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El Eafitense / Edición 106 Wade Davis: Carta de amor a Colombia

Wade Davis: Carta de amor a Colombia

​La ciencia alimentada con la pasión produce hallazgos continuos para este personaje que tanto admira al país.​ ​


​Wade Davis pasó parte de su juventud en Colombia, específicamente en Medellín.​

Al joven canadiense proveniente de una familia de clase media, varios indicios le señalaron cómo seguir los caminos por los que ha ido llegando a donde está. Y cuáles ir escogiendo. Porque sus pasos de investigador no paran y lo acompañan constantes la curiosidad y el gusto por cada persona, lugar o cosa que descubre. Llegó a ser este científico apasionado y siempre acogido a donde va, que resulta un ideal a muchos en el mundo, por un asunto de intuición y de confianza que él reúne y que son únicas. Y ambas son tan vigorosas que lo cargan como un imán para atraer en torno suyo conocimientos y personas con espíritu de descubrimiento.

Su maletín de colegial aplicado tiene ataduras de correas y no lo abandona nunca: parece estar dotado con todos los elementos que necesita, computador y otros más importantes, para mantener al día su correspondencia de tantas proveniencias con preguntas, y otros instrumentos que hacen de él el explorador sin época que es desde el primer día de estudiar Antropología en Harvard proveniente de su fría Canadá. Pero él ya había sido tatuado por su experiencia con otra cultura tan distinta como la colombiana descubierta a sus 14 años cuando su papá, un convencido del español como lengua del futuro, lo envió a un intercambio. 

“La mía no era una búsqueda formal de la botánica sino la de un muchacho tratando de buscar una vida…”

Aquí bailó, tuvo el primer beso, descubrió el campo y todas esas huellas lo convirtieron en un deudor permanente de este país que no tiene cómo pagarle a este Wade Davis que su obra mundialmente conocida, El río, reconstruya la Amazonia a partir de la senda de su maestro y tutor Richard Evans Schultes a través de Colombia y sus vecindades.
El hoy profesor titular de la Universidad de Vancouver e investigador de la National Geographic, define a sí mismo a aquel muchacho viajero, ávido de hallazgos: 

“La mía no era una búsqueda formal de la botánica sino la de un muchacho tratando de buscar una vida. Y fue un sueño escapar de la Guerra de Vietnam porque soy un hijo de la época en que esto pasaba y se estaba tomando LSD. No asumía entonces tan en serio la botánica pero sí era alguien con disciplina como el tipo de la novela Coming of age, que venía a hacer una iniciación en un mundo sin iniciación. Ese primer viaje no fue como los otros muchos viajes serios a Colombia con una misión específica, pero a los 20 años las plantas me fueron enamorando, aunque lo que estaba buscando era la vida”.

“Viví un tiempo largo en una finca en Medellín con un campesino viejo, Juan Evangelista Rojas. Para el colombiano no hay nada que pase por azar y era inconcebible para él que yo partiera de expedición sin despedirme en una tarde extensa en la fonda”.

Fue una revelación para él el encuentro con un campesino en una finca de una vereda de Guarne: Juan Evangelista Rojas que supo pronto que Davis no tenía interés en la cocaína como tantos norteamericanos que en ese momento llegaban exclusivamente por psicoactivos. “Yo solo tenía el espíritu totalmente abierto al mundo. Por eso encontré en Juan como en Leo Jacobs (su compañero de habitación en la casa de Rojas) alguien abierto y divertido”. 

