendido sobre la mesa y me preguntó por unos punticos que decían “Au” y que estaban dispersos por todo el mapa. Le expliqué que eran valores de análisis de muestras de oro muy antiguas que alguien había tomado en alguna campaña de exploración. Él se quedó mirando el mapa, comenzó a reconocer los rasgos del río Inírida y me dijo que la mayoría de esos puntos estaban en territorio de su comunidad y que le gustaría que nosotros los lleváramos a esos puntos con ayuda de nuestros GPS, a lo que yo accedí sin pensarlo mucho.

Luego de la reunión, un hombre de baja estatura llamado Manuel se me acercó y me indicó que nosotros nos quedaríamos junto con su familia durante las noches que estuviéramos en la comunidad y nos condujo por la calle principal hasta la casa. Al entrar observé que no había camas y supe que dormiríamos en hamacas. La casa era muy humilde pero muy bonita. La habitaba Manuel con su mujer, su hijo de cinco años y su bebé recién nacido. Consistía de un salón principal que era donde colgaríamos nuestras hamacas, la habitación de la familia, una cocina con fogón de leña y en el patio trasero una letrina con una pequeñísima cortina que dejaba poco a la imaginación. En ese mismo patio tenían la huerta cultivada con hortalizas que consumían e intercambiaban con sus vecinos.

A las 4:00 p.m. organicé mi equipo de fotografía y de pesca con mosca y le pedí a nuestro lanchero que me llevara a una pequeña isla de roca que había en medio del río, no muy lejos de la comunidad. Al desembarcar le dije que me recogiera al final de la tarde y observé cómo se alejaba dejándome completamente solo en medio de ese paraíso en donde solo se escuchaba el río.

Empaté los segmentos de mi vara, instalé el carretel, extendí la línea sobre la roca y elegí una mosca de plumas muy largas, de cabeza roja y cuerpo blanco, que, imaginé, se vería como un pececito en medio de esos raudales. Realicé un par de lances en falso para ganar distancia pues nunca había pescado con una mosca tan pesada, así que con dificultad llegué con mi mosca hasta un pequeño remolino que estaba a unos 15 metros de distancia y la dejé derivar en la corriente, cuando de repente, vi un lomo plateado que salió a perseguirla con tal velocidad que no pude reaccionar cuando la mordió violentamente… Y escapó.

Temblando, recobré la línea para revisar la  mosca que encontré toda desplumada, parecía que estaba tan asustada como yo. La peiné un poco y comencé nuevamente a ganar distancia para llegar al remolino, donde la criatura plateada la atacó de nuevo. Reaccioné inmediatamente tirando con mis manos de la línea y esta vez sentí todo el peso de mi adversario tirando como un torpedo corriente abajo. Nunca había luchado con un animal tan grande en un río. Estaba acostumbrado a las truchas y sabaletas
de Antioquia que, con astucia y delicadeza, atacan las milimétricas moscas, luchando con elegancia hasta entregarse en pocos minutos. Esta era una batalla distinta. Mi contrincante había evolucionado para ser uno de los depredadores más temibles de un río enorme y que, posiblemente, si ambos estuviéramos en el agua, me atacaría sin pensarlo.

Al examinar el concentrado descubrí que solo sobresalían unas dos pepitas de menos de dos milímetros del mineral azuloso, lo que interiormente me alegró, pues el volumen de material en ese caño nunca justificaría los costos de construcción de una mina.​


Luego de unos 15 minutos en los que cada vez el pez se acercaba más a mis manos, vi cómo a unos cinco metros de mí este se elevó por los aires en un último esfuerzo por desprenderse de ese cordón umbilical que nos unía, del que dependía su vida. Por sus desproporcionados dientes frontales reconocí que se trataba de una payara de medio metro de largo, lo que me puso aún más nervioso pues sabía que batallaría hasta morir antes que entregarse.

Al caer nuevamente al agua la payara volvió a salir corriente abajo otros veinte metros, lo que me hizo dudar si yo sería capaz de aguantar nuevamente hasta traerla a mis manos, pues tenía los músculos del antebrazo agotados, pero descubrí que ese había sido su último esfuerzo. Al recobrar la línea esta se fue envolviendo en el carretel hasta el punto en el que supe que podía tomar a mi contrincante por la cola. Lo levanté y pude notar que el pez se encontraba casi completamente quieto, solo movía la mandíbula para morder con sus enormes dientes las pocas plumas que aún estaban pegadas del anzuelo. Inmediatamente saqué mi pinza y desprendí el anzuelo de su boca, puse la payara nuevamente en el agua y comencé a mecerla adelante y atrás para que volviera a sentir el agua a través de sus branquias y supiera que estaba dejándola libre y que podía irse cuando ella gustara. Luego de unos segundos, al no sentir ninguna reacción, entendí que mi adversario había muerto y que yo me había cobrado la primera vida en aquellas aguas turbulentas.

