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El beso de Asaruna

Pablo Patiño



Dicen los antiguos relatos del pueblo de Samarcandia que, cuando Samsara, el dios primigenio, aquel que había estado flotando en aguas oscuras desde siempre, creó el mundo a partir de su sangre, su carne, su semen, su saliva, sus lágrimas y su aliento. Sin necesidad de otro ser. Los besos no habían estado presentes en esta formación, por lo cual, continuaban como algo inexistente entre dioses primarios y humanos.

En medio de este ambiente de creación y nombramiento de las cosas nuevas, el hijo mayor de Samsara, Fata, había declarado la primera guerra, la guerra que buscaba declarar quien, de entre todos sus hermanos, gobernaría la tierra y también buscaban, a través de la guerra inicial, dar a los primeros hombre alguna clase de entretenimiento.

Fata mandó a sus seis hijos a luchar, cada uno utilizó una modalidad de combate distinta. A su hijo menor, Asaruna, le fueron encomendadas las flechas. En medio de la batalla, este demostraba ser un intrépido guerrero, atravesando con sus certeras flechas a más de cien hombres a la vez. Una de las enemigas, la hermana de su padre, Solaris, observó que las flechas de Asaruna mermaban cada vez más su ejército, por lo cual decidió deshacerse de su sobrino. Tomó el ultimo residuo que quedaba del semen y de la sangre de Samsara, guardadas en botellas de cristal en el templo, las juntó con arena y moldeó a la mujer más bella que había sido tocada por los brazos del sol, y la llamó Dhaga.

Metida en un huevo adornado con espirales infinitas, Solaris lanzó a Dhaga hacia donde estaba Asaruna, y este solo pudo quedar embelesado al ver que del cascaron emergía una mujer con pechos redondos y firmes, con aureolas como dos grandes rubíes, unas piernas que parecían hechas con las dos palmeras más largas de todo el desierto, tenía el cabello corto y negro como las aguas embrionarias y su cara parecía esculpida por el dios Adagio, patrono de las artes y la perfección. Pero de entre todos estos atributos que Asaruna admiraba en la mujer del huevo, sus labios relucían como la belleza dentro de la belleza, unos labios que contenían el agua y la dulzura de todos los ríos del mundo. Asaruna dejó su arco y se despojó de su armadura, y tomó a Dhaga de la mano, la ayudó a salir del cascarón resquebrajado y comenzaron a caminar hasta el horizonte, sin despegar la mirada de esos labios misteriosos como dunas carmesíes.

Fata ganó la batalla, pero en cuanto vio que su hijo menor no había regresado preguntó si este había muerto en la contienda. El hijo del medio, buscando la inquina hacia Asaruna le dijo:

—No padre. Pero en mitad de la batalla, mientras las llamas consumían a nuestros hombres y los caballos se ahogaban en la sangre de sus jinetes, Asaruna, el último de tus hijos, eligió desviar la mirada de su deber sagrado y prefirió caminar hacia el horizonte de la mano de una mujer.

Fata estaba furioso al escuchar la desobediencia y cobardía de su hijo menor, golpeó el piso con fuerza, creando varios valles y golfos, y desgarró parte del cielo, dando paso a las primeras lluvias.

Ordenó que su hijo fuera traído de inmediato, junto con su acompañante, y mientras los hombres del mundo buscaban al dios Asaruna, Fata se dedicó a pensar el mejor y más cruel castigo, un castigo para infringirle el mayor dolor posible a su hijo, pero al mismo tiempo, enseñarle una lección de la primordial obediencia y la templanza en momentos de guerra.

Los hombres buscaron a Asaruna por los desiertos de sur, levantaron arenas de las dunas por meses, y lo buscaron entre las montañas nevadas del norte, mientras le pedían al dios del sol que derritiera glaciares enteros, solo para comprobar que Asaruna no se encontraba allí. Al final los encontraron, abrazados y dormidos en una burbuja de aire, en el centro exacto del mar. Fueron separados, encadenados por las manos y llevados frente a Fata en el palacio de la luz inicial. Allí, Fata recriminó a su hijo por sus acciones indebidas, y luego de observar que este no mostraba arrepentimiento y solo intentaba observar por entre los guardias a su amada Dhaga, decidió en el momento su castigo.

—Por tu afrenta, por haber escupido en los esfuerzos de miles de hombres que pelearon por nosotros, por haberte burlado de los llantos de dolor de mil hombres atravesados por la flecha, de mil hombres degollados por la espada y de mil hombres carcomidos por las llamas, te sentencio, Asaruna, a un exilio de 9 mil años en la parte más inhóspita del cielo. Por 9 mil años te encargaras de que el sol salga cada mañana y alumbre con el debido calor al mundo y que la luna salga cada noche y vaya cambiando su forma durante el mes— dijo Fata, observando a su hijo a los ojos y martillando el piso con su lanza roja.

—Y tú, mujer maldita. Por haber envenenado la razón de mi hijo y por haber cocido a sus ojos tu pérfida y abyecta figura, te condeno a ser sujetada por los pies, con clavos, al tronco que sostiene a la tierra en el mundo subterráneo de los muertos, para siempre.

En ese momento Asaruna gritó y suplicó por primera vez a su padre. Le pidió que lo mandara a él también, que lo uniera con clavos y cadenas al tronco, pero que le permitiera continuar, aunque fuera en el más terrible de los mundos, al lado de Dhaga. Su padre no se mostró dubitativo en su condena, ya que buscaba exactamente eso, separar a su hijo y a esa mujer.

Asaruna comprendió que su padre no mostraría piedad, entonces, antes de que este hiciera efectiva su condena, y al ver que no le sería posible romper las cadenas de sus manos, Asaruna se lanzó hacia Dhaga, abrió su boca y uniendo sus labios rebuscó en lo más profundo de su ser hasta que logró encontrar el alma de su amada. Con su lengua la extrajo de su cuerpo, la tragó y luego separó sus labios de los de ella. El cuerpo vacío de Dhaga cayó al suelo, y cuando Fata golpeó con su lanza, una maraña de llamas como brazos contorsionados arrastraron el molde sin vida hacia un agujero del cual se escuchaban gemidos de desespero y tortura, pero su alma viajó dentro del cuerpo de Asaruna hacia los cielos. Allí, este esperó durante 9 mil años, recordando cada noche el momento en el cual posó sus labios sobre los de Dhaga para salvar su alma. Luego del exilio, volvió a la tierra y recordando los poderes de creación de su tía Solaris, le imploró que le creara un cuerpo para depositar el alma de Dhaga, no le importaban los materiales ni la calidad de la escultura, el único requisito que le pedía era que le dibujara unos labios bellos como los que alguna vez Dhaga tuvo, unos que le recordaran el acto de amor más sincero que el mundo había visto hasta el momento.

El pueblo de Samarcandia, admirando la determinación de Asaruna, comenzó a unir sus labios con los de sus seres amados para demostrar que, cuando se ama a alguien, se le hace entrega total del alma plena, besando.