Para descubrir una personalidad como la de Wade Davis hay que usar su estatura que sirve para alcanzar frutos altos del árbol y su manera de escoger que está basada en la intuición incuestionada pero a la vez cargada de información. Así fue también antes cuando se decidió por la universidad que vio en fotografías en una huelga estudiantil, Harvard, que para él, dotado de la energía mutante de la juventud de los años 60 y sin mayores datos adicionales llegó a Boston sin manutención y dos semanas antes del regreso a clases del Campus. El recurso de una pequeña iglesia vecina lo protegió de la intemperie. Allí mismo encontró a alguien que iba a esa codiciada universidad y le preguntó qué estudiaba porque él no tenía ni idea todavía; el recién conocido le dijo -Antropología. Davis repreguntó qué era y el otro respondió: -estudiar a los indígenas. Nunca contó el nombre de ese asesor instantáneo que puso en el mapa mental del adolescente Davis la idea de viajar y conocer culturas como el propósito central de estar abierto al mundo y a las personas. Igual hizo cuando debía optar por su primera práctica y ante un mapa de la National Geographic y sin mirar asentó su índice en un lugar lejos del norte en el que había nacido y vio que había señalado el Amazonas en Colombia.

Supo que allí mismo en Harvard trabajaba el profesor vivo que más conocía este lugar insondable, el océano vegetal y tocó al día siguiente con confianza a la puerta de Richard Evans Schultes. Cuando le contó su propósito la única pregunta del tutor fue: -¿cuándo te quieres ir muchacho? Y respondió algo como - “mañana”. 

Así llegó Davis a los 20 años en marzo de 1974  y por segunda vez a Colombia, esta vez a Medellín. Él confiesa que llegó sin planes y con pocos contactos. Uno era el botánico Enrique Forero en Bogotá; en la Universidad Nacional de Medellín, el etnobotánico indonesio Djendoel Soejarto y Mariano Ospina Hernández quien en ese momento dirigía el Jardín Botánico de Medellín y que le ofreció una habitación. Fue Forero quien tentó de inmediato a Davis a hacer una expedición al Chocó en el Pacífico.

La mirada de Davis se eleva sobre el horizonte a la montaña del oriente en Medellín claveteada de edificios, y acude al recuerdo fiel de haber salido de esta ciudad muy temprano en un tren cruzando el Magdalena con ese clima interior y exterior que sudaba humedad. Él cuenta que para un muchacho norteamericano ir primero a una estación científica en un bosque tropical en el nordeste antioqueño era inimaginable. También recuerda haber visto guerrilleros peleando con el Ejército. El científico de esta expedición era Leo Jacobs que se lo llevaba para colectar plantas por primera vez en la corta vida del joven Wade, y que ya para ese momento era Willy para todos como ayuda en la  pronunciación de los locales.

Ya en Bogotá Enrique Forero le había presentado al geógrafo Michael Hill Davey, experto en el Chocó, de los primeros que en Colombia lo conocieron, un excéntrico casado con una mujer colombiana, según lo describe Davis. Enrique Forero le dijo que fuera al Jardín Botánico de Medellín que por entonces eran muchas orquídeas pero muy poco de ciencia, según recuerda el entonces incipiente etnobotánico; “era más un lugar social”. Aún así pernocta en esa pequeña habitación que mira al patio central durante unos días. 

Es entonces cuando sale con su amigo Leo Jacobs a colectar plantas y estando de regreso a Medellín lo llama Timothy Plowman para hacer eso mismo en el Darién. Timothy, Tim, fue el biólogo y botánico estadounidense que murió prematuramente y sirvió de motivación a Davis para escribir El Río. En el Darién Wade Davis no puede ni caminar a causa de los hongos que afectan sus pies pero hace un diario lleno de anotaciones, del 74 al 75, en el cual lo más claro “es que era un muchacho buscando su vida”.

Al volver de esta otra expedición encuentra en el Jardín Botánico una nota de Leo Jacobs diciéndole que ha encontrado “un sitio divino para vivir en la finca de Juan Evangelista (Rojas), situada antes de Guarne al lado de una reserva de agua para Medellín”. Cuenta Davis con una sonrisa en su boca que esa finca era un pedazo de tierra estrecho pero que producía desde papa hasta maíz porque tenía tierra caliente y tierra fría a la vez. Abajo pasaba la carretera a Bogotá y de noche se veía Copacabana. Entonces la ciudad no llegaba hasta allí pero si se veía desde la casa. “Juan era un campesino parco, casi un poeta. Era inocente y no trataba de conseguir plata. Tampoco lo mío era un intercambio por comida. Él bebía aguardiente pero no era un borracho malo ni difícil. Yo estaba buscando sabiduría y necesitaba proyectarla en él. Yo adoraba su compañía. Juan estaba siempre solo, no era casado y vivía en una pura casa campesina donde ambos cocinábamos y yo hacía un jardín. Él contaba historias que abarcaban todo el país. Cuando alguien le preguntaba por mí él contestaba: él es Guillermo y está buscando trabajo”. 

