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El Eafitense / Edición 111 Jorge Cárdenas: memorioso, invisible

Jorge Cárdenas: memorioso, invisible

​​​​​​​En el Centro de Artes de EAFIT se exhibe, hasta febrero de 2017, la exposición Jorge Cárdenas,​ maestro, palabra y obra. Se trata de una muestra de piezas en óleo, monotipias, dibujos y murales del pintor oriundo de Santa Rosa de Osos (Antioquia). Esta reseña periodística, escrita por la curadora Sol Astrid Giraldo, muestra una faceta humana del artista.​


Sol Astrid Giraldo Escobar
Curadora

Jorge Cárdenas sale a caminar todos los días por alguna loma de El Poblado (Medellín). Saluda a su portero con la voz baja que nunca altera, mira las flores de los guayacanes y matarratones, y se detiene en los colores de la tarde. Los va traduciendo internamente, mientras continúa su paso sereno y disfruta la sensación del viento en la cara. Después de unas cuadras, entra a algún café vibrante, ruidoso, concurrido. Se sienta, bebe el ambiente, navega en el rumor denso de las conversaciones que no se entienden, en la sutileza de la luz filtrada, en la textura del instante. Placer de solitarios. Y se acomoda en un rincón: un hombre de canas, elegante, silencioso. Pide un café, lo paladea sin remordimiento, pues no le quita el sueño.

Y… mira. Sí, como todos, solo que él es un profesional. No se trata solo de abrir los ojos y dejar que los nervios ópticos actúen mecánicamente. Su mirada ha sido modelada durante los últimos 60 años en los duros entrenamientos de la perspectiva, el volumen, la posición... Ha perfeccionado con rigor de soldado los impulsos que la conectan con su mano y el lápiz que nunca olvidaría en su casa. A principios del tercer milenio, cuando tantas seguridades se han derrumbado en un mundo fragmentado y desestructurado, no es la única forma de mirar, pero es la que él ha aprendido y a la que se ha consagrado como un monje.

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​Cárdenas, un maestro curtido, ya en su octava década de vida, es capaz de despojarse de todo lo aprendido, de todas las cuadrículas renacentistas, de todos los reclamos de la armonía, para observar simplemente esa forma de desparramarse, más que de sentarse, de esta jovencita autista.​

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Saca entonces de su bolsillo una libreta pequeña. La llama “carterita” por su tamaño. Ha perdido la cuenta de cuántas ha llenado desde que llegó a Medellín en 1951, proveniente de su natal Santa Rosa de Osos (Antioquia), esa tierra de niebla por la que entonces todavía sobrevolaban brujas fugadas de la Colonia. Así lo dejó registrado en un dibujito entrañable realizado con la más ortodoxa perspectiva, que sobrevive en sus papeles amontonados, donde estas figuras se empinan negras y misteriosas. El sortilegio que le ayudó a conjurar aquellas brumas, inmovilidad y aislamiento, fue un grupo de amigos de adolescencia y los violentos acordes de Wagner, escuchados en tertulias que calentaban ese lugar tan lejos de todo. Estas circunstancias, más la guía de un maestro entrañable, Javier Gutiérrez, se mezclaron como un coctel molotov. Su explosión lo arrojó a las entrañas de las montañas del Valle de Aburrá.

Desde entonces no ha cesado de interrogarlas. Una y otra vez asiste a su espectáculo y disfruta su incógnita sin respuesta, tan impenetrable como deliciosa. A lo largo de los años ha registrado el imperceptible baile de la luz sobre su solidez monumental. Otras veces ha perseguido la mancha urbana que, al principio, devoraba lentamente el horizonte, pero ahora, con gula desenfrenada, amenaza con volver rojo-ladrillo todo lo que era el verde-frescura que se asomaba a su ventana. Sus pinturas, como un reloj de arena, han medido el tiempo de esta transformación. Su tiempo urbano.

