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El Eafitense / Edición 106 Un año en el páramo

Un año en el páramo

​​​​Entre enero y diciembre de 1993 el geólogo Pedro de Greiff estuvo en la laguna del Otún (Risaralda). Gracias a la selección y edición del escritor y también geólogo Ignacio Piedrahíta se cuenta esa experiencia. Esta sección de El EAFITENSE, que se denomina Libreta de Campo trae historias, crónicas y vivencias a partir de esas anotaciones que hacen estos profesionales en los márgenes de dichas libretas y que se descartan a la hora de escribir los informes científicos.​​


​A finales de 1992, semanas antes de graduarme como geólogo, un profesor me preguntó si ya tenía trabajo. No recuerdo sus palabras, pero sé que no fue una pregunta convencional, pues me ofreció un puesto en el montaje de una estación de investigación geomorfológica en la laguna del Otún, en el Parque los Nevados, a 4.000 metros de altura sobre el nivel del mar. 

Del páramo sabía poco, aparte de que era frío, que había frailejones (plantas delgadas y altas de cientos de años) y que era gris. Sin embargo, no tardé en decidirme, era mi primer trabajo y pasaría un año entero en el páramo en cuotas de 21 días de trabajo por siete de descanso. Para conocer el lugar y aplicar lo que decían los artículos que me había pasado el profesor, tendría mucho tiempo por delante.​

La madrugada del segundo día, después de una imprescindible aguapanela, el profesor se despidió de mí con elocuentes palabras: “Espero que no me renuncie muy pronto”. Se marchó de nuevo en el jeep y quedé allí, de pie, tratando de entender dónde estaba realmente.

La llegada​​​

​​En enero del año siguiente, en compañía del profesor, abordamos un jeep Willys en el centro de Manizales para subir al Parque de Los Nevados. El carro iba cargado con los equipos de trabajo: termómetros, cajas metálicas, libretas, lápices, además de un morral con ropa para el frío, una caja llena de casetes y un walkman con muchas pilas de repuesto. Esto, sin contar dos grandes y pesadas pipetas de gas, y un mercado para tres semanas: papas, plátanos, latas de atún y de salchichas, galletas y panela. Si vas al páramo, debes llevar todo lo que puedas necesitar. 

​Después de cinco horas de viaje por una trocha empantanada, apareció ante mis ojos el paisaje más maravilloso que hasta ese​​ ​​​momento hubiera visto: nevados, cascadas, lagunas y frailejones erguidos, miles de estos en medio de un frío impresionante. A lo lejos, junto a la laguna del Otún, se veía una cabaña de madera, con techo rojo. Esa iba a ser mi casa. 

Al llegar, me presentaron a los guardaparques del Inderena, es decir, las dos personas encargadas de cuidar más de 10.000 hectáreas de páramo que tiene la reserva. Me dieron un recorrido por la casa. Se entraba por un pequeño corredor que conducía a la cocina, centro de reunión de la familia y de dos investigadores holandeses. Más adelante estaba la sala, las habitaciones, una de estas reservada para mí y un lugar destinado al radioteléfono, la única manera de comunicarse con el mundo exterior en caso de emergencia. 

Las dos pipetas de gas que llevaba me daban el derecho a que la esposa del guardaparques me incluyera en el menú diario que cocinaba para todos. Le entregué el mercado y me reservé únicamente, en un lugar de la alacena, los paquetes de galletas, bocadillos y salchichas en lata. 

Esa primera noche recibí las instrucciones del profesor, a la luz de la planta eléctrica que se prendía apenas unas pocas horas para ver televisión. El calentador de agua, que también funcionaba con la energía de la planta, se mantenía de preferencia desconectado, pues consumía demasiado combustible. El radio teléfono solo podía usarse para los reportes oficiales, aunque no era seguro que contestaran del otro lado. 

La gran chimenea en el centro de la sala era de adorno, porque hacía tanto humo que era peor prenderla, así que todos terminaban reunidos en el entrepiso de la cocina, alrededor del fogón. La madrugada del segundo día, después de una imprescindible aguapanela, el profesor se despidió de mí con elocuentes palabras: “Espero que no me renuncie muy pronto”. Se marchó de nuevo en el jeep y quedé allí, de pie, tratando de entender dónde estaba realmente. Después de casi una hora​ de quietud, todavía veía el vehículo alejándose lentamente por la trocha. El tiempo del páramo era otro tiempo. 