“Yo me mantenía viajando y fue en ese momento de mi vida cuando comprendí que nada es una pérdida de tiempo. Yo era un muchacho y no me intimidaba y Juan era un hombre libre”. Pasó en esa casa campesina unos días de diciembre, los mejores, donde vivió según él lo más cálido que tiene Colombia, “la capacidad de ser abiertos, sentí esa casa como mi casa”.

De esta experiencia transformadora se sirvió Wade Davis para narrarla en el discurso de grado de una de sus dos hijas en la Universidad de Colorado hace unos años:

“Viví un tiempo largo en una finca en Medellín con un campesino viejo, Juan Evangelista Rojas. Para el colombiano no hay nada que pase por azar y era inconcebible para él que yo partiera de expedición sin despedirme en una tarde extensa en la fonda. Cada uno de sus hermanos y hermanas, y se descubría en ese momento los muchos que eran, decían con elocuencia los propósitos del viaje, sus promesas y sus riesgos, y en seguida de cada pronóstico tomaban un trago puro desde el medio día hasta el anochecer”. 

“La tarde crecía cargada de terremotos, rápidos imposibles, volcamiento de trenes, hechicerías y volcanes, inundaciones, horrendas y desconocidas enfermedades y  soldados astutos y embusteros, ladrones escondidos en todos los caminos menos en la costa norte. Allí todos eran ladrones. Decía Juan Evangelista: ´la vida es un vaso vacío, es cosa tuya qué tan rápido lo llenas´. Inevitablemente Rosa su hermana gemela comenzaba a llorar. Era la señal. Uno tenía que irse rápido o rediseñar la noche”. 

El recuerdo de Rojas sigue vigente ahora 40 años después cuando Wade Davis, convertido en un científico de renombre mundial, regresa a Medellín y en el auditorio de EAFIT habla en el lanzamiento del segundo tomo de la Colección Savia, Amazonas Orinoco. En esta entrevista con EL EAFITENSE Wade recuerda que: “El cuarto en el Jardín Botánico casi ni lo ocupaba y por eso tuvo que ayudarme un no científico como Rojas en mi búsqueda. Cuando estaba en el cuarto era como un jardín privado, esas cosas mágicas colombianas: un canadiense en un jardín en medio de casas de pobres y de putas, viviendo con tres dólares al día y cada noche iba a comer tallarines a donde hoy es el Parque Explora, donde los camioneros se servían sus típicos”.

“Es el país con mayor biodiversidad del mundo, pero llevan más de una generación pensando que es el mayor proveedor de drogas del mundo. Es hora de cambiar la idea que Colombia tiene de sí misma”.

“Solo tenía conmigo dos libros: Plants Taxonomy y Leaves of grass de Walt Whitman. Encontré en la vida el verbo bliss (ese estado de beatitud, profunda satisfacción espiritual, alegría o felicidad, según la traducción literal, pero lejos del beato que se asocia al primer término). Es haber caminado y alcanzar la presencia de la belleza por estar abierto al mundo”.

Para confirmarlo cuenta una vez que llegó a la Terminal de Transporte en el norte de Medellín y ve al lado de la ventanilla a una mujer de 80 años con una cara tan bella, que le rozó con la suya la mano que ella extendía. “La mía era una vida nueva, tenía 20 años y todo lo quería tocar, al punto que bebía de cualquier agua de la carretera cuando tenía sed, para confirmar que estaba abierto a todo y también comía cualquier comida”.