Con la payara inmóvil encima de la piedra comencé a reflexionar sobre lo que acababa de ocurrir. Me sentía bastante cansado, sabía que si seguía pescando podría sacar muchos otros peces, pues en dos lances había tenido dos ataques y el último de estos había terminado en la captura más grande que había llegado a efectuar en toda mi vida. Luego pensé en las contrariedades en medio de las que me encontraba. Era el protagonista de una campaña de exploración de coltán, con una comunidad indígena que no tenía ni idea de lo que estaba haciendo al entregarle el destino de sus recursos a unos extranjeros que lo único que les interesaba era el dinero. Además, era un pescador que casi termina llorando de tristeza al final de la mejor captura de su vida porque el pez había muerto.

En ese momento supe con certeza que aunque ciertamente tenía talento para la exploración de recursos minerales, era una actividad con la que no me sentía cómodo haciéndola en sitios como aquel paraíso. No era lo mismo explorar recursos en medio de un desierto como el de Nevada, en donde me había formado como explorador y en donde la construcción de una mina trae impactos ambientales muy controlables. En el lugar en el que estaba, la construcción de una mina sería absolutamente devastadora. Al mirar hacia atrás vi que el azul del cielo había cambiado a un naranja intenso y comencé a escuchar cómo el ruido del río era  superado por el de las aves que llegaban a los árboles de sus orillas a descansar. Saqué del estuche mi cámara fotográfica y comencé a tomar imágenes de todo lo que me rodeaba. La secuencia de aquel atardecer en el río Inírida me ha servido para presentarme en concursos de fotografía y aún hoy, una de esas imágenes me acompaña en la sala de mi casa junto con otra de los Cerros de Mavecure.

Al llegar a la comunidad con la payara en la mano la gente se acercó a preguntarme cómo con esas plumitas había pescado semejante pez y percibí que me había ganado de cierta manera algo de respeto y de cariño, pues doné la payara a Manuel y su familia. Esa noche la comunidad nos invitó a escuchar el grupo de chirimía que ensayaba todas las noches en una de las casas. El grupo era bastante bueno y disfruté la cena, pues empecé a conocer la gastronomía local: jugo de ceje (semilla de palma), fariña, pescado ahumado, pescado cocinado sin sal y plátano.

Me llamó la atención que nadie tomara licor y al averiguar por qué me explicaron que anteriormente los hombres de la comunidad andaban borrachos todo el día y que la comunidad estaba muy destruida. Un día llegaron unos misioneros con una doctrina que prohibió el licor y con eso la comunidad resurgió nuevamente hasta el punto de reconstruir todas las casas, ¡que por eso se veían tan nuevas! Para mi infortunio (a pesar de ser pescador no me gusta el pescado) descubrí, desde el desayuno del siguiente día, que la comida era exactamente igual a la cena cuando me informó que eso sería lo que comeríamos durante el resto de los días de la comisión, pues la gasolina de Inírida estaba escasa por el trasteo de indígenas a votar en las elecciones y por lo tanto no sería posible que nos subieran nuestros víveres.

Al día siguiente y con la convicción de que a pesar de mis dudas tenía que terminar bien el trabajo, salimos muy temprano de la casa y hablamos con el capitán indígena para informarle que iríamos a investigar el primer punto de extracción de coltán, por lo que necesitaríamos acompañantes que lo conocieran. Él, enfáticamente, nos hizo entender que si queríamos visitar los puntos de coltán teníamos que cumplir mi palabra de llevarlos a los puntos de extracción de oro que él había visto en el mapa el día anterior, a lo que resignado accedí. Negociamos que las mañanas ladedicaríamos a buscar los puntos de oro con el GPS y por las tardes a buscar los puntos de extracción de coltán para tomar las muestras que yo necesitaba.

Nos embarcamos en la lancha junto con cinco indígenas, prendí el GPS y salí a buscar el punto en el que, según el mapa, se había tomado una muestra de oro y del que se había tenido un buen resultado. A los 20 minutos río arriba hice que la lancha se orillara y desembarqué junto con mis acompañantes. Tomé mi brújula y, pensando que hasta allí llegaríamos con la búsqueda del punto, les dije que era en tal dirección a un par de kilómetros. Para mi sorpresa ellos estaban decididos a llegar exactamente hasta allí. Designaron a un navegante y a un trochero para que se ubicaran a la cabeza y comenzaron a caminar con Carlos y yo cerrando la fila. El trochero iba limpiando con su machete el rastrojo y el navegante caminaba con decisión sin desviarse ni un grado del rumbo que yo le había fijado con mi brújula. Cuando llegábamos a un árbol grande o a algún pantano que tuviéramos que rodear, él miraba hacia atrás y hacia adelante y al rodear el obstáculo comenzaba a caminar nuevamente en el rumbo indicado. Yo, incrédulo, iba chequeando cada cierto tiempo con mi brújula para corroborar el rumbo, pero no fue necesario corregirlo hasta llegar exactamente al punto que señalaba el GPS, luego de haber caminado una media hora por entre la selva.

