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El Eafitense / Edición 110 Rubén Darío, el poeta azul - El Eafitense

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Rubén Darío, el poeta azul

​El padre del modernismo murió el 6 de febrero de 1916. Un siglo después, su poesía sigue vigente. Es un poeta fundacional, a quien no se le olvida.

Fotos: Róbinson Henao​
Mónica Quintero Restrepo
Docente de cátedra del Departamento de Comunicación Social

Si Rubén Darío no hubiese sido poeta, habría sido sastre. Su abuela lo prefería con una aguja en la mano, que con un lápiz, pero no pudo. Cuando Darío estaba pequeño tuvo un maestro, Felipe Ibarra, que le daba clases e insistía en las letras. La abuela estaba tan preocupada que lo comentó con un amigo de la familia, según Ricardo Llopesa, profesor y poeta nicaragüense estudioso del escritor: “El maestro Ibarra –dijo la abuela entonces– me está echando a perder al muchacho, porque yo quiero que sea sastre y él le está enseñando a hacer versos”. Rubén Darío se quedó haciendo versos. 

“Los mismos dioses buscan la dulce paz que vierte” (Amico, Prosas profanas). 

A Félix Rubén García lo conocieron muy pocos. Rubén Darío es el escritor al que se le recuerda como el primer modernista. A su padre Manuel García lo llamaban Darío, por su bisabuelo, y el escritor heredó ese apellido, no como un seudónimo, sino como él en sí mismo. Igual que Pablo Neruda, en épocas más cercanas, porque quién era Ricardo Neftalí Reyes Basoalto.​ ​

Era un grande, muy reconocido, si bien también un revolucionario que en su país no miraron tan bien como afuera, en Europa, en Argentina, incluso en Colombia, donde Rafael Núñez lo nombró cónsul en Buenos Aires, ayudándole en una época angustiosa económicamente.​

Su vida fue de historias desde pequeño. Sus papás, Rosa Sarmiento y Manuel Darío se separaron después de dos años de matrimonio, y Rubén creció con su tía abuela materna, Bernarda Sarmiento. Con ellos tuvo una relación lejana. A su madre la vio unas dos veces en la vida –“un día una vecina me llamó a su casa. Estaba allí una señora vestida de negro, que me abrazó y me besó llorando, sin decirme ni una sola palabra. La vecina me dijo: ‘Esta es tu verdadera madre’–y a él lo creyó su tío, no su papá. Su figura paterna fue el coronel Félix Ramírez, por él su primer nombre, el que casi nunca usó. “Don Manuel Darío figuraba como mi tío –cita del poeta en el libro A propósito de Rubén Darío y su obra– y mi verdadero padre, para mí, y tal como se había enseñado, era el otro, el que me había criado desde los primeros años, el que había muerto, el coronel Ramírez. No sé por qué siempre tuve un desapego, una vaga inquietud separadora con mi tío Manuel. ¡La voz de la sangre, qué flácida patraña romántica!” 

La importante fue su tía abuela, la de la idea del sastre. Ella organizaba tertulias en su sala con licenciados, maestros y políticos. Además, fue en su casa donde descubrió el mundo literario, en un viejo armario de madera. Ahí conoció al Quijote, encontró la Biblia y también los Oficios de Cicerón, la Corina de Moratín, Las mil y una noches, y algunas comedias. “Extraña y ardua mezcla de cosas para la cabeza de un niño”, escribió Darío. 

De todas maneras, el interés por las letras llegó desde que estaba pequeño. Según lo dijo él mismo alguna vez, a los tres años ya sabía leer, y luego todo siguió rápido: se dice que sus primeros versos son de 1978, cuando tenía 11 años, dos años después publicó su primer poema, y el primer trabajo que se acerca al periodismo es a los 14 años, al escribir para el periódico La Verdad, de León. “¿A qué edad escribí los primeros versos? –se pregunta Darío en un texto del libro La vida de Rubén Darío escrita por él mismo–. No lo recuerdo precisamente, pero ello fue harto temprano (…). Cuando pasaba la procesión del Señor del Triunfo, el Domingo de Ramos, la granada se abría y caía una lluvia de versos. Yo era el autor de ellos. No he podido recordar ninguno…, pero sí sé que eran versos, versos brotados instintivamente. Yo nunca aprendí a hacer versos. Ello fue en mí orgánico, natural, nacido. Acontecía que se usaba entonces –y creo que aún persiste– la costumbre de imprimir y repartir, en los entierros, epitafios, en que los deudos lamentaban los fallecimientos, en verso por lo general. Los que sabían mi rítmico don llegaban a encargarme su duelo en estrofas”. 

