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El Eafitense / Edición 110 ¡Mavecure! - El Eafitense

¡Mavecure!

​​​​​​De este lejano paraje del departamento del Guainía llega este relato escrito por el geólogo eafitense Miguel Tavera. Lo que significó llegar al cerro es narrado con rigurosidad por el autor con los detalles que escribió en su libreta de campo. La edición es del escritor Ignacio Piedrahíta.​

Fotos: Miguel Tavera 
​Miguel Tavera Escobar
Geólogo

Sospecho que mi encuentro con Mavecure, en Puerto Inírida, se empezó a forjar desde niño, mientras hojeaba con curiosidad enciclopedias de viajeros, donde aparecían fotos en blanco y negro de rocas gigantes en medio de las vastas sabanas de la Orinoquia. 

Y, ahora, después de haber estado en la presencia de esas enormes formaciones, no descarto que desde ese entonces comenzara a despertarse en mí un sentimiento que, años más tarde, en la universidad, me mostraría que mi vocación geológica estaba precisamente ligada a la conservación de estos lugares mágicos, de modo que las siguientes generaciones tuvieran la oportunidad de dejarse sorprender por los mismos sitios. 

Navegando por el blanco río Guaviare desde Puerto Inírida llegamos a Amanaven, un pueblo pequeño en límites con Venezuela, donde confluyen los ríos Guaviare (de Colombia), Atabapo (río Negro) y Orinoco (de Venezuela). A esta triple confluencia se le conoce como la Estrella Hídrica del Oriente, famosa por la descripción que de esta hizo el barón Alexander von Humboldt desde el raudal donde afloran las rocas por encima del nivel del río, justo en frente de la confluencia. 

Al costado de la Estrella Hídrica se encuentra la ciudad venezolana de San Fernando de Atabapo, una villa antiquísima donde murió Tomás Funes, el temido asesino en los tiempos de la bonanza cauchera, y epicentro de la novela de José Eustasio Rivera: La Vorágine

Cuando se pasa del río Guaviare al Atabapo, las aguas adquieren coloraciones rojas y pardas, que vienen desde la profundidad de la región del Amazonas venezolano y traen minerales como la tantalita, que le permite teñirse con esos colores, mientras que el Guaviare es claro por la cantidad de cuarzo que lleva en suspensión. Hay un punto donde las aguas de los dos ríos intentan unirse, pero debido a su diferencia en la densidad y el contenido de minerales, ambas marcan ​​ una línea de contacto que solo desaparece con la llegada del Orinoco. Más que la frontera oficial del río, es esta línea la que parece marcar con más precisión el límite entre Colombia y Venezuela. ​

Hay un punto donde las aguas de los dos ríos intentan unirse, pero debido a su diferencia en la densidad y el contenido de minerales, ambas marcan una línea de contacto que solo desaparece con la llegada del Orinoco. Más que la frontera oficial del río, es esta línea la que parece marcar con más precisión el límite entre Colombia y Venezuela​​.​​​​​​

En una embarcación más pequeña, capitaneada por don José, tomamos hacia el sur el río Guaviare, para llegar a las aguas del Iní- rida. Nos dirigíamos ya directamente a Mavecure. Mis compañeros de viaje eran Miguel Ramírez y Camilo Zapata, paisas y geólogos como yo; y Chris, un inglés, observador de aves, que conocimos de casualidad donde empezó este viaje, entre Bogotá y Puerto Inírida, durante uno de los dos únicos vuelos de la semana, pues a la ciudad de Inírida, capital del departamento de Guainía, solamente se llega por aire o por vías fluviales. 