P​​​rimeros pasos 

El inicio fue lento. Pasaba horas instalando los equipos, cavando las bases de la estación de investigación y estableciendo una rutina diaria, mientras recorría los numerosos caminos alrededor de la laguna. No me alejaba mucho, de modo que siempre tuviera a la vista la casa, y llegaba a más tardar a las 4:30 de la tarde. El temor a una noche a la intemperie era tal que nunca, en todo el tiempo que estuve en el páramo, llegué más tarde de esa hora al refugio.​

El paisaje era deslumbrante, una mezcla de roca y nieve, de una blancura e inmensidad que cegaban e intimidaban. Me senté a mirar el espectáculo y me fui adormilando. Era el llamado de la “muerte dulce”, de la que me había advertido el guardaparques. Me puse de pie y comencé el descenso.

​​​A pesar de la aparente monotonía del paisaje, cada camino que tomaba me reservaba algo nuevo, cada curva una sorpresa y rápidamente me di cuenta de que al salir de casa no volvería a ver a nadie hasta regresar. No importaba el camino que tomara, sabía que mi única compañía sería la música de los casetes girando en el walkman. También aprendí que el páramo es silencioso, ¡muy silencioso!, los patos no hacen cuack, la garza extraviada no hace ruido y solo se escucha el viento. En la noche, un ocasional búho ululaba, nada más. 

Así, aprendiendo lentamente, pasaba el tiempo, hasta que llegó el día 10, momento de llamar a la casa. Ensillé el caballo que me prestaron y salí preparado para el largo recorrido. El camino me pareció eterno, porque no conocer a dónde se va hace más largos los kilómetros. Era la 1:00 p.m., después de cuatro horas de camino, cuando por fin tuve en mis manos el teléfono. Marqué dos veces y al final tuve que resignarme a que la máquina contestadora recibiera mis palabras: “Hola, estoy bien, mucho frío pero bien. Bajo en 10 días”. El regreso a caballo fue igual de lento, sonaba el Achtung Baby, de U2. Eran las 5:00 p.m.: ocho horas a caballo y un minuto de teléfono. 

El día 20, la víspera de salir a mi primer descanso, vi con tranquilidad la llegada del funcionario de la Carder que se encargaría de remplazarme. Le expliqué la rutina y comencé con mis preparativos para partir al día siguiente. Un gardaparques me explicó el camino para bajar hasta El Cedral, hasta donde me demoraría unas cuatro o cinco horas según el paso. Tenía que calcular bien, porque la chiva para Pereira salía solamente a las 8:00 a.m. y a las 12:00 m. “Y es muy puntual”, me dijo. Después me enseñó todo lo relacionado con cargar mis maletas en la mula. Presté atención sin perder detalle a lo que, según él, era una tarea muy sencilla.

Retorno​​

Tenía que regresar por la misma vía, pues la comodidad del carro estaba reservada solo para la primera vez. Subí de nuevo en mulas prestadas, durante seis horas de ascenso, donde le recibí el puesto a mi remplazo. Era el comienzo del segundo turno. La verdad, el tiempo que estaría allí nunca estuvo muy claro, y de repente me di cuenta de que no sabía cuántos turnos más estaría en la laguna. 

La mañana del segundo día establecí mi rutina. Me levantaba a las 6:00 o 7:00 a.m.; luego la ducha, que era una opción no siempre acogida y después tomaba una taza de aguapanela, antes de salir a revisar los equipos. Debía mirar el termómetro, el pluviómetro, el nivel de temperatura, conductividad y pH del agua de la laguna y, finalmente, la temperatura de la azufrera, un nacimiento del que manaba agua calentada por el magma subterráneo, que rondaba los 84 grados centígrados. Esta tarea me tomaba entre 35 y 40 minutos, y luego volvía a la casa a desayunar. De ahí en adelante me dedicaba a recorrer el páramo, en búsqueda de todo lo que pareciera interesante. 