Aunque no era buen estudiante, desde niño fue un buen lector. En el ensayo Sangre y tinta, de Luis Alberto Cabrales, del libro A propósito de Rubén Darío y su obra, se explica que el poeta-niño comprendió desde pequeño que la imaginación no era suficiente para la poesía. Él era un soñador que a veces se iba solo “a mirar cosas en el cielo, en el mar”. Eso, sin embargo, y lo supo, no era suficiente. “Muy temprano advirtió la necesidad de conocer a fondo los secretos del divino oficio, la disciplina del arte, el estudio de los clásicos… El jovenzuelo se encerró en la Biblioteca Nacional a devorar volumen tras volumen de los clásicos españoles, de los clásicos extranjeros y de los eternos clásicos de Grecia y Roma”. Era un niño prodigio.​

“Silencio de la noche, doloroso silencio
nocturno… ¿Por qué el alma tiembla de tal
manera?” (Nocturno)

Entre revoluciones y referencias 

Rubén Darío fue el primer modernista, el padre de una nueva época, y entonces se le reconoció como un grande. En estos tiempos sería raro ver a un poeta –no a un escritor, a un poeta en especial– que se le recibiera con fervor, con multitudes esperando por él. Era un grande, muy reconocido, si bien también un revolucionario que en su país no miraron tan bien como afuera, en Europa, en Argentina, incluso en Colombia, donde Rafael Núñez lo nombró cónsul en Buenos Aires, para ayudarle en una época de angustias económicas.Tuvo varias de las mismas en su vida, incluso siendo hombre importante y ocupando cargos de corresponsal como en el diario La Nación o cónsul de Nicaragua en París. A esto se le suma una vida turbulenta, entre la fiesta y el alcohol. Pero primó el trabajo y su obra. 

Fue un revolucionario desde las letras. “Su revolución –explica el profesor Ricardo Llopesa– llega hasta nuestros días, porque se centra en la métrica y los ritmos. Darío se lamentó siempre de las críticas, crueles unas, otras insultantes, y se lamentaba del tiempo que le había tocado vivir. Siempre ignoró que en París había surgido, antes de él, un movimiento de sacerdotes críticos con el Vaticano que se llamaron ‘modernistas’. La iglesia los persiguió. El Papa Pío XI lanzó una encíclica contra ellos en 1907 y, un año después, el Catecismo sobre el modernismo, desatándose una campaña de persecución de las ideas. La bula llegó a los colegios, las universidades y los monasterios. Tuvo que ser terrible, porque llegó hasta las editoriales, revistas y periódicos. Fue como en los tiempos de la inquisición”. 

Él, mientras tanto, escribía. París fue fundamental, como lo ha sido para otros importantes escritores como García Márquez o Julio Cortázar, pero en su tiempo, la modernidad se gestaba allí, con otros personajes que escribían en otras lenguas, que también se la jugaban distinto. El profesor Llopesa señala dos principios que llamaron la atención del poeta, por un lado, la prosa del relato corto, breve y rítmica, que seguía la música de Wagner, de moda en Europa por esos días y, por el otro, la poesía “de tendencia prosaica seguía los preceptos de la música en busca del verso libre”. Entonces hay una primera ruptura con su poeta favorito, Víctor Hugo. Allá encontró los modelos. 

Porque Rubén Darío, por supuesto, tuvo sus referentes. Víctor Hugo fue el primero, del que se quedó con la música. También Théophile Gautier, del que llegó el ritmo. Los músicos fueron fundamentales: Chopan, Schubert, Liszt y, siempre presente en su obra, Wagner. 

