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El plan dominguero incluye pala

Silvia Natalia Rojas Castro
snrojacs@eafit.edu.co
@natalia.rojasc

Mientras muchos lo utilizan para descansar, el fin de semana en El Faro rima con trabajar. Los habitantes agarran lo que tengan en sus casas para levantar proyectos que favorezcan a la pequeña y empoderada comunidad.

Parece cualquier domingo en el barrio El Faro de la Comuna 8, pero no lo es. Son las 7:00 a. m. y puntual, como siempre, se despierta la bestia a pedir desayuno. Esa mula no insiste mucho porque sabe que Chila dentro de poco sale a encender los fogones de las empanadas y, algunas veces, le da una que otra zanahoria. Es día de convite. El barrio recibió nuevamente la invitación a colaborar en la construcción del Centro Cultural durante la asamblea barrial que se hizo el sábado anterior.

El reloj marca las nueve de la mañana. Se armó el convite. El objetivo general es construir el Centro de Cultura del Faro, pero como todo no se puede hacer al mismo tiempo, el objetivo del día es vaciar columnas. El primero en llegar es Robinson con sus amigos de la cuadra, poco después, como hormigas, descienden del bus unos voluntarios que vienen del casco urbano y han decidido ayudar a diseñar los planos y la estructura de la obra. Ellos, en vez de hojas, llevan en la espalda ganas, de esas que solo se consiguen cuando alguien decide madrugar un domingo a camellar en la montaña.

Robinson, el presidente de la Junta de Acción Comunal de El Faro, reúne a los voluntarios alrededor de los escombros y da las instrucciones: los pelaos fuertes deben cargar bultos de materiales y mezclar concreto, las muchachas pueden empezar a mover las montañas de tierra que hay atrás del terreno con las palas y los que se defienden en construcción, pueden plantar las varillas metálicas de las vigas en las zonas establecidas. De pronto, tintinean unos pasos más pequeños, esta vez son Juan David y Matías, hermanos de 13 y 7 años, con unas picas y palas más altas que ellos que las manejan mejor que los adultos. Llegan animados con sus pequeñas manos dispuestas a ayudar mientras otros vecinos se acercan enviando baldes y una que otra herramienta.

Son los que son, están los que están y el que quiera llegar nunca se va a rechazar. Cuentan con la gente, la berraquera y, por supuesto, con la inspiración de la gran vista de la ciudad. Sin embargo, los vecinos no están solos, los acompaña Rubén Blades, a quien escuchan cuando trabajan porque les produce un excesivo amor y control en el trabajo que hacen cada fin de semana. Mientras vacían el concreto no pueden evitar murmurar en coro: “La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida”.

Poco a poco se aumenta el punzón en la espalda y el número de ampollas de las manos. Como una cajita de música cada persona engrana completamente en la escena y el lugar toma forma. Sin embargo, el apetito de los mosquitos no es el único que empieza a proliferar, pues mientras avanza el segundero del reloj, la gasolina en los estómagos alerta el tanque vacío. De repente alguien pronuncia la frase que todos quieren oír y que pocos se atreven decir: “¿Vamos a almorzar o qué?”. Un paso adelante se encuentra la señora de Zapata, que ya tiene en la mesa listo el sancocho de gallina. ¿Cuál es su función? Atiborrar las barrigas de los ya cansados jornaleros. El llamado no se hace esperar y en un par de brincos llegan los vecinos al rancho de los Zapata dispuestos a recargar combustible para continuar. En una mano la cuchara y en la otra el tazón, el cual esperan que en algún momento muestre fondo. El jugo de guayaba complementa la amena conversación sobre los verdaderos amores que tiene todo paisa; el verde y el rojo. Saltan yucas, plátanos y huesos de pollo, faltó por saltar el cuncho, lástima que ni ese sobró.

No demoran en llegar los grupos de gringos que quieren contemplar las grandes vistas del Valle de Aburrá guiados por los líderes de las comunidades tradicionales que la habitan. Pero antes, que no falte bajar la comida echando una polita en la guarida de Elemento Ilegal, el grupo juvenil del barrio que trabaja por la comunidad el tema artístico. Después de una cerveza bien charlada, la caminata turística concluye el ajetreo de un día productivo. Entrada la noche se revisan los resultados: tres columnas, listas; tierra movida, lista; materiales, listos; ¿qué queda?, regresar el otro domingo.