Un día se presentó la ansiada oportunidad de subir al nevado Santa Isabel con uno de los guardaparques. Puse en el morral lo que creía que podía necesitar, más que todo ropa para el frío. El camino era en ascenso y el paso del guardaparques bastante fuerte. Con los minutos de camino, me di cuenta de que estaba acalorado y me estorbaba la ropa, por no decir lo que me pesaba el morral. Cuando llegamos a una división del sendero, el guardaparques me dijo que nos separáramos: “Tome esta trocha, y cuando llegue a la nieve, no se vaya a dormir, porque no se vuelve a despertar”. 

Con esa consigna en la cabeza seguí el ascenso. Mi morral estaba cada vez más lleno de ropa y me di cuenta de que no había empacado lo único que realmente iba a necesitar: agua. Desesperado, cogía granizo de los pajonales, pero tenía la sensación de que la sed aumentaba. Aún así, continué. No quería​ devolverme a la mitad del camino, hasta que llegué por fin a la nieve, a una altura de 4.600 metros sobre el nivel del mar, 600 metros más alto que la laguna. El paisaje era deslumbrante, una mezcla de roca y nieve, de una blancura e inmensidad que cegaban e intimidaban. Me senté a mirar el espectáculo y me fui adormilando. Era el llamado de la “muerte dulce”, de la que me había advertido el guardaparques. Me puse de pie y comencé el descenso. 

Esa visita al nevado me llenó de confianza. De ahí en adelante ampliaba más mis horizontes de caminata, empecé a conocer nuevos y hermosos sitios. Sentía que me iba acostumbrando al páramo, que el viaje al teléfono ya no me parecía tan largo. 

Sin embargo, no me agradó nada ver que mi remplazo para el siguiente descanso no llegara. Inocentemente pensaba que había un retraso, y lo esperé uno y otro día, mientras aumentaba mi desesperación. Decidí entonces hacer cuatro semanas seguidas y luego compensar. El día 28, sin señales de nadie, decidí salir. Esta vez estaba en pie a las 3:30 a.m., con el morral a mi espalda (había decidido no volver a usar la mula para bajar), listo para hacer el recorrido hasta El Cedral a coger la chiva. Caminaba rápido en la oscuridad, alumbrado por una linterna, ya con menos respeto por el sendero escarpado, andando a veces incluso con descuido. En mi walkman sonaba Two princes de Spin doctors a todo volumen. Hice el camino en 4 horas y 15 minutos. A las 7:00 estaba ya esperando la chiva de las 8:00.​

​Todo un p​​aramuno 

Al regreso, pensaba que la logística estaba dominada. Eso creía yo. No me habían mandado las mulas para subir a la laguna. Tuve que pasar la noche en La Pastora, donde coincidí con unos biólogos que estaban haciendo su tesis de grado. La empatía que se hizo entre nosotros parecía tener las bases secretas de que estábamos en un lugar donde no queríamos estar, al que habíamos llegado por malas decisiones. “¿Por qué estoy aquí?”, me preguntaba. 

Al día siguiente retomé el camino a la laguna. Aunque la ruta era ya bien conocida, la subida no estuvo exenta de problemas. Las mulas, con su terquedad, casi siempre se ingeniaban una forma diferente de alterar mi paciencia y hasta de poner en riesgo mi vida. Tenía la sensación de que no había manera de acostumbrarse a esos caminos, a esas montañas. Cuando llegué, no había nadie en casa, todo era silencio.

A pesar de esto, me sentía parte del páramo. El ritual de la mañana era apenas un calentamiento. Luego me iba a conocer nuevas rutas, nuevos lugares. Los paramillos de Santa Rosa, el volcán del Quindío, el valle del Silencio y todos estos lugares se volvieron familiares, sin dejar de ser paisajes abrumadores y desolados. 