La música y el arte hicieron parte de él. Aprendió a tocar el acordeón de manera autodidacta. También el piano, señalan algunos, y desde pequeño descubrió su talento para el canto. No se quedó, sin embargo, en la música, a pesar de su talento natural y de la presencia en sus trabajos literarios. Al final de su vida escribió la novela El oro de Mallorca, que tiene como protagonista a un músico, con una vida muy parecida a la suya. Lo más importante fue su relación con ella como inspiración y materia prima. En un ensayo suyo, Los raros, en el que defiende el verso libre y la experimentación, explicó que “la poética nuestra, por otra parte, se basa en la melodía; el capricho rítmico es personal. El verso francés, hoy adaptado por los modernos a todos los idiomas e iniciado por Whitman, principalmente, está sujeto a la melodía”. 

Las artes van más allá. Además de la música le gustaba la pintura, la escultura, las artes decorativas y todas le funcionaban para su arte escrito. En Cuestiones rubendarianas se lee que “si en Rubén Darío se advierte una nota de inseguridad o recelo frente a la música, cuya técnica formidable el poeta nunca llegó a abordar, las mismas reticencias no aparecen en su aproximación a las artes plásticas. La amplitud de sus conocimientos e intereses en la pintura y la escultura contrasta de un modo dramático con lo magro de la presencia en su obra de una cultura musical trazable. Unos 200 pintores, grabadores y escultores pasan por sus páginas, la mayor parte de ellos solo nombrados una o dos veces y con poca o ninguna discusión, pero hay muchos que figuran de manera muy prominente en poesía, cuentos y artículos. Una docena o más superan a Wagner en la atención que el poeta les presta. Estos artistas también ayudan a la comprensión de los gustos estéticos de Darío y su propio sistema de significados culturales. Al igual que en el caso de la música, las artes plásticas son un importante surtidor de metáforas en el lenguaje del poeta”. 

Además de poeta y escritor, Rubén Darío fue periodista. Desde los 13 años y, hasta su muerte, escribió para periódicos. Su libro de crónicas se llama Los raros, que publicó el mismo año de Prosas profanas. Un libro con el que introdujo, precisa el profesor Llopesa, la crónica erudita, que inició José Martí y siguieron no solo Darío, sino Gómez Carrillo, Avilés Ramírez e, incluso, García Márquez. Ser periodista le ayudaba también a sostenerse, a ganar dinero como corresponsal. Tal vez, también, tiene que ver con su alma moderna. El teórico Ángel Rama ha dicho que la mayor parte de los modernistas tiene una mirada más profesional sobre la labor del escritor, por tanto, trabajan como periodistas y tienen percepciones del mundo que les rodean. 

Rubén Darío escribe de su realidad y también hace poemas, con juegos de palabras e imágenes bellas, que no se alejan, sin embargo, de la realidad. Entonces, por ejemplo, estaba en Buenos Aires siendo cónsul de Colombia allí, y le dicen que La Nación quería enviar un redactor a España para que escribiera de la situación de la guerra entre España y Estados Unidos. Rubén Darío dijo que él podía ir y se fue. Llegó a una época importante, de la que fue fundamental: la Generación del 98, como se llamó en la Historia Literaria Castellana. El periodismo y la literatura confabulados para su gloria. 

También se une al periodismo otra característica importante en la vida de Rubén Darío, los viajes. Su primer país fue El Salvador, en 1882, donde tuvo reconocimientos. Después no paró y pasó por Chile, Colombia, Argentina, España, Francia. Los viajes le aportaron conocimiento, sobre todo. “Fueron un recorrido –precisa el profesor nicaragüense– por el espí- ritu y el arte. Fue capaz de convertir los viajes en una mirada periodística y supo utilizar este recurso en la literatura”.

