Un día de la segunda mitad de la década de los 40 del siglo pasado inició una procesión de colores en el barrio Santa María de Itagüí (sur del Valle de Aburrá, en Antioquia). En ese entonces, el sector no era más que unas casitas instaladas en predios baldíos llenos de pasto verde. Rápidamente, estas amplias mangas fueron ocupadas por hombres con grandes caballos, techos de tela, y mujeres de falda larga llenas de accesorios y colores vivos que leían la mano.
Habitantes de la zona lo recuerdan como la llegada de una feria, al ver la caravana de familias gitanas que se asentaron en la zona. Los niños del lugar no podían ocultar la curiosidad y buscaban cualquier excusa para acercarse a las carpas y observar las tradiciones de esta cultura, hasta el momento, desconocida.
La Kumpania —grupo de familias gitanas— que se ubicó en Itagüí a mitad del siglo XX contaba con alrededor de 60 carpas. Llegaron a esta zona del Valle de Aburrá producto de las grandes movilizaciones europeas a causa de la Segunda Guerra Mundial y eligieron a Santa María, inicialmente, por su cercanía con el Hipódromo de San Fernando, donde hoy se encuentra la Central Mayorista de Itagüí.
Los gitanos que llegaron a Itagüí llevaban años de viajar sin descanso, su condición nómada los había embarcado en un viaje que pasó por España, Ecuador, Venezuela y entraron a Colombia por Barranquilla y de ahí se dispersaron por diferentes lugares del país. Al llegar a Itagüí se sintieron cómodos, pues encontraron cómo seguir con su tradición equina y comercializar con caballos.
La Kumpania que se estableció en el barrio mantuvo su simpleza tradicional dentro de sus nuevos hogares, casas amplias y sin separaciones entre habitaciones, dormían en alfombras o hamacas y sus decoraciones eran de madera con detalles grabados de estilo español.
Sin importar su gran éxodo y el compartir con otras culturas, el pueblo Rom —como se reconocen los gitanos a sí mismos: un pueblo nómada que comparte historia, lengua y costumbres— fue cuidadoso en conservar sus tradiciones ancestrales de generación en generación.
“Eran los gitanos más viejos los que hablaban romaní”, rememora con nostalgia Gloria Luz Vanegas Arroyave, que desde pequeña vio de cerca el desfile y el asentamiento de los gitanos en el barrio. Su padre, Humberto Vanegas, era el líder de la Junta de Acción Comunal cuando se dio el proceso de instalación en el sector y quien, como ella, luchó por la integración de la comunidad en el barrio.
Sin embargo, la convivencia entre gitanos e itaguiseños terminó en la década de los 90 cuando migraron masivamente vendiendo sus propiedades y dejando al barrio sin su característica especial.
“Ellos no se fueron porque los trataran mal, aquí les cogimos mucho cariño y compartíamos con ellos”, enfatiza Gloria. Ella, como algunos habitantes del barrio, recuerdan emotivamente cómo la mística cultura de los gitanos se mezcló con los fundadores del barrio, con los que tenían en común haber viajado antes de llegar ahí, los gitanos por países de occidente y los itagüiseños entre montañas antioqueñas.
De carpas a casas
Los habitantes del sector recuerdan a los gitanos como personas maliciosas en los negocios. Luciano Vargas Betancur, un antiguo comerciante de Santa María, revela que algunos de ellos que comerciaban con caballos los pintaban para que lucieran más jóvenes y atractivos.
“Ellos compraban caballos viejos en la costa para ponerlos bonitos. Para hacerlo debían limar los dientes desgastados de los caballos de forma que parecieran puntudos, como de un potro (un caballo joven) también les echaban cera y brillaban la dentadura, entre ellos era también bastante popular pintarles las canas con tintes”, afirma Luciano.
Para 1970, Santa María ya era reconocido como el barrio de los gitanos por las coloridas carpas que se podían encontrar en cada esquina del barrio de Itagüí. Tener su vivienda bajo carpas les permitía mantener latentes sus tradiciones y cultura, pero les impedía acceder a servicios sanitarios y domésticos como agua y luz. Algunos habitantes del sector los empezaron a catalogar como desordenados, situación que ocasionó que los vecinos tuvieran incomodidades con ellos. Así que debieron adaptarse al nuevo y creciente desarrollo económico y de vivienda del barrio Santa María y empezar a construir.
“Eso fue después de una época de lluvias que pasó en el 73 y que dio como resultado que se les inundaron las carpas. Ellos compraron sus terrenos legalmente con la Urbanizadora Nacional e hicieron negocios con la Ladrillera Guayabal para construir sus propias casas”, indica Gloria Luz Vanegas, secretaria de la Junta de Acción Comunal del barrio Santa María 2 y quien ayudó a los gitanos en la transición de toldos a techos de teja.
La Kumpania que se estableció en el barrio mantuvo su simpleza tradicional dentro de sus nuevos hogares, casas amplias y sin separaciones entre habitaciones, dormían en alfombras o hamacas y sus decoraciones eran de madera con detalles grabados de estilo español.