Sin embargo, en este momento se está ocupando de cosas nimias, menos cósmicas, como el pelo enmarañado de una chica que le da la espalda y mastica chicle, hipnotizada por un aparatico electrónico entre sus manos. Ella, narcisa virtual, ignora a todos y a todo lo que quede por fuera de esta carcaza tecnológica… Sí, no tiene nada de musa, ni de las mujeres de facciones decó que ha perseguido una y otra vez en óleos graves y simbólicos. Tampoco son trascendentales los bluyines ajustados, las piernas cruzadas indolentemente o la pose descuidada. No obstante, ¡cómo se le revela la vida en ella! Al margen del dibujo anatómico que estudió con rigor en las primeras academias de la ciudad. Cárdenas, un maestro curtido, ya en su octava década de vida, es capaz de despojarse de todo lo aprendido, de todas las cuadrículas renacentistas, de todos los reclamos de la armonía,
para observar simplemente esa forma de desparramarse, más que de sentarse, de esta jovencita autista.

Tomarle el pulso a su tiempo

En esa figura, tanto como cualquier artista contemporáneo, es capaz de tomarle el pulso a su tiempo. Una revelación, sin duda, es lo que hay en esas libreticas. Revelaciones silenciosas, invisibles como el mismo dibujante, el más anónimo y menos “mirable” de todos los personajes exhibicionistas que se mueven con desparpajo a su alrededor. Él es un testigo que todos ignoran y, su ojo, uno que  nadie ve. Sus disecciones, en todo caso, irán al olvido porque estos esbozos no son para ningún espectador. Apenas funcionan como un diario íntimo en el que Cárdenas, además de hacer gimnasia con sus dedos después de haber ejercitado sus piernas, consigna los roces con la realidad, con la cotidianeidad más anodina. Esa que se desprecia, pero que puede dar cuenta del instante presente, al fin y al cabo, el único que hay.

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​Fue alumno de precursores como Eladio Vélez, León Posada, Emiro Botero, y digirió las enseñanzas del impresionismo francés, el iluminismo español y los desarrollos locales y propios de sus maestros.​

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Apuntes fugaces que nadie consideraría “su obra”. Para la crítica y para él mismo, esta hay que rastrearla, en cambio, en sus sutiles acuarelas, en las capas de sus atemporales óleos alegóricos y en las ejemplarizantes figuras de los murales con las que cubrió instituciones emblemáticas como el Liceo Antioqueño, el Hospital San Vicente de Paúl o la Alcaldía de Medellín, entre otros espacios, durante décadas de intensa producción. Todas estas, etapas canónicas de un artista “made in Medellín” de la segunda mitad del siglo XX.

Cárdenas perteneció a ese sistema, fue engendrado en sus entrañas, participó de sus mieles y de sus hieles, de sus posibilidades y sus límites, de sus debates y sus convulsiones, de sus exploraciones y sus crisis. Fue alumno de precursores como Eladio Vélez, León Posada, Emiro Botero, y digirió las enseñanzas del impresionismo francés, el iluminismo español y los desarrollos locales y propios de sus maestros. Pero también él a su vez fue maestro y difundió los preceptos académicos entre jóvenes que, con el tiempo, irían a transformar, precisamente, las bases de este mismo sistema, como Javier Restrepo o Hugo Zapata, entre muchos de sus centenares de alumnos.

Y, además de su aporte artístico, se instauró a sí mismo como el responsable de guardar la memoria de una generación a la que también ​pertenecieron Fernando Botero, Aníbal Gil y Rodrigo Callejas, entre otros, convirtiéndose en su primer historiador. Fue pionero en intentar construir este relato que no parecía un tema importante para la historiografía nacional en libros como la Evolución de la pintura y la escultura en Antioquia (1986), que, con sus fortalezas y vacíos, abrieron un camino y una inédita autorreflexión en la región.​

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​No se casó con ningún punto de vista, probó los límites del canon sin quebrarlo, renunció al estilo en un contexto que exigía tenerlo.​