La música y el arte hicieron parte de él. Aprendió a tocar el acordeón de manera autodidacta. También el piano, señalan algunos, y desde pequeño descubrió su talento para el canto.​

El último lo hizo para devolverse a Nicaragua y morir en su patria. Querían que hiciera una gira por América desde Nueva York, comenta Luis Alberto Cabrales en Sangre y Tinta, pero ya estaba enfermo. Su ser fuerte y vigoroso estaba cansado después de tantos recorridos, de tantos problemas económicos, de haber luchado tanto, incluso en el amor. “En realidad finge que se deja convencer. Sabe para dónde va. A Gómez Carrillo (un amigo) le escribe: ‘voy en busca del cementerio de mi tierra natal’ (…) Por fin llega a su patria. Nicaragua lo recibe con ruidos y agasajos. Agasajos y ruidos vanos, para un hombre que sabe que va a morir”. Era el 6 de febrero de 1916. Rubén Darío se va del cuerpo, no de las letras. 

El modernismo 

¿Qué hizo Rubén Darío para que se le llame el padre del modernismo? Ser diferente. Ser un revolucionario que trajo otras ideas, otros experimentos a la poesía. Juan Camilo Suárez Roldán, docente del Departamento de Humanidades de EAFIT, precisa que más que romper la métrica, Darío la potenció, la enriqueció con fusiones de estilos y modelos. “La fértil recepción de la lectura de obras de autores de diferentes tradiciones poéticas que él encausó en la lengua en la que escribió. Su aporte no es necesariamente ruptura, no, es llevar al límite las posibilidades de expresión y creación del recurso lingüístico y el legado literario que recibió”. 

Aunque haya princesas y jardines de Francia en su poesía, sobre todo del principio, no se quedó allí. Era un hombre sensible, capaz de hacer relaciones con las letras para mostrar con exactitud un hecho, una imagen, una idea. El escritor Juan Gustavo Cobo Borda, en su ensayo Los múltiples Daríos, del libro A propósito de Rubén Darío y su obra, señala que hay que descartar la idea fácil de cantor de princesas. Para él fue el más importante poeta americano y lo describe como el más vigoroso, diverso, de mayor sensualidad y música incomparable, que penetró en el misterio de las cosas con mayor intensidad. 

Hay un momento en que los temas cambian, aunque hay una preocupación por la perfección formal. En el libro Azul. Prosas profanas, Andrew P. Debicki y Michael J. Doudoroff hacen énfasis en el libro Cantos de vida y esperanza, que algunos consideran su mejor obra poética. Para ellos, desde el prólogo hay una conciencia del escritor sobre su arte y, sobre todo, sobre “el movimiento de libertad que me tocó iniciar en América” y que estaba llevando a España. Rubén Darío sabía del rompimiento que estaba haciendo con su obra. 

En Cantos de vida, siguen los autores, “el lenguaje y el ritmo, igual que las imágenes, se ajustan siempre al tema y a la experiencia, y revelan una gran variedad. Disminuye, sin embargo, la cantidad de alusiones mitológicas, desaparecen casi por completo las alusiones a mundos exóticos, y la experiencia del poema depende más de temas contemplativos y a veces sociales. El tema del pasar del tiempo infunde toda la obra. Reaparecen actitudes políticas y sociales que se dejaban sentir en la poesía de Darío anterior a Azul; se subraya la conciencia de la América española y de la hispanidad, se destaca el amor a España, surge el recelo a los Estados Unidos y su política. Detrás del libro se sienten preguntas fundamentales acerca del significado de la existencia, y de las normas morales que deben guiar al hombre en su transcurso vital”. 

No es que cambie Rubén Darío, es que también ha pasado el tiempo, también ha mirado el mundo, y hay una mezcla de lo de siempre y de lo nuevo, de los años que ha vivido. Los temas filosóficos y sociales son importantes, los temas esenciales. De hecho, algunos críticos señalaron a Azul o Prosas profanas, dos de sus libros más importantes, como superficiales, por faltarle un poco de estos temas esenciales. Pasa que Darío también se va afinando, y sus temas, incluso, se van llevando cada vez a un lenguaje más directo, siempre poético. 