***

Hace veinte años entre las quebradas La Loca y Chorro Hondo llegaron desplazados por la violencia familias provenientes, la gran mayoría, de municipios de Antioquia. Su aglomeración es conocida hoy en día como el barrio El Faro de la Comuna 8, ubicado en el límite de Medellín con Santa Elena. Estas personas han ido lentamente erigiendo la vida en la ciudad después de salir de sus tierras campesinas muchos años atrás. Ahora los edificios hacen parte de su paisaje y el trayecto hacia sus casas marca diferentes rutas y medios de transporte.

Como gusano en manzana se desliza el 105 entre las nuevas y vertiginosas vías que llegan a la periferia y colindan con el Cerro Pan de Azúcar. El bus arranca en Maturín justo al lado de la Placita de Flórez, sube por el Enciso los Mangos hasta Llanaditas, realiza unas cuantas paradas en Golondrinas y, finalmente, desemboca al frente de un gran letrero que enuncia: “dignidad y resistencia”, hecho por Elemento Ilegal. En esos aproximados treinta minutos el panorama lo conforman, principalmente, unos techos de zinc y plástico. Las tablas son más comunes que los ladrillos, pero ambos trazan los hogares de sus habitantes. No es raro observar varias obras en construcción o sin terminar, pues muchas veces la tenacidad no es el único material necesario para construir. Pocas voces pronuncian El Faro a excepción de Osquín, un líder del barrio, y las decenas de personas que lo habitan, pues no aparece en los mapas, pero sí en las entrañas de sus pobladores.

Que un ranchito por acá, un terreno por allá. Tal cultiva maíz, este otro fríjol. Así fue como se fue labrando la historia y el sustento de los vecinos del barrio. Las luchas ajenas los metieron en la propia lucha de resistir en esa travesía que llaman vida, la cual les ha permitido conocerse entre ellos mismos para conformar su pequeña comunidad. “Los que pudieron coger los lotecitos grandes, llegaban y vendían un pedacito de tierra y le decían al otro: “Ubicate vos acá, yo te facilito el suelo pa’ que vos hagás tu casa y vos me das los materiales pa’ yo hacer la mía. Eso es lo que la mayoría ha hecho para organizar su casita”, menciona Osquín sobre los inicios de El Faro mientras se masajea sus trajinadas manos que exhalan experiencia. Tiene la piel trigueña de recibir el sol y un bigote que ajusta a la perfección arriba de sus contados dientes, los cuales no evita exhibir cada vez que menciona los proyectos que hay en el barrio.

Pero las iniciativas de sus residentes no solo se establecieron al momento de distribuir los territorios, más adelante fundaron unas normas que les permitían mantener la convivencia con los demás habitantes. En un tiempo, cuando la tolerancia era muy poca y los conflictos eran continuos, se creó la famosa “tela de juego”, una regla que definía la forma de proceder cuando surgían argumentos o peleas entre ellos. Funcionaba como un juicio en el que las personas que estuvieran molestando eran llamadas por la comunidad y puestos al frente. Estos mismos debían consultarles a los demás sobre la resolución del acto para que, finalmente, todos votaran la forma de resolver la situación. Nadie quería estar delante en la tela de juego y esto disminuyó mucho la inseguridad y las disputas entre todos.

“El principio de la dignidad es el hábitat”, dice Osquin sobre la formación del barrio y las personas que habitan en él. En la pared de una casa resalta el mural de la primera habitante que llegó a la zona hace cincuenta años, doña Libia. Como adolescente rebelde, se escapó de su pueblo con el novio en búsqueda de la vida plena. Llegó a El Faro y se la sudó completamente; todos los días bajaba al centro caminando lo que es un trayecto de media hora en bus, solo para llevarle el almuerzo a su amado. Poco a poco fue acogiendo a los demás visitantes que terminaron siendo más bien pobladores del barrio, ayudándoles a levantar su domicilio y conformar un hogar. Hoy en día se dedica a descansar en su casa y a participar de una que otra decisión que toma la comunidad.

Finalmente, después de juntarse, conocerse, establecer la repartición de parcelitas y las normas de convivencia, la comunidad se siente preparada para asumir un nuevo reto: hacer que se acerquen más personas a sus laderas, disfruten la belleza del campo en la ciudad y observen lo que puede lograr un grupo de personas que se organizan para crecer en colectivo. El proyecto de construcción del Centro de Cultura, además de servir como una excusa para juntarse y realizar actividades entre ellos mismos, es la forma en la que buscan acercar el centro urbano a su realidad y mostrarle a las personas de abajo que por allá arriba hay una comunidad establecida social, cultural y, sobre todo, políticamente en función del territorio que siguen construyendo. Y para ellos el año tiene cincuenta y dos domingos en los que ni la pala ni el sancocho pueden faltar.