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Por todas estas razones, ese hombre tranquilo, de seño adusto, trato suave y palabras medidas que camina, toma café y dibuja sin aspavientos en los rincones urbanos, es, paradójicamente, un personaje complejo. Un artista que se asomó a la aventura de sus tiempos. Acuarelista como Eladio Vélez,
muralista como Pedro Nel Gómez, buceó en las pesadillas de Goya, en la geometría de Cézanne, en la materia de Andrés de Santa María, se aventuró en los laberintos expresionistas que conoció de primera mano en Alemania y tanteó a los surrealistas que se apoderaron en sus obras de los campesinos cielos santarrosanos. No se casó con ningún punto de vista, probó los límites del canon sin quebrarlo, renunció al estilo en un contexto
que exigía tenerlo. Y pintó y pintó. Hoy todavía juega, como un principiante, con los pigmentos que se riegan al azar sobre pedazos de papel periódico. Allí disfruta la libertad de la mancha y se asoma a la estridencia de las imágenes banales de los medios como nunca ​osaría un académico ortodoxo.

Inclasificable

Audaz, experimentador, imperfecto, apasionado. Inclasificable. Cuando se le piensa como un académico tardío en los límites irreverentes
de la contemporaneidad, surge la evidencia de sus desobediencias constantes a la estricta figuración. Cuando se prueba a entenderlo como modernista, estorba a esta clasificación su respeto por la belleza correcta y su subyugación frente a la armonía. Cuando se analizan las retóricas maneras de sus murales y su corrección política, surge la procacidad, sinceridad y despojamiento de sus irreverentes dibujos para poner cualquier
convicción en entredicho.

Estos fueron los retos que se presentaron al realizar la exposición Jorge Cárdenas: maestro, palabra y obra, en el Centro de Artes de la Universidad EAFIT, que intentaba, con un poco de atrevimiento como todo homenaje, dar cuenta de una vida dedicada al arte. La selección de los trabajos
que habrían de exhibirse no podía más que ser subjetiva. ¿Se debía privilegiar al artista, al maestro o al historiador? Y entre las técnicas, ¿tal vez había que enfatizar su paso por el óleo más que por la acuarela que abandonó tempranamente, el fresco que experimentó con tanta intensidad o la vitalidad de sus monotipias?

Había otras dificultades: en su trabajo, por ejemplo, no hay períodos definidos, porque siempre exploró temas y técnicas diferentes, y hasta opuestas, al mismo tiempo. De otro lado, más que una sola obra muy característica y definitiva, hay más bien muchas, como promesas, intentos, exploraciones, preguntas. Además, la historia del arte había sido para él una labor, pero también un tema de la mayor importancia. Su trabajo teórico no se había reconocido en conjunto y su faceta pedagógica se había considerado secundaria. Y, para continuar con la complejidad, en este punto de
la investigación aparecen las “carteritas” elaboradas con completa libertad durante medio siglo, las que terminaban por poner en entredicho cualquier juicio definitivo sobre su obra.

Ante estos retos, la curaduría se decidió más que por categorías cerradas, por algunas líneas y ejes flexibles. Uno de los que primero surgió
fue el de “La Ciudad”, que abordó desde la mirada micro de los dibujos de sus habitantes anónimos hasta la geografía macro de sus encantadores
paisajes. Adobada, además, por el ideal que se impuso su época, concentrado en sus murales ejemplarizantes y cantores de esa invención llamada “antioqueñidad”. También se quiso dar espacio a su “Palabra” y testimonio, al relato que tejió sobre sus contemporáneos con las líneas del lenguaje, pero también con las de sus retratos íntimos. Y, por último, se recogieron los temas más recurrentes de su “Obra”: los paisajes, el cuerpo, las mujeres.

Esta es, pues, una expedición a la mente y el corazón de un hombre fascinado por las formas. Un hombre silencioso que todos los días sale de su casa a cazarlas en la corriente fugitiva del tiempo. Unas formas con las que le ha tomado el pulso a su época y a su ciudad. Cárdenas, el invisible, a quien no le es ajeno nada de lo visible.​
Última modificación: 06/04/2017 18:03