Recuerda como días duros aquellos primeros en el Jardín Botánico Joaquín Antonio Uribe en pleno barrio Aranjuez de Medellín porque eran dos mundos, los ordenados y los hippies con dos maneras de vivir. “Ocho norteamericanos que vivían en Rionegro buscando hongos y que estaban allá para tomar drogas e ir viviendo no con si nó de la hospitalidad colombiana. Podían decir a cualquiera en el exterior que pasaron una temporada sin gastar plata, sacando lo que pudieran sin dejar nada a Colombia”.

Sigue su hilo Davis: “era esa una época tan inocente en la historia de Colombia que parecía que no estuviera entonces al borde del abismo. Tuve una entrevista con Alfredo Molano en la que él dijo que Santa Marta era el sitio del contrabando. Y habló de los Cuerpos de paz refiriéndose a una época en la que exsoldados de Vietnam que estaban fregados venían aquí detrás de una vida de mujeres, marihuana y cocaína. Los Cuerpos de paz son toda una referencia de época porque son ellos los que enseñan cómo sacar la cocaína, ellos eran pilotos de Vietnam y tenían licencia”.

Wade Davis ha sostenido esta temprana responsabilidad norteamericana en el tráfico de drogas en los santuarios de ciencia y en las esferas de decisión a las que es convocado. Él por su parte está comprometido con su amor a Colombia y viene aquí encantado. “Es el país con mayor biodiversidad del mundo, pero llevan más de una generación pensando que es el mayor proveedor de drogas del mundo. Es hora de cambiar la idea que Colombia tiene de sí misma”.

​Espera​​nza cimentada 

​Es optimista Wade Davis y esta es una actitud que no es bien recibida en todos los recintos intelectuales por juzgarse ilusa y poco informada.  

Él dice sobre el Amazonas colombiano que tiene el mismo tamaño de Francia y es la más bella sección de la selva, es el mayor repositorio y el último bastión. Que los problemas de Colombia impidieron desarrollar este territorio, salvaguardándolo, y lo que se debe hacer ahora tiene criterios que no existían 40 años atrás. En la de Ecuador la selva sufrió exploraciones petroleras. Ahora Colombia piensa en su Amazonia con la conciencia que se tiene hoy sobre la selva.

Cree que el pesimismo es autocompasión e insulta la imaginación. La genética demuestra que la humanidad es un continuo y que no va de la barbarie a la civilización. Que la pérdida de una lengua es la pérdida de un ecosistema cultural, de un sentido, de un significado del universo. 

Wade remata el discurso de su hija en la Universidad de Colorado: “ese momento fecundo fue la Navidad de 1968 cuando Apolo 8 emergió de la zona oscura de la Luna para ver un amanecer en la superficie, pero no era la salida del Sol sino el amanecer de la Tierra que ascendía como un pequeño y frágil planeta flotando en su vacío aterciopelado en el espacio. Esta imagen más que ninguna otra cantidad de datos científicos nos mostró a nosotros que nuestro planeta es un lugar finito, una única e interactiva esfera de vida, un organismo vivo compuesto de aire, agua, viento y suelo. Esta revelación, solo hecha posible por el brillo de la ciencia, impulsó el cambio del paradigma de la gente de toda la historia anterior”.

“Casi inmediatamente comenzamos a pensar de maneras nuevas. Solo imaginen que 30 años atrás la gente no se detenía antes de botar la basura desde su carro: esa es una gran victoria ambiental. Nadie hablaba de biosfera o biodiversidad y ahora esas son palabras en el vocabulario de los niños”.

“Como una gran ola de esperanza esta energía iluminante hecha posible por el programa espacial, se esparció por todas partes. Muchas cosas pasaron en los años que siguieron. En poco más de una generación la mujer salió de la cocina al despacho; los homosexuales del closet al altar y los afroamericanos de la puerta de atrás al escritorio de la Casa Blanca”.

“¿Cómo no amar a un país y a un mundo capaz de tales genios de la ciencia y tal capacidad cultural de cambio y renovación?”

Última modificación: 06/03/2017 10:07