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Después de tres horas serpenteando por el río, a orillas de comunidades como Cacanoa, La Ceiba, Huesito, etcétera, José nos señaló hacia el horizonte: ahí estaban los gigantes de roca granítica, una roca ígnea formada por el enfriamiento lento de un magma en las profundidades de la corteza. Allí no hubo palabras, nos miramos, nadie tuvo nada que decir. Era magia, estábamos ahí, mirando el verdadero motivo del viaje, las grandes rocas que sobresalían en el paisaje. Toda la vida me ha gustado el silencio, pero en ese momento comprendí que el silencio que nos abruma cuando hay alegría logra ser el más hermoso de todos. José detuvo la lancha para que pudiéramos tomar fotografías, pero estábamos impactados, nadie obturaba, era el éxtasis convertido en roca. Mavecure es asombroso por el contraste que tiene la sabana, plana y vasta, con los tres cerros de roca de color café oscuro que se alzan en la mitad de lo que aparentemente es la nada. 

A pesar de seguir acercándonos, los meandros del río hacían que los cerros des​​​ aparecieran por momentos, pero cuando se asomaban de nuevo eran más grandes y estaban más cerca. Las amplias terrazas del Inírida se iban estrechando hasta convertirse en paredes de roca, labradas por el paso del río y con colores que se alternan indicando sus crecientes. Las rocas graníticas de las que están hechos los cerros de Mavecure tienen un comportamiento particular a la hora de meteorizarse, pues las reacciones químicas y los planos de debilidad hacen que la roca se quiebre en lajas concéntricas como las capas de una gran cebolla. En esta parte del río, las terrazas rocosas sostienen las lajas de esa roca que parece cambiar de piel.​

Mavecure, como sitio, comprende un raudal en el río y los cuatro cerros, mientras que Mavicure (con la letra “i”) es solo uno de estos, al que subiremos.​

En El Remanso 

Llegamos a El Remanso, un pueblo en el piedemo​​​nte de uno de los cerros de Mavecure. Quien va a Puerto Inírida pensando que encontrará tribus indígenas amazónicas y ancestrales está equivocado. Los Curripacos y Puinavas, las comunidades de la zona, han vivido durante años a merced del gran río y la historia ha jugado con ellos muchas veces: el cristianismo eliminó sus rituales y tradiciones, posiblemente el único vínculo con el misticismo de la región selvática. Luego llegó el caucho que los hizo esclavos, era la fiebre del oro blanco: la destrucción de su naturaleza original; cuando nada parecía poder ser peor, la amapola destruyó sus regiones, envenenó la gente y permitió que durante los últimos años las grandes industrias mineras entraran sin piedad a buscar coltán. Muchos males para un solo lugar. 

En el Remanso, Jos​​​é nos presentó al líder de la comunidad, quien también hacía las veces de guía turístico. Este nos explicó que los cerros son cuatro. Al más grande le llaman Pajarito, supuestamente por su forma. Sin embargo, aunque traté muchas veces de encontrar semejanza alguna, terminé por creer que era un pájaro prehistórico, sin forma conocida por el hombre. En la parte alta de Pajarito, según el guía, se podían observar grandes cuevas, producidas tal vez por la lluvia que tiene la costumbre de moldear todo a su antojo. Esas cuevas son especiales, allí vive la princesa Inírida, una especie de Julieta indígena que fue víctima de la maldad de un Romeo enamorado que la encerró por los siglos de los siglos. Esas cuevas también son típicas en las rocas graníticas, se conocen como pseudokarts y su origen depende de la disolución de los minerales. 

El segundo cerro es conocido como Mono. Es el más redondo de todos, y quizá, por eso, el más fotogénico. Es, en teoría, el núcleo de la cebolla que ha sobrevivido a la meteorización o el desgaste físico y quí- mico durante los últimos años. Mono tiene surcos por donde bajan las aguas, creando canales paralelos en toda su estructura, semejantes a los que pueden apreciarse en el Peñol de Guatapé, en Antioquia. Ni Mono ni Pajarito son cerros a los que se pueda subir, pues la pendiente es casi vertical. En la parte de atrás, tapado por los anteriores, habría un tercer cerro de menor tamaño, llamado el Diablo Juguetón. Si bien a este último sí se podía subir, nuestro objetivo estaba puesto en el cerro de Mavicure, justo en frente de El Remanso. 