“De varias maneras –siguen Debicki y Doudoroff–, el ambiente sensorial y estético de la poesía de Darío se ahonda y adquiere dimensiones éticas. Todo esto puede relacionarse muy claramente con la vida del poeta; sus contratiempos y enfermedades, la conciencia de envejecer (…). Debe notarse, además, el influjo de la Generación del 98 española. Tras la angustia de los Nocturnos y de Lo fatal late la visión agónica de Unamuno; tras poemas como A Roosevelt y Salutación del optimista está la conciencia del mundo hispánico en pugna con la realidad norteamericana. Darío, en este sentido, representa muy bien un cambio que se deja notar en la poesía modernista a principios del siglo XX, en la que se siente un proceso general de ahondamiento filosófico, una disminución del exoticismo y una mayor preocupación con temas hispánicos y americanos”. 

Azul, sin embargo, fue el principio de la renovación. Rubén Darío había aprendido de adolescente la floresta verbal y la plasticidad de Víctor Hugo, señala el profesor Ricardo Llopesa. La grandiosidad de su poeta la descubrió en El Salvador, a los 13 años, cuando su amigo Francisco Gavidia le reveló el secreto de Hugo: partir el verso en dos hemistiquios (“mitad de un verso, especialmente cada una de las dos partes de un verso separadas o determinadas por una pausa en la entonación”: RAE), para que el verso ganara sonoridad. Así entró a los grandes de la poesía: Juan Mena (1411-1456) introdujo el verso de 12 sílabas, Juan Boscán (1492-1542) el endecasílabo, Garcilaso de la Vega (1414-1503) los ritmos clásicos y Rubén Darío (1867-1916), los ritmos modernos.

Hay ejemplos de que todavía se le recuerda. Parlantes, la banda donde el profesor Camilo es vocalista, se inspiró en algunos de sus versos para las nuevas canciones de su disco Todo esto eran mangas, y hay poetas jóvenes como Jorge Iván Agudelo que citan alguna de sus frases en sus epígrafes de libros.​

Jorge Luis Borges lo dijo en un discurso para el II Congreso Latinoamericano de Escritores en 1967 en su Mensaje en honor del poeta: “Cuando un poeta como Darío ha pasado por una literatura, todo en ella cambia. No importa nuestro juicio personal, no importan aversiones o preferencias, casi no importa que lo hayamos leído. Una transformación misteriosa, inasible y sutil ha tenido lugar sin que lo sepamos. El lenguaje es otro (…). Todo lo renovó Darío: la materia, el vocabulario, la métrica, la magia peculiar de ciertas palabras, la sensibilidad del poeta y de sus lectores. Su labor no ha cesado y no cesará; quienes alguna vez lo combatimos, comprendemos hoy que lo continuamos. Lo podemos llamar libertador”. 

La actualidad 

Tal vez no sea una lectura de la mayoría, aunque su nombre si ha de escucharse alguna vez, por lo menos. No está olvidado, aunque tampoco se le estudie y se le analice mucho. El profesor Llopesa comenta que es popular, pero en cursos superiores no se le estudia, quizá porque es un poeta hecho para las masas, no para pensar. Además, señala que es actual porque se anticipó a defender la libertad de la mujer (en Sonatina), habló del respeto por los animales (en Gesta del coso o Motivos del lobo), denunció los peligros del imperialismo (en A Roosevelt) y defendió la unidad de la lengua. 

De todas maneras, por supuesto, después de 100 años es posible que en sus poemas haya temas agotados, que ya se han abordado mucho, comenta Suárez, y que de seguro ahora se dirían de otra manera. Claro, él fue el primero, y de ahí en adelante muchos otros han continuado su camino y lo han potenciado en otros niveles. Se trata de un poeta fundacional. 

Hay ejemplos de que todavía se le recuerda. Parlantes, la banda donde el profesor Camilo es vocalista, se inspiró en algunos de sus versos para las nuevas canciones de su disco Todo esto eran mangas, y hay poetas jóvenes como Jorge Iván Agudelo que citan alguna de sus frases en sus epígrafes de libros. 

Todavía, el poeta que nunca fue sastre, hace poesía en los oídos modernos de esta época.

“La siesta del trópico. La vieja cigarra
ensaya su ronca guitarra senil,
y el grillo preludia un solo monótono
en la única cuerda que está en su violín”
(Sinfonía en gris mayor). ​ 

Última modificación: 27/02/2017 12:06