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Cuando las guacas arden

Mariana Hoyos Acosta 
Mhoyosa3@eafit.edu.co


Francisco Antonio García es nieto de un chamán y trabajó como curandero de picaduras de serpiente. Su esposa era indígena y murió cuando dio a luz a unos gemelos. Vivió casi toda su vida en Córdoba, allá donde se ven arder las guacas en el monte y donde la gente ha encontrado oro.

La guaca, cuando tiene oro, arde. Arde como una candela que está en medio del monte y como cualquier fuego, hay que apagarlo. Se orina la candela en cruz y se bautiza como a un niño. “Yo te bautizo en el nombre de San Juan Bautista y Santa Ana. En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo. Tres personas diferentes y un solo Dios verdadero”. Se reza un credo y un padrenuestro para declarar que la guaca es mía y para que no se me vaya. A veces, mientras uno reza, empiezan unos ventarrones horribles.

Y es que hay que ahuyentar al diablo porque eso está pactado con él, o eso dicen. A veces, son los mismos espíritus de las personas las que cuidan el entierro. A los indígenas también los perseguía la guerra, por eso tenían que enterrar sus cosas y cuando se morían, su alma se quedaba cuidándolas. Hay que bautizarlas porque se mueven debajo de la tierra y se van. Usted se puede demorar todos los años que quiera en volver por ella y ahí va a estar, pero si va a la guaca y no la saca, tiene que dejarle una prenda, sino, ella se vuelve a ir.

Lo alto que arda la candela, es lo que hay que cavar bajo tierra. Cuando se cava un entierro indígena hay dos tipos de tierra: la amarilla y la negra. Hay que seguir la amarilla y buscar las piedras que apuntan hacia dónde se debe excavar. Normalmente son una o dos piedras. Cuando se llega a la sepultura del indio, ahí está la guaca. Hay que tener la tierra bien desmenusadita porque de pronto se pierde la chaguala, el aro de oro que se ponían en el septum nasal. Los indígenas derretían el oro con matas porque en esa época no tenían los medios para fundirlo. Así era como lograban manejarlo.

Una vez yo me fui a buscar entierros con Pedro López, un costeño, y Pedro Alzate, que era paisa. Ellos sí eran guaqueros, guaqueros. Fuimos a muchas partes, pero solo encontramos unas piedras de moler. Uno se cansa de eso porque a uno le toca dormir solo en el monte. Al tiempo, me volvieron a invitar porque estaba ardiendo una candela a la orilla del río San Jorge. “Vamos que ahí hay oro, seguro que sí”, me decían, pero yo no fui, ya no quería seguir buscando guacas que no iba a encontrar.

Se fueron los dos Pedros solos y como la candela estaba ardiendo en tierra ajena, le dijeron al dueño que los dejara sacar la guaca, que si la encontraban, le daban su parte. Y la encontraron. Había mucho oro, pero ellos no iban a compartir nada. “No, no encontramos nada hoy, pero eso está cerquita, mañana volvemos”, le dijeron al dueño y dejaron sus palas para que les creyera. Se fueron con la guaca y nunca volvieron. Vendieron el oro y cada uno montó su tienda grande, por allá en un pueblo que se llama El Anclar en Montelíbano, Córdoba.

Pasaron los años y un paisano fue a ese mismo pueblo.  Allá le preguntó al hijo de Pedro López, Fortunato, si había alguna guaca ardiendo por allá. Él le dijo que sí, que en una quebrada que se llama Los Caracoles, varias personas habían visto una candela ardiendo. “Hombre por qué no me lleva a donde arde esa guaca, vamos a cavarla”, le dijo el paisano a Fortunato. Y se fueron un Viernes Santo a buscarla porque ese día era más seguro que ardiera. “Vamos a montarnos arriba de esta piedra a esperar que arda”, le dijo el hijo de Pedro y mientras tanto, fumaron tabaco.

Llegaron las 12:30 de la noche y nada que veían la candela, pero no les ardía porque ellos estaban encima de ella. De pronto escucharon algo que estalló debajo de la tierra y supieron que era la guaca. La bautizaron y el sábado pasaron el día en El Anclar, el domingo se fueron a mercar y después a cavar el entierro. ¡Oiga, y encontraron un escudo de puro oro!

Era como un chaleco que usaban en la guerra para protegerse. El paisano le dijo a Fortunato: “Mira yo te voy a dar 25.000 pesos, para que comas mientras yo voy a vender los oros y vuelvo a darte tu parte”. En ese tiempo eso era plata, pero nada comparado a lo que valía la guaca que habían encontrado. Resulta que el paisano se fue y nunca más se le volvió a ver. Estafó a Fortunato, el hijo del que le había robado al dueño de la tierra donde él encontró un entierro. La misma guaca le cobró el robo una generación después.