Tuvieron que abandonar los caballos y, entre los hombres, dedicarse a trabajar el hierro y el cobre, fueron reconocidos por practicar técnica del cobre licuado para la creación de ollas, pailas y fondos paneleros.
Quienes los conocieron de cerca dicen que estos procedimientos eran reservados, para que los particulares o ‘gallé’ —como llaman los gitanos a todo aquel que no lo era—, no pudieran conocer todos los secretos de su manera de trabajar el cobre, como una especie de alquimia de la que solo saben los gitanos.
Las mujeres que contaban el destino
Mientras los hombres se dedicaban a la fundición, las mujeres salían a la calle a leer la buenaventura, era común verlas de a tres (por ley general un gitano nunca anda solo) cerca de la Central Mayorista o en la avenida Guayabal diciendo a los transeúntes: “Venga mijo le adivino la suerte; venga mijo le cuento la buenaventura”.
Las personas acudían a las gitanas, más allá de querer saber qué les deparaba el destino: se trataba de acercarse a lo místico que la cultura gitana tiene. Era por ver a las gitanas de cerca, sus cabellos extensos, las largas faldas de colores alegres llenas de adornos y los accesorios llamativos: aretes grandes y brillantes, pañoletas, collares y sus vistosos maquillajes.
Rafael Álvarez López, de 72 años, quien fue el boticario del barrio cuando estaban los gitanos y que aún permanece en su droguería de barrio, mantiene en su memoria la cómica ocasión en la que las gitanas llegaron a leer su mano. “Me tomaron la mano y me dijeron: ‘Vea, aquí en la mano tienen M. Eso quiere decir mujer; tienes otra M en seguida, son dos mujeres que te persiguen. Una es blanca, alta y delgada, y la otra es morena. Tienes buenos sentimientos para con ellas y las respetas, y eso lo que más admiran de ti’. Me decía que me debía cuidar de alguna de las dos porque si la una se enteraba de la otra me podría hacer un embrujo o bebedizo”.
Según las investigaciones de Luz Stella Soto Montaño y Marcela Jaramillo Berrío, antropólogas de la Universidad de Antioquia, las jóvenes gitanas aprenden de quiromancia siguiendo a las adultas y viendo el proceso. Mediante la imitación del ejercicio aprenden a replicar sus discursos, a tener cierta malicia y, dependiendo del cliente, crear un ambiente de misticismo para que se sienta satisfecho con su predicción.
A partir del presupuesto de quien las consultara, las gitanas daban cierta cantidad de información. Aunque una persona no contara con la tarifa se le contaba solo un ‘adelantico’ del futuro o de algo que se debía prevenir. Algunas mujeres casadas más reservadas preferían realizar consultas directamente en sus casas y las gitanas amigablemente iban hasta los hogares para confirmar sospechas de infidelidades.
La práctica más común era la quiromancia, pero las gitanas también vendían talismanes amuletos a través de rezos o conjuros para la buena suerte. A su vez, purificaban alhajas.
Los paisas no distan tanto de los gitanos
Cuando los gitanos llegaron al barrio, existía el imaginario cultural de que había que cuidarse de ellos. Sin embargo, en el proceso de interacción que hubo entre gitanos e itagüiseños se dieron cuenta que podían convivir en tranquilidad.
“Yo de pequeña me metía en las carpas a jugar con los niños y mi mamá siempre me regañaba diciéndome que esos gitanos me iban a robar, y pues míreme aquí estoy”, cuenta jocosamente Gloria Luz Vanegas, quien vive en Santa María hace más de 55 años. Además, las describe como personas muy alegres: “¿Es que usted cuándo ve un gitano amargado?”
A pesar de traer un nuevo repertorio cultural, los gitanos se sintieron cómodos en Antioquia por la hospitalidad de los paisas, se acoplaron al país y algunos, incluso, adoptaron la religión católica. Sin embargo, mantuvieron sus tradiciones, su característica unidad como familia, solidaridad mutua y exclusividad.
Martha Cecilia Vásquez, una mujer Gadzhi —no gitana— que se casó con uno de los líderes gitanos de la época, Jaime Gómez Santos, y que actualmente residen en Envigado, contó en 2017, en el periódico El Tiempo, que vivir en Antioquia, siendo una familia gitanada era gratificante: “En Antioquia nos tratan muy bien, y Envigado ni se diga. La Alcaldía está atenta a nuestras necesidades y, por eso, nos quedamos acá. Nos dan espacio en la Semana Cultural para difundir nuestras tradiciones; tanto que estamos en un plan de vivienda”.
Incluso con la increíble adaptación que tuvieron los gitanos en tierras antioqueñas, permanece entre ellos el sentido de exclusividad y reserva. Y aunque realicen demostraciones de su cultura y tradiciones en asocio con la Secretaría de Equidad de Género de Envigado, no se abren a presentar entrevistas con particulares.
Las tradiciones gitanas que se vieron en Itagüí
Rafael Álvarez López, quien era un joven boticario cuando llegó en 1973 al barrio Santa María, logró crear un vínculo de cercanía con ellos, además de realizar negocios: “A las carpas no entraba casi nadie, de pronto yo, porque había un niño enfermo o a poner una inyección”.