Mavecure, como sitio, comprende un raudal en el río y los cuatro cerros, mientras que Mavicure (con la letra “i”) es solo uno de estos, al que subiremos. Pregunto por qué este juego de palabras y el líder de la comunidad me dice que se debe a alguna tradición fonética entre las dos tribus indígenas originales de los Curripacos y los Puinavas. 

Aparte de la pesca y los cultivos de yuca,​ estas comunidades han empezado desde hace unos años a vivir del turismo concentrado en los cerros y que, por inexperiencia, se hace empíricamente, sin conocimientos eco turísticos o pretensiones económicas. Luego de acordar con un guía local para el ascenso a Mavicure, regresamos a la lancha con José para buscar dónde armar el campamento. 

José nos llevó 100 metros río abajo, hasta ​​​ una especie de banco de arena, ubicado en medio del raudal, inmediatamente debajo de Mavicure y frente de Pajarito y Mono. Cuando por fin pudimos sentarnos a contemplar los cerros, Chris preguntó sobre el origen de esas masas rocosas. Lo intrigaba que estuvieran hechas de un solo tipo de roca y no entendía cómo el río decidió pasar por ahí.​

Tal vez las imágenes que veía de niño sobre Mavecure eran premoniciones de este gran viaje que haría años después: finalmente no eran solo los cerros, también estaba la gente, mis compañeros de viaje, el río, los animales, los misterios y hasta lo que no se veía.​

Científicamente, a estas formaciones geológicas, que se presentan solamente en el trópico, se le conocen como inselbergs, y localmente como cerros testigo o peñoles, términos que hacen referencia a un relieve aislado que predomina en una llanura o meseta. En otras palabras, son cerros residuales que han sobrevivido a intensos procesos de erosión en los que ha terminado por desaparecer toda el área circundante. 

A la hora indicada llegó el guía desde El Remanso, un indígena alto que se presentó como Héctor. Tenía alrededor de 20 años, hablaba mal el español y pertenecía a la tribu de los curripacos. Nos dijo que su verdadero nombre no era Héctor, este solo lo reservaba para los turistas. José nos llevó en la lancha rápida hasta el sitio exacto donde arrancaba la caminata, que zigzagueaba entre surcos y lajas, sobre una pendiente muy lisa. Héctor nos dijo que cuando llueve es imposible subir. Muchos viajeros regresaban a Inírida sin hacer cima. Era como un derecho de la roca, que decidía quién la merecía. Afortunadamente para Miguel, Camilo, Chris y yo, el sol brillaba con fuerza. No había nada que temer. 

Cuando llegamos a la cima la alegría se desbordó, fue una sensación única, luego de caminar, escalar y trepar, la naturaleza nos ofrecía una de las escenas más hermosas que se pueden contemplar. Los cerros Mono y Pajarito al frente, El Remanso abajo como un pequeño grupo de casas. La sabana era soberbia, larga, extensa casi como el mar. A lo lejos se veía otro par de cerros vegetados que sobresalen en el paisaje. Un aguacero caía en la mitad de la nada. Escogió por fortuna caer allá. 

Nos quedamos aproximadamente tres horas en la cima, casi en silencio. Las pocas palabras que se dijeron provenían de Héctor, quien, orgulloso de nuestra felicidad, nos repetía las historias del líder del Remanso y nos traducía los nombres castellanos a su lengua original. Supe entonces que Mavecure en curripaco se dice Jipada, y que Mono y Pajarito son Wen. Desde la cima vimos el campamento, allá estaba don José acostado en su hamaca. Camilo, Miguel y yo contemplábamos el paisaje, tratando de hacernos preguntas que permitieran confirmar toda la información que buscamos antes del viaje, ventanas de conocimiento que nos dejaran explicar cómo se formó todo lo que estaba ante nosotros. 