Así comprendí por qué ellos nos habían permitido entrar a su comunidad. Ellos nunca permitirían construir una mina por más que les ofrecieran dinero, lo único que querían sacar de nuestra visita era encontrar puntos en los que habían recursos minerales para ellos mismos extraerlos utilizando la única minería sostenible que he conocido, que consiste en que cuando los ríos y caños suben en temporadas de lluvia, arrastran, junto con los sedimentos, oro y coltán.​


En el punto no había nada especial, solo arbustos y hojas sobre un caño seco, pero los indígenas llevaron una pequeña pala y comenzaron a cavar para sacar una muestra de arena que metieron en una de mis bolsas de muestreo. Nos devolvimos exactamente por donde llegamos, no sin antes hacer una parada para que uno de los indígenas se trepara
a una palma, como si fuera un mono araña, desprendiera un gajo de semillas de ceje y lo metiera en una mochila que armó otro indígena en cuestión de minutos utilizando hojas de la misma palma.

Al volver a la lancha me indicaron que el primer punto de extracción de coltán que visitaríamos era un par de horas aguas arriba. Al prender el motor, algo que estaba en el agua creó un sonido como de chapuzón, lo que casi me hizo caer. Cuando me sobrepuse vi que una familia de delfines rosados se alejaba asustada. ¿Qué hacía yo, en medio de esos seres, buscando coltán?

Subimos por el río para luego entrar en un caño de arena completamente blanca con agua roja y traslúcida, producto de la descomposición de millones de hojas que descansan en su lecho. Desembarcamos en una pequeña playa y comenzamos a seguir a nuestros guías que ya me habían demostrado sus capacidades para navegar en aquella selva espesa, así que ni siquiera prendí mi GPS. Cuando llevábamos apenas una media hora de camino comencé a ver que mis guías se dispersaban buscando algo en el suelo y descubrí que estaban buscando piñas silvestres, lo que me alegró mucho, pues la dieta de pescado, jugo insípido de ceje, fariña y plátano no dejaba mucho espacio para el sabor dulce. Arrumaron las piñas y las metieron en la mochila que habían construido para el racimo de ceje que ya estaba en la lancha. Partieron una dulce y jugosa, y la repartieron equitativamente a todos los integrantes del grupo. Finalmente llegamos al caño casi seco del que ellos extraían coltán. Yo prendí el GPS, marqué el punto y
comencé a describir las características del lugar en mi libreta de campo mientras mis guías extraían una muestra de arena del fondo del caño para concentrarla en una batea. Al examinar el concentrado descubrí que solo sobresalían unas dos pepitas de menos de dos milímetros del mineral azuloso, lo que interiormente me alegró, pues el volumen de material en ese caño nunca justificaría los costos de construcción de una mina. Al terminar de almacenar e identificar la muestra y de describir las características geológicas del lugar, nos levantamos para continuar al siguiente punto de extracción, del que, para mi alivio, fui informado de que era aún más pequeño que en el que estábamos y que tenía menos coltán.

Cuando llevábamos unos metros de camino caí en la cuenta de que no había tomado la fotografía de la estación, así que salí corriendo en dirección contraria a mis compañeros sin avisarles…

Rápidamente llegué al caño en el que había hecho la estación, tomé la fotografía, guardé todo, me acomodé el chaleco y las cosas para que nada saliera volando cuando corriera de vuelta y, cuando iba a empezar a avanzar, observé que todo se veía exactamente igual: una maraña de árboles y arbustos en medio de una planicie sin puntos altos de referencia ni caminos demarcados.

Luego de varios gritos de parte y parte, Carlos y yo nos encontramos. Llamamos a los indígenas pero no se escuchaban sus voces,
así que decidimos tratar de seguirlos. Me aseguró que él sabía rastrear sus pasos, por lo que me tranquilicé y comencé a caminar detrás de él por el supuesto camino que ellos habían tomado. Pasada una media hora llegamos a una zona completamente quemada en donde hacía un calor infernal. Carlos me informó que era una chacra para siembra de yuca brava en medio de la selva.