Como uno de los pocos que podían conocer los rituales de cerca, tiene memoria que asistió a un matrimonio que fue festejado durante varios días. “Hubo un matrimonio que duró una semana, cerraron la cuadra y todo porque era hija del gitano con más platica”. También apunta que para los matrimonios había un proceso que se realizaba con anterioridad: “El matrimonio era de dos etapas: primero las miradas, mostrando interés, el uno en el otro. Cuando había ese interés, un tío del muchacho iba a la casa de la muchacha para fijar una fecha para tender manteles”.
Los gitanos se fueron de Santa María de a poco, se iban por familias. Cada día una nueva casa del barrio aparecía con letrero de ‘Se arrienda’ y muchos de los lugareños no se explicaban por qué.
Tender manteles consistía en hacer una reunión entre los padres de ambos gitanos, en una cena invitada por el tío, para acordar una fecha para la realización del casamiento.
“El mayor de los gitanos era quien presidía la ceremonia, durante el matrimonio el discurso se les recordaba la importancia de la fidelidad, la armonía, el cuidado de los hijos y continuar con la tradición gitana”, agrega Rafael.
El acto culminaba con un pequeño corte en la muñeca del hombre en la mujer, luego se juntaban las heridas sangrantes de modo que quedaran en forma de cruz, después de esto, ambos tomaban sangre de la herida de su pareja.
Después de esto, las mujeres podían vestir pañoletas para adornar sus cabezas. Las solteras no podían hacerlo y esto las diferencia. “Lo padres de la gitana debían pagar una compensa, unos lingotes de oro pequeños llamados ‘morocota’, que en cualquier necesidad futura llegaban incluso a empeñarlos”.
El pago por la novia no representa en la cultura gitana la compra de una mercancía, sino la adquisición de los derechos de posesión y de los hijos que ella le dará. Esto les reafirma la identidad cultural, según describen las antropólogas Luz Stella Soto Montaño y Marcela Jaramillo Berrío en su monografía Los gitanos de Santa María de 1987, cuando los gitanos aun vivían en el barrio.
Generalmente las fiestas de matrimonio de los gitanos solían durar tres días, uno por la celebración del matrimonio, el segundo por su consumación, y el tercero la celebración que ofrecen los padres de la mujer gitana. Estas celebraciones se hacen tan grandes porque representan la nueva condición social como pareja, no hay un documento escrito, sino que se fija en la memoria de los asistentes. Además, denota prestigio social.
Sin embargo, los matrimonios fuera de la tradición solo son posibles si son de un gitano con una ‘gallé’ —no gitana—. Las mujeres del pueblo Rom no pueden casarse con no gitanos.
Su tradición nómada no se detiene
Las costumbres del tradicional pueblo gitano pudieron comulgar con las tan arraigadas costumbres paisas. Por ejemplo, aprendieron a compartir del mismo espacio y beneficiarse del mismo comercio. Hasta que a inicios de la década de los 90 ya no hubo más gitanas con vestidos alegres leyendo la mano, ni más hombres reunidos en el bar luego de trabajar en la fundición.
Los gitanos se fueron de Santa María de a poco, se iban por familias. Cada día una nueva casa del barrio aparecía con letrero de ‘Se arrienda’ y muchos de los lugareños no se explicaban por qué. Nadie los había ofendido y todos convivían bajo una extraña armonía y mestizaje.
“Permanecieron demasiado tiempo aquí, más de lo que su corazón nómada les permite. Cuando empezaron a morir ya no se quería quedar porque pensaban que donde morían había suerte oscura”, explica Rafael Álvarez.
Pero no fue esa la única razón, dice Alirio Valencia Agudelo, autor del libro Santa María: El barrio de los gitanos, quien llegó al barrio en 1993.
“Varios motivos que me han contado las personas que vivieron con ellos son: La urbanización del barrio como tal, el exigirles que se debían construir casas, posteriormente el desarrollo del municipio hizo que poco a poco se fueran yendo algunos y se sintieron muy solos hasta que todos se fueron”.
La Kumpania, que llegó a albergar a 3000 gitanos en Itagüí, se fue dispersando por diferentes regiones del departamento y del país.
Otra razón de peso fue que los oficios en los que los gitanos tenían experticia ya no eran bien remunerados, y las personas le fueron perdiendo el carácter mágico a la lectura de la mano y el tarot.
La Kumpania, que llegó a albergar a 3000 gitanos en Itagüí, se fue dispersando por diferentes regiones del departamento y del país, especialmente un grupo relevante que migró a Envigado donde, según el último censo, permanecen 43 personas del pueblo Rom.
A pesar de que los habitantes de Santa María sabían que por su condición de nómadas iban a irse en algún momento y que en un inicio la relación con ellos fue tensa por desconocimiento, aun extrañan y recuerdan con cariño a los gitanos, quienes compartieron con ellos algunas de sus tradiciones. Muchas personas quedaron con el sinsabor de no haber aprovechado lo suficiente y aprender más de esta tradicional cultura.