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El tabaco y Chabela

Martín Uribe Velásquez

Chabela se sienta en el sofá, esta vez no va a leer el tabaco. Va a contar la historia de su vida y para eso exige ron, Canada Dry y un vaso con hielo.
¿Qué película voy a contar? ¿De terror, de romanticismo, prostitución, de bruja? Yo no sé cuál van a elegir. Si les contara mi vida, necesitaría cien años de soledad.
Mi papá era de Urrao y mi mamá de Sincelejo, se conocieron en una finca, se fueron a Montería una temporada y los primeros hijos los tuvieron en Barranquilla. Para Medellín se vinieron en el año cuarenta y uno. Llegaron a vivir al Barrio Antioquia y aquí, en Guayaquil, le pusieron el apodo de Gorra Vieja a mi papá porque siempre usaba un sombrero. Éramos once hermanos, yo soy la última y la desgraciada porque me ha tocado enterrar y bregar viejos como un hijueputa, con decirte que todos los mozos que he tenido son viejos, yo no sé qué es relacionarme con muchachos. Nací entre viejos y así parece que me voy a morir.
Entonces Gorra Vieja, mi papá, al que los hijos le decíamos Maestro, se volvió malo acá en Medellín. Se agarró a beber, se consiguió un local en San Félix con Los Huesos, puso un taller de tapicería y allá se quedaba bebiendo trago en las cantinas. Un día mi mamá filó a todos los hombres y les preguntó que con quién se quedaban, si con ese viejo o con ella y, por supuesto, todos dijeron que con ella, entonces empacaron la ropita y se fueron antes de que llegara el Maestro. — Y al que diga dónde vivimos, le corto la lengua— nos amenazó.
Mis hermanos trabajaban en el taller de tapicería. Yo me veía con mi papá porque a un señor al que le decían Lore, lo mandaban a recogerme. Estando allá, me iba para las cantinas con el Maestro. Eso me fascinaba, yo quería que llegara el sábado rápido para irme a estar con él. Me sentía como un hombre berraco, que nadie me podía decir nada. Yo era feliz bebiendo y, además, le encendía los tabacos cuando fumaba. Por la mañana iba con los calzoncitos en una bolsita y una mudita de ropa y en la noche volvía prendida. Tenía unos siete años.
Nacimos en la pobreza absoluta. Pero yo nunca me sentí pobre. En la escuela la maestra decía: — Levanten la mano los niños pobres —. Y les regalaban un pedazo de pan con queso. Yo no levantaba la mano para-na-da. Y mientras iba creciendo empecé a notar que no me veía igual a mis hermanos. No me sentía que pertenecía a esa familia. Y se lo preguntaba a mi mamá. Yo veía dentro de los demás y le decía: ellos son muy malos, mis hermanos son muy malos. Uno no es malo porque mató a fulano o porque le enterró un puñal. Hay muchas formas de serlo, no es solo cuando se agrede a otras personas, es porque de adentro nació así. Con padrenuestros no se consigue la calidad humana.
***
A mí nunca me gustó el estudio, pero mi hermana, que me amaba, dijo que tenía que terminar la primaria. Me metió en La República Argentina, en Buenos Aires, en la Playa con Córdoba. Estando allá conocí a la hija de Carlos Vieco y cuando terminamos, me dijo: —Oíste Chabe ¿No querés pues estudiar nada? Entrá a estudiar taquigrafía ahí en Carvajal y Compañía, en Carabobo — Y allá empecé a fumar tabaco—.
La primera clienta a la que le leí el tabaco fue una profesora con la que yo me llevaba muy bien. Una voz me dijo: 
— Empiece con ella. 
—¿Empezar qué? 
— Léale el tabaco a ella que usted ya sabe. 
— Yo no sé nada de esa señora, ¿cómo le voy a leer el tabaco? 
— Es que usted no tiene que leerlo, yo le voy a hablar. 
Todo eso me lo decía una voz al oído. Un muerto que me habla. 
— Profesora venga yo le leo el tabaco. 
— ¿Usted? — Me miraba como dudando, entonces yo le dije que ella tenía un problema con un hombre, que yo le podía ayudar. Me dijo que fuera ese sábado y me dio la dirección: 
— Yo vivo en San Joaquín. 
— ¡Ah no!, yo no sé eso dónde queda, pero yo cojo un taxi y me lo paga en su casa. Yo le digo a mi mamá que yo voy a ir y ella me deja.
