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EAFITNexosEdiciones​Los remanentes del ruido

​Los remanentes del ruido

​Juan  Camilo Botín Sanabria
juca.botin@gmail.com


Cuando conocí a X el cielo era del color de un rio después de una borrasca. Los días eran de un gris turbulento y en las habitaciones las noches se volvían sofocantes. Si me concentro todavía puedo recordarlo claramente. Ocurrió una madrugada cuando regresaba a mi casa. Él se moviá en la cama, luchando para deshacerse de las sábanas, se llevaba las manos a la cabeza, respirando agitadamente. Estaba asomado por la ventana abierta, blanco como un fantasma y me impresionó tanto que me detuve sobre la marcha. Mantenía la mirada fija hacía en el horizonte, la lluvia le bañaba, pero no se inmutaba.

De noche y desde las ventanas de cualquier edificio, la ciudad parece la maqueta submarina de una cárcel. A X comienza a faltarle el aire y abajo, muy abajo, cree ver la respuesta… Llovía, y no había más ruido que el martilleo de las gotas contra la capucha de mi impermeable. Lo veía tan lejano que parecía el último hombre en el mundo. X comenzó a caer como si un soplo de viento le hubiera hecho perder el balance, en cámara lenta, como cae una pluma. Se desplomó al vacío y asustada me quedé esperando lo inminente. Con los ojos abiertos esperé el ruido.

Conforme fui creciendo, la soledad se fue acentuando en torno a mí como una nube de zancudos que alejaba a los demás. Creo que por eso comencé a llenar mis vacíos con música, para hacerla mi defensa contra el estancamiento. Con música podía moverme como una sombra, mis pasos apenas hacían ruido, era una masa de aire que se acomoda en los espacios entre la gente. El silencio hacía que el mundo se fuera cerrando a mi alrededor y sentía que me costaba respirar y recordaba los días de pesca cuando me quedaba mirando los pescados en el agua ensangrentada del balde. Les veía los ojos abiertos y parecía que decían algo mientras abrían la boca hasta que quedaban con el vientre hacia arriba, inmóviles.

Mi abuelo solía decir que nací con la tristeza a cuestas. De pequeña cuando me abrazaba decía que, mezclado con el aroma a galletas, natural en los niños, tenía el perfume del encierro. Decía que tengo el don de la concentración. Por eso podía quedarme horas viendo las nubes a través de la ventana o la carrera que cogían las gotas para encontrarse entre ellas en la superficie del vidrio. Con esa misma fijeza me sentí observándolo una vez alcanzó el pavimento. Caminé hasta el borde del viscoso jugo de mora que emanaba de la criatura a mis pies. La masa agonizante, a la que le costaba trabajo emitir sonidos apenas respiraba. Recuerdo cuanto me entristeció verlo así, fue como volver a estar junto a los pescados en el balde. Tuve ganas de preguntarle si le dolía y que, si estaba asustado, pero solo pude mirarlo. "Dime algo X", pensaba. Estoy segura de que me hubiera respondido que todo era una mierda.

Todo lo vi desde el fondo de un túnel. Llegaron los policías en motos, la alarma de un carro comenzó a inyectarse en mi cerebro, la ambulancia apuntaba sus luces hacía el muerto a mis pies. Unas sombras cruzaron de prisa por mis costados, los rostros cubiertos y se comunicaban en un idioma que no entendía. Todo fue como estar en una obra de teatro: el charco de sangre, la mujer envuelta en un impermeable amarillo, la lluvia, la bruma. Súbitamente comenzaron los ruidos más terribles, las voces en el aire, el interrogatorio, el sonido infernal del cierre después de que las sombras metieran el cuerpo de X en una bolsa negra y la cerraron sin que nadie alcanzará a despedirse.

Los vecinos aparecieron en los balcones y en la calle. Los padres cubrían los ojos de sus hijos mientras intentaban averiguar qué había sucedido y se hacían preguntas. Algunos opinaban del muerto: que si salía temprano al trabajo o que si hacía mucho ruido los viernes en las noches, que del apartamento salían ruidos de sexo y música, que un aroma a hierba quemada reptaba las paredes o que si alimentaba aves desde su balcón. Una muchacha joven recordó una tarde de domingo en la cual X le llevó un plato de boeuf bourguignon, una anciana dijo que lo había visto besarse varias veces con otros hombres en las escaleras.