Le dije que rodeáramos la zona para ver si encontrábamos nuevamente el rastro en los árboles de los bordes y cuando llevábamos revisada media chacra Carlos encontró el rastro. Así ilusionados, continuamos siguiendo las marcas en los árboles que era lo que los indígenas hacían para indicar por donde habían caminado. Luego de otra hora de caminata por entre la selva sin escuchar los indígenas ni ver el caño en donde habíamos dejado la lancha empecé a ver que mi guía dudaba cada diez pasos y sudaba profusamente. Al preguntarle si aún veía el rastro me dijo que sí, pero al observar detenidamente las marcas de machete vi que los cortes estaban secos, por lo que no eran rastros recientes. Habíamos estado siguiendo un rastro equivocado desde la chacra.

Sabiendo que habíamos seguido un rastro que no llevaba a ningún lado por al menos cuatro kilómetros me puse a pensar mientras
veía a mi acompañante sentarse en un tronco a resoplar y me acordé que en el GPS había marcado las coordenadas de la última estación, así que saqué el aparato y, aunque ya corto de batería, me apareció una línea recta entre el punto en el que estaba y la estación que se encontraba 3.5 kilómetros al noreste en línea recta. Saqué mi brújula apunté a la dirección indicada y le dije a Carlos hacia dónde caminar. Él me miró incrédulo, pero no teniendo más opción se levantó, comenzó resignado a seguirme y me informó con una voz casi imperceptible que ya no teníamos agua. Luego de más o menos una hora de abrirnos camino por entre la selva, de prender varias veces el GPS luego de que se apagara, y ya con poca luz, llegamos al pequeño caño en el que se encontraba la estación. Allí, al menos,  había agua en un charquito, así que mi compañero zambulló su cabeza y comenzó a tomar.
Yo por mi parte pensé en mi estómago de citadino y decidí no beber hasta que no fuera absolutamente necesario.

Una vez Carlos había saciado su sed y ambos habíamos descansado un poco empezamos a gritar con la esperanza de que alguien
respondiera, lo que afortunadamente ocurrió al cabo de pocos minutos. Cuando llegaron los indígenas ya estaba atardeciendo. Nos dijeron que al estar nosotros de últimos en la fila no habían notado de nuestra ausencia hasta pasados unos 15 minutos luego de haber dejado la última estación y que como nosotros teníamos el GPS con el que sabíamos dónde estaba todo, se habían puesto a descolgar otro racimo de semillas de ceje de una palma mientras esperaban a que llegáramos.

Cuando pasado el tiempo vieron que no llegamos se devolvieron y ya no nos encontraron, así que empezaron a darle vueltas en círculos cada vez mayores a la última estación para ver si aparecíamos. Ya habían decidido pasar la noche en el punto de la estación si no nos encontraban, para retomar la búsqueda al otro día. Era de noche cuando salimos de la estación y, sabrá el dios indígena cómo, llegamos al caño donde estaba la lancha que nos llevaría de vuelta a la comunidad, a la hamaca, al pescado cocinado sin sal y al ensayo nocturno de chirimía.

Los días siguientes siguieron la misma dinámica, en la mañana se buscaban los puntos que ellos querían y en las tardes las que nosotros necesitábamos. Así comprendí por qué ellos nos habían permitido entrar a su comunidad. Ellos nunca permitirían construir una mina por más que les ofrecieran dinero, lo único que querían sacar de nuestra visita era encontrar puntos en los que habían recursos minerales para ellos mismos extraerlos utilizando la única minería sostenible que he conocido, que consiste en que cuando los ríos y caños suben en temporadas de lluvia, arrastran, junto con los sedimentos, oro y coltán. Una vez el nivel de agua baja, la comunidad entera, durante algunos días, extrae los minerales sin utilizar maquinaria ni químicos y los vende o cambia con gente de fuera. Una vez el río sube nuevamente rellena los huecos dejados por ellos en las playas y trae nuevos minerales de más arriba, comenzando otra vez el ciclo.

La comisión en el Guainía será inolvidable por muchas razones: fue mi primera vez en los Llanos Orientales, cumplí mi sueño de pescar en el río Inírida, conocí los Cerros y Raudales  de Mavecure, conocí y conviví con personas maravillosas durante un mes y aprendí que en la selva las cosas se pueden poner color de hormiga en un segundo por una mala decisión. Luego de regresar de la comisión, a los pocos días, renuncié a la empresa y comencé a pasar de trabajo en trabajo hasta que encontré finalmente algo con lo que me siento bien al ejercer mi profesión.

Los Cerros de Mavecure, los delfines, los indígenas, las payaras, las piñas silvestres y el maravilloso río Inírida afortunadamente siguen allí, aunque la amenaza sobre ellos llega cada vez que sube el precio de los metales.

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Última modificación: 03/03/2017 18:19