Llegué, me bajé, le leí el tabaco y le acerté. Le dije que ese hombre era casado y que con ella no se iba. Y le empecé a leer gratis el tabaco a todas las peladas en Carvajal y Compañía. Me volví un as en eso, porque la voz me hablaba y sabía qué decir. Ahí fue que supe que me iba a dedicar a eso para ayudar a la family.
***
A mi papá le dio cáncer de laringe y los últimos meses de su vida no los pasó en el taller sino en la casa con mi mamá y mis hermanos. Ella dijo que lo recibía pero que no lo atendía, habían pasado dieciocho años sin verse. Le dieron la primera pieza y todo el que entraba seguía derecho sin mirar. En el velorio de Gorra Vieja conocí a un hombre al que le decían Rumbo y era chofer de Griselda Blanco, la reina de la coca.
Yo me enamoré de Rumbo pero él vivía con una mujer muy brava, cada que me la encontraba, ella me sacaba cuchillos, me amenazaba, pero a mí no me daba miedo. Ella era un vieja y yo una mujer nueva.
— Mientras que ese hombre me busque a mí, yo le doy lo que quiera porque aquí mando yo. La única propiedad que tengo es ésta y no tengo otra. Y voy a estar con él por encima de su cabeza — Le contesté una vez a la señora.
Decidí hacerle una maldad muy grande en el cementerio de Belén. Ya mi papá estaba enterrado y le dije a uno de los sepultureros:
— Cuando vayan a enterrar a una persona, me llamás a mí para venir antes. 
—¡Ay Chabela! — Me contestó él con miedo. 
— Ah, no seas tan bobo, eso no pasa nada.
Antes de un entierro cualquiera metí el nombre de la vieja en un papel y lo amarré con un pedazo de hígado. Yo quería que ella se pudriera con ese muerto. Para no alargar el cuento: a la vieja la cogió un carro y le partió la cadera. No se murió, pero duró mucho tiempo sin caminar. Yo era feliz porque me iba con Rumbo para donde fuera y la vieja no se podía parar.
Estando con Rumbo me relacioné con gente de la mafia. Ya no tenía clientela pobre, sino ricos, mafiosos. A los traquetos del Barrio Antioquia los bañaba para que coronaran: iban, venían y me traían plata. Me estaba yendo muy bien, pero yo tenía que pagar la maldición que le había hecho a la mujer de Rumbo. Y conocí un cubano que vivía en Panamá y le pregunté que si no necesitaba una empleada doméstica. Yo pensaba que yéndome de sirvienta seis meses, iba a pagar mi castigo por la maldad que le hice a esa vieja. Llegué a Panamá en una avioneta llena de “maizena”, nos recibió un carro oficial, pero nunca me pusieron el sello de entrada. La esposa del cubano, que era judía, me humillaba con la comida y solo me daban habas. Pasó el tiempo y como el cubano no aparecía, le dije a la mujer: — ¿Oiga, por acá no hay una iglesia cerquita? Y me mostró el camino, cogí confianza y seguí yendo los domingos. A los seis meses cogí el pasaporte, mi cédula, me fui para misa y no volví. La judía me echó a inmigración y yo sabía que me estaban buscando. Me escondí en un hotel y supe que por esos días había llegado el cubano. Él me pidió perdón y me contactó con el abogado de los mafiosos de la época. Se solucionó todo el papeleo, lo de mi sello y hasta plata me dieron para que conociera Panamá. Yo pensaba que había pagado por el mal que había hecho, pero lo pagué de otra forma.
A Rumbo lo mataron y el espíritu de él se posesionó en mi cuerpo. Yo no comía y vivía con una incertidumbre en el pecho. Entonces conocí a una espiritista que se llamaba Manuelita. Ella puso un cuaderno, una vela, un vaso de agua, un bolígrafo y dijo: ¿Cómo se llama el muerto? Él ahí mismo llegó, el don mío era escuchar el muerto y el de Manuelita era escribir.
— Vea, ese hombre no la quería, la adoraba y él no ha llegado a donde tiene que llegar, entonces ese muerto se la va llevar a usted y por eso usted está obsesionada, porque lo mataron y él tiene todavía tiempo.
Según el espiritismo, cuando a uno lo matan, el tiempo es cortado porque el cuerpo todavía quiere vivir. Rumbo decía que era más fácil llevarme a la muerte que volver a la vida por mí.