Además, agregué algo nuevo a la rutina, la de transcribir todo en un diario de trabajo. No había que confiar en la memoria en este sitio donde cada día era igual al anterior. Eran días de oír Duncan Dhu.​

​Entendiendo el páramo ​

Un nuevo turno. Los días se iban haciendo iguales y no era novedad estar en el páramo. Se fue haciendo costumbre. Tal vez por eso los recuerdos son ahora vagos en el tiempo, sé que sucedieron, pero parecen imposibles de ubicar. Solo los negativos de las fotos que tomaba a diario con mi entrañable Pentax K 1000 me sirven para reconstruir la memoria. 

Abro las viejas libretas de campo y observo las noches y las mañanas con temperaturas de cinco grados bajo cero, también los días soleados cuando el termómetro marcaba los dieciocho grados. Veo que los niveles de la laguna variaban muy poco, que la temperatura de la azufrera nunca cambiaba y siempre olía a ácido sulfhídrico (huevo podrido, para más señas), y que, a pesar de lo que se cree, en el páramo llueve muy poco, aunque el frío hacía que cualquier gota se sintiera mucho más. 

También era capaz de advertir que cierta combinación precisa de factores, a las 9:00 a.m., señalaban que iba a llover. Entonces me quedaba un largo rato pensado si hacer los recorridos que tenía planeados o quedarme viendo caer la lluvia. Casi siempre decidía salir, sin que me importara mojarme. Era mejor estar solo a campo abierto que solo encerrado. 

Así, a punta de acumular datos, en un turno me di cuenta de que llevaba nueve días sin ver el sol. Un espeso manto de nubes cubría todo el páramo y los días se hacían poco coloridos, bastante más lentos. Mi única compañía era el Disintegration, de The Cure. 

Después de más de seis meses de estar presenciando la maravilla del páramo e irme haciendo parte de este, comencé a sentir que todo se convertía en rutina y monotonía, los grandes recorridos traían cosas nuevas pero nada realmente novedoso. 

Los días transcurrían con los inconvenientes normales del trabajo. Una mañana, como muchas, siento un leve sonido sobre el techo de zinc. “Hombre, lloviendo otra vez”, debió ser mi expresión. Me levanto, tomo mi aguapanela y salgo a hacer el recorrido de siempre. “A mojarnos otra vez, ese es el trabajo”, me digo, pero, al abrir la puerta veo que está nevando. No es granizo, no es hielo, son copos de nieve, todo lo que alcanzan mis ojos está blanco, me quedo parado allí disfrutando de ese momento. 

A pesar de esas sorpresas, la vida en el páramo ya estaba establecida, la rutina de la mañana era automática, los recorridos muy amplios, cuatro o cinco horas caminado desde la cabaña. Tenía decenas de ideas para investigaciones, que en ese momento no sabía que nunca serían más que garabatos en una libreta. Aún así quedaba tiempo libre. Días de lluvia, de pereza o de agotamiento debían ser llenados con algo, para no estar siempre “pensando”, para no estar solo con uno mismo.

En uno de mis descansos me armé de documentos para estudiar inglés y de libros de todo tipo para leer en la montaña. Los días se hicieron algo más veloces, los recorridos tenían como meta llegar a retomar el libro que estaba leyendo. Todo marchaba bien con esta nueva ilusión cuando, en el salto fallido de un riachuelo, mis gafas caen y un lente se desprende. Durante más de dos horas lo busqué sin éxito. Ahora la lectura ya no era una opción y maldecía más de lo que disfrutaba mi estadía. 

Definitivamente había perdido todo interés. Los fines de semana, al inicio tan esperados por la llegada de turistas, eran algo más del panorama. Algunas veces llegaban amigos de la universidad y en otras ocasiones conocidos de conocidos, que bajo las circunstancias se hacían cercanos, pero ya no esperaba tanto sus visitas. 

Me acuerdo que estábamos a mediados de agosto cuando tomé la decisión de terminar mi experiencia en el páramo. No sé si ese día sucedió algo especial, bueno o malo, no lo creo. Más bien fue una decisión tomada debido a la acumulación de experiencias y a la sensación de que había cumplido mi tarea con el proyecto. Permanecería allí hasta el 30 de noviembre de 1993. 

Han pasado más de 20 años, pero los recuerdos están intactos, de tantas sensaciones que solo pueden advertirse en la soledad de la altura, en las cimas de la cordillera.​​
Última modificación: 06/03/2017 10:08