Yo quisiera haber mencionado algo acerca de sus bellos ojos azules y como se fueron quedando sin brillo, o como fue abandonando el color sus mejillas, y como los labios se le deshacían como hojas secas. Nadie mencionó la manera antinatural en que quedaron sus extremidades, ni cómo sonaron sus huesos cuando las sombras lo movieron. No pude saber cómo fue su vida, ni qué leía o qué películas disfrutaba. Tampoco pude preguntarle si era verdad que la vida nos pasa frente a los ojos a segundos de la muerte.

Desde la caída de X comencé a despertar en la madrugada, con sudor entre los pechos, el cuello enrojecido y una sed calcinante; una sensación de caída libre depositada en mi estómago. La imagen de la pradera verde donde corrían los rinocerontes cambiaba bruscamente por la de mi cuarto a oscuras. Los rayos iluminaban brevemente la habitación y X se aparecía agonizante. Me miraba desde el suelo y con sus ojos azules me decía que todo era una mierda, que todo dolía. Asustada, me tapaba con las cobijas sin importarme el sudor y cerraba los ojos para imaginarme que le sostenía la cabeza en mi regazo mientras le hablaba de la pradera y la manera en que el viento sacude el pasto verde, del vuelo de los pájaros grandes como pterodáctilos y como todas las noches hay lluvia de estrellas.

Con los ojos cerrados, sofocada, en verdad me esforzaba por tranquilizarlo para dejar de escuchar sus jadeos y de sentirlo convulsionarse en mis brazos. Con el tiempo se quedaba quieto y solo se advertía su llanto. Al abrir los ojos me encontraba con las paredes desnudas y el aire era desplazado por una soledad que se hinchaba ocupando todos los espacios como si fuera un pez globo gordo y venenoso. Entonces me levantaba y salía desnuda a pararme en el balcón a ver cómo el cielo se tornaba gris y luego comenzaba a inflamarse cuando despuntaba el alba.

No sé cómo quitarme el miedo. ¿Quién me hubiera podido decir si cuando dejara de flotar dejarían de torturarme las sábanas, la ropa y la gente? Desesperadamente quería saber si afuera de este mundo gélido la lluvia dejaría de herirme como cuchillas, si después podría hacer amigos que se interesaran por contarme los lunares en los brazos y con quienes podría correr descalza por la pradera para recoger flores y hacer ramos que arrojaríamos al mar. Intenté hablar con X, para averiguar todas esas cosas que quería saber, le decía cosas al oído mientras pasaba mis dedos entre su pelo.

Su mirada se sentía más intensa y susurraba que fuera hasta donde él estaba. Le preguntaba: "¿Cómo te alcanzó? Sonreía dulcemente, yo comenzaba a llorar mientras seguía acariciándolo, hasta que su piel se volvía fría y se iba desprendiendo como la corteza de un árbol. Decidí dejarlo en el suelo y salí desnuda al balcón. Me fui haciendo infinita y abstracta como el interior de un caleidoscopio. A mi espalda las cortinas se batían con el viento, cubriendo la habitación, el ventanal era la puerta que clausuraría para siempre la madriguera donde quedarían el pez globo y el silencio. Entonces supe, que estaba lista para marcharme a un lugar donde no habrá enemigos, ni cruzadas, ni un hombre moribundo recostado en mis piernas.

Las plantas de mis pies me queman, tengo la piel erizada y mi pelo se mece con la brisa. A pesar de todo me gusta la lluvia. A mi lado, sentado sobre balaústre está X. El corazón me late con fuerza, el nudo en mi garganta apenas me deja respirar, intento relajar el cuerpo y abro grandes los ojos para mirar el largo de la calle y no perder ningún detalle. El verde profundo de las hojas de los árboles, los movimientos de las ardillas entre las ramas, aspiro la esencia de la ciudad, el alcantarillado que se mezcla con la lluvia y olor a pan y a café que flota en el aire.

De pie en la frontera entre el final y el comienzo de los remanentes del ruido, estoy feliz porque pronto veré al anciano que le ganó la guerra al olvido. Juntos recordaremos el sabor del aguardiente, el rubor regresará a mis mejillas y entonces le preguntaré a X todo aquello que quiero saber de él. Mi abuelo me arrullará en las noches y dirá que, mezclado con el aroma a galletas, natural en los niños, tengo el perfume de las flores y de la hierba. Correré hasta el borde de la pradera y veré el mar extendiéndose hasta más allá de donde alcanza la vista, pisaré firme y dejaré de sentir frio.