Entonces Manuela me hizo un exorcismo en el cual yo me morí. O eso creo, porque yo sí estuve con el muerto allá. Él no decía nada ni yo tampoco, no estábamos en la tierra, era otro espacio. Cuando desperté, Manuelita me estaba pegando muy duro en la cara. Me estaba quedando allá feliz porque siempre me ha gustado la muerte. ¿Si vos siempre has querido estar en un espacio como ese y estás allá pa’ qué vas a volver?
— ¿Qué tal te fue? —Maravilloso y vos para qué me llamabas, ¿para qué? ¿A volver a qué Manuela? — Es que la vida suya es esta y usted tiene una misión muy dura que cumplir.
Y no me volví a acordar de Rumbo. Manuelita también me dijo que la voz que yo escuchaba, la del muerto que me decía cómo leer el tabaco, era la voz de un hombre campesino que también fumaba. Un señor costeño y moreno que se llamaba Francisco. Él me acompaña para ayudarme con la misión de cuidar a mis hermanos.
La manera en que en realidad pagué la antigua maldición de la mujer de Rumbo, pasó cuando una amiga que se llama Nora Burgos me regaló unos zapatos y me dijo que tenía que limpiarlos con gasolina. Los muchachos del barrio no tenían gasolina, pero tenían otro líquido raro. Cogí un trapo y me fui para la pieza. El frasco se me había quebrado y yo no lo recogí sino que yo me iba agachando e iba limpiando los zapatos. Cuando prendí la televisión, al segundo explotó. También se prendió el perro lobo que tenía. Yo era a los gritos, la puerta no abría y la ventana estaba cerrada. En el desespero, el muerto dijo: — Quiebre el vidrio de la ventana y abra la puerta—. Logré abrir la puerta, entró la gente, eché dos baldados de agua a la pieza, arreglé el tema del perro, después sentí como un ardor en los pies, me miré y eran las chancletas prendidas.
En el procedimiento para despegarme las chancletas plásticas, me tuvieron que volver a quemar. El doctor Matasanos, me puso unas cositas de hierro para que los dedos no se me pegaran. Empezó a salir carne, pero no podía caminar porque las quemaduras tienen un proceso muy lento. Duré un año sin salir hasta que Nora Burgos llegó y me dijo: —Esta mierda se acaba hoy, nos vamos para San Antonio de Prado a bailar—. Me fui con ella, me metí una rasca de aguardiente y bailé toda la noche. Al otro día me levanté y tenía los pies pelados otra vez. Es que, se da cuenta de que el vicio puede más que la razón.
***
Yo le he fumado a gente de España, Estados Unidos, Panamá; le he fumado a chilenos, franceses, italianos. Me falta ir a Marte. La gente piensa que uno hace milagros y yo solamente les digo la fuente para que encuentren la verdad. El milagro es hablar y decirles el transcurso de su vida. Cómo va a cambiar, qué es lo que debe hacer. Las palabras están puestas por el oído y así le puedo llegar a las personas.
Hay algunas a las que no les cobro porque a mí este don no me costó nada. Las he sacado de la olla, les he ayudado a conseguir trabajo, a surgir. Si están estancadas yo las baño en el nombre de Dios y las rezo. La voz me orienta, por lo general no siento miedo, pero cuando algo me atemoriza y la voz me dice que no vaya a un lugar, es porque no necesito ir, y si voy, algo me pasa. En diciembre, por ejemplo, el Matasanos me detectó un cáncer en el seno y la voz del muerto me dijo que no me preocupara. El doctor era asombrado porque yo no lloraba ni nada y me dice que yo soy un ejemplo de vida. Me anima para que dé testimonio en Medicancer y yo le respondo que no voy a hablar nada de eso, la gente no tiene nada en la cabeza. Primero tendría que enseñarles a manejar la mente. Nadie hace milagros, los milagros los hace usted mismo, los crea usted mismo. Yo misma creé mi propio milagro.
La gente tiene que borrar las palabras esperanza y fracaso del alfabeto. La esperanza es débil y mediocre, no hace realidad nada, es postergación, es aceptación. Y el fracaso bloquea el éxito, destruye y no permite que la mente se aclare, no te deja seguir adelante. Siempre he creído en la causa y el efecto, de eso nadie se salva, yo tampoco.