Hicimos el descenso por el mismo sendero. El sol se escondía como cualquier tarde soleada en los Llanos Orientales de Colombia. La sabana cuidaba su atardecer como si fuera una pintura exquisita. Al llegar al campamento encendimos una fogata, comimos espaguetis y tomamos ron para celebrar.​

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Buscando a El Diablo 

En esta parte de Los Llanos amanece desde las 5:00 a.m. y no hay montañas que interrumpan la luz. Después de un baño en el río fuimos a El Remanso para buscar a Héctor, quien nos prometió ir al cerro que se encuentra detrás de Pájaro y Mono: El Diablo. Ese día el sol hervía y el camino transcurría en el inicio por plena sabana. El suelo absorbía mucha energía haciendo que los pies ardieran, ya no había agua para refrescarse. El ascenso a El Diablo es más difícil, se necesita equilibrio. Héctor cuenta historias del coltán, ese mineral metálico negro que sirve para la industria tecnológica, menciona la facilidad de encontrarlo, según él, en los riachuelos de la zona​​​. La minería es como un fantasma que siempre está ahí, al acecho. 

El sol no nos permitió quedarnos mucho tiempo en la cima, bajamos rápido. Almorzamos en El Remanso por invitación de Héctor. La yuca y el pescado hacen parte de la dieta cotidiana de la población, han desarrollado muchos productos y sabores a partir de esta combinación. 

Esa noche una gran ventisca azotó el banco de arena en el que dormíamos. La carpa no era refugio, pues la arena lograba entrar y volar por todas partes, el viento hacía eco en las sabanas. Estos vientos son normales en la zona y facilitan la formación de amplios cordones de dunas. Hace 4000 años, antes de que la vegetación terminara por colonizar casi todo, las sabanas eran grandes y secos desiertos. 

En la mañana siguiente caminamos un poco por la sabana en búsqueda de la famosa flor de Inírida, esta musa que inspiró no solo el nombre de la región, sino también numerosas historias que giran en torno a su supuesto poder milagroso, como dicen los diarios de Theodor Koch-Grünber y Richard Evans Schultes. 

En la margen del río, cerca de nuestro campamento, asomaban grandes rocas que cayeron de alguna de las tres cimas que encierran el lugar. Con detalle observé que en una de estas había una figura rupestre tallada, un hombrecito deformado. Según las historias de Héctor, sus antepasados subían a los cerros para llevar ofrendas a Jipada y a Wen en las altas cuevas. Me alegró pensar que este hombrecito cayó desde la altura y estuvo ahí mirándonos todo este tiempo. 

De regreso, mientras anotaba en mi libreta para no olvidar, pensé en las imágenes de Mavecure grabadas en mi mente. Esta formación de 545 millones de años es una isla del tiempo que se ha mantenido altiva durante millones de años, enclavada en uno de los sitios geológicamente más antiguos que aún se conservan. Cumplí el sueño personal de conocerlo, pero como científico la mente volaba intentando poner orden luego de semejante idilio. 

​Tal vez las imágenes que veía de niño sobre Mavecure eran premoniciones de este gran viaje que haría años después: finalmente no eran solo los cerros, también estaba la gente, mis compañeros de viaje, el río, los animales, los misterios y hasta lo que no se veía. “Paisaje” es una palabra castellana que deriva de país. Conocer, comprender y conservar ese país es lo que me motiva a seguir con mi libreta de campo​. ​​​​​

​Sobre el autor
Miguel Tavera es geólogo y estudiante de la maestría en Ciencias de la Tierra de EAFIT. Sus líneas de investigación son geomorfología, patrimonio geológico y divulgación de las geociencias. Sus grandes pasiones son viajar y la fotografía.​

Última modificación: 28/02/2017 1:02