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El Eafitense / Edición 108 Gorgona, la de piedra - El Eafitense – Edición 108

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Gorgona, la de piedra

​​​​​​La isla de Gorgona fue refugio de expediciones en la Conquista, finca ganadera y de palma de coco durante la naciente República de Colombia, recinto penal hasta hace 30 años y ahora Parque Nacional. La geóloga eafitense Lina Serrano, con la edición del escritor Ignacio Piedrahíta, cuenta la historia de sus expediciones a este territorio para encontrar el tesoro geológico que albergan sus rocas, tan antiguas como los mismos orígenes de la Tierra.​


Lina María Serrano Durán
Geóloga

​​Gorgona, conocida también como Medusa, propagó su fama entre los griegos como aquella criatura fantástica y poderosa que convertía en piedra a quien osara a cruzar una mirada con ella. Formada por tres cabezas adornadas por serpientes, la Gorgona se mostraba como aquel monstruo irreductible y despiadado que proyectaba el lado más oscuro de la femineidad.​

A una descripción parecida se reducía mi conocimiento de la isla de Gorgona hacia el año 2005, cuando terminaba mi tesis de pregrado en México. Mi vocabulario, visiblemente reducido por el afán de acabar la tesis, se concentraba en una suma de palabras clave que acaparaban la rutina de trabajo: composición, lava, falla, tectónica, magmatismo, edad de las rocas. Pero fue, curiosamente, durante aquella época, después de una estancia en un laboratorio universitario del norte mexicano, cuando se despertó mi primera “vocación” por el universo de Gorgona, la de piedra.​

Trabajaba con una investigadora, quien tres décadas atrás había dado la edad más confiable a un grupo de rocas que se sumaban a las más antiguas de la Tierra. Se llamaban komatiitas y su estudio era tan recio como la Gorgona del mito. Cuando la profesora me contó sobre la hazaña, mi memoria reconoció de inmediato que aquella Medusa no era solo sinónimo de serpientes en la cabeza. Era también sinónimo de komatiita y de Colombia, algo que ella conocía tanto como yo sobre su trabajo con las viejas piedras.​

Así, de la curiosidad, que es la madre de todas las ciencias, nació el propósito de una nueva investigación y el destino de mis próximos dos años de maestría. Era el inicio de una nueva era profesional y personal en su vínculo más remoto entre geología y mito.

Se trataba de un estudio en el que se buscaba conocer la composición, edad y estructura de las rocas volcánicas de la isla. Sabiendo que en algunos sitios de la cordillera Occidental habían sido reportadas rocas similares, quisimos hacer una caracterización de ambas regiones a partir de una recolección sistemática de muestras y datos relevantes sobres estas. Esto nos permite establecer un modelo sobre el origen de la isla y sus “parientes cercanas” repartidas por el continente y el Caribe, o lo que, en conjunto, se conoce en la literatura como “plateau del Caribe”.

Con forma de ballena y un área de solo 26 kilómetros cuadrados, la isla de Gorgona se dibuja paralela a la costa del Pacífico colombiano. Se llamaba San Felipe, pero, rápidamente, fue renombrada por Francisco Pizarro como Gorgona, para dar crédito a las serpientes que habitan sus tierras. Pacífica y enigmática como el océano que la rodea, esta isla se revela a quien la visita como aquel pedazo de tierra que surge de entre nubes. Una montaña boscosa de 348 metros de altura y olas que se agitan contra las famosas komatiitas en un ambiente pegajoso, propiciado por los más de 25°C y 100 por ciento de humedad que inundan el aire salado dan la bienvenida a sus visitantes, quienes hoy sienten el mismo estupor que, a lo mejor, un día sintieron los primeros exploradores a su llegada.​​

Fueron tres mis visitas a Gorgona. En la primera estuve acompañada por otro geólogo y viejo amigo, además de mi padre, quien también participaría en las siguientes dos campañas. En esa ocasión, y como en todas las demás, desembarcamos frente a la estación de policía —la misma que hace solo unos meses fue destruida por la guerrilla—, en una playa de cantos gruesos a la que llegamos saltando desde la lancha en plena amenaza de tormenta negra.​

Se trataba de un estudio en el que s​e buscaba conocer la composición, edad y estructura de las rocas volcánicas de la isla. Sabiendo que en algunos sitios de la cordillera Occidental habían sido reportadas rocas similares, quisimos hacer una caracterización de ambas regiones a partir de una recolección sistemática de muestras y datos relevantes sobres estas.​

De inmediato fuimos recibidos por un grupo de funcionarios de Parques Nacionales, quienes apoyaron incondicionalmente nuestra búsqueda y procedieron a darnos la primera y más importante lección para nuestra estancia en la isla: un curso introductorio al reconocimiento de serpientes —usando para esto algunos cadáveres de ofidios conservados en formol—, junto al obligado uso de botas panta​neras, con el fin de evitar su temible mordedura. No obstante, lo difícil que parecía el trabajo, la inevitable presencia de serpientes que se anunciaba en toda su gama y esplendor, resultaba ser el primer obstáculo.​​

Nos alojamos en unas habitaciones rústicas y luminosas que contaban con una puerta de cara a la selva y un par de ventanas que, preferiblemente, debían permanecer cerradas para evitar la entrada de animales. Estas construcciones hacían parte del complejo habitacional que, durante casi tres décadas, albergó a los guardias de una prisión de máxima seguridad. Estas y sus alrededores son hoy parte del territorio subrayado por los micos cariblancos que dedicaron buena parte de sus esfuerzos en aclararnos que aquellas tierras eran de su dominio.​

Habitualmente los cariblancos tocaban a nuestra puerta hacia el alba. La primera mañana supusimos que era algún funcionario que nos llamaba, pero nadie entraba o respondía a pesar de la insistencia. Fue solo hasta que saltos y gritos en el techo nos hicieron entender que se trataba de algún ritual de bienvenida que se prolongó durante toda nuestra estancia.​

Esa primera salida de campo fue de reconocimiento y estuvo enfocada en afinar los mapas que llevábamos, evaluar los afloramientos de roca para establecer sus posibles relaciones y hacer un muestreo sistemático del material rocoso mejor preservado. La tarea se convirtió en un reto, pues los afloramientos eran escasos y en su mayoría de difícil acceso. El alto grado de alteración que afectaba las rocas debido a las extremas condiciones meteorológicas y a la erosión marina anunciaba que los sitios de muestreo se reducirían potencialmente.​​

Mientras hallábamos las primeras komatiitas, los basaltos y demás rocas de la isla, tuvimos el privilegio de visitar las zonas sensibles protegidas, de acceso limitado para los turistas. En cada recorrido descubríamos no solo las rocas sino también alguna especie de cangrejo, un ave en migración, los monos, los perezosos y, claro, las serpientes, a las que, poco a poco, nos fuimos acostumbrando. Recorrimos la isla en lancha y a pie, de abajo arriba y de arriba a abajo por entre la selva, de este a oeste y de norte a sur por entre las rocas y las playas. Nos movíamos en función de las mareas, aprovechando la más baja para ir caminando hasta los lugares aislados y la máxima para embarcar en la lancha de regreso. Este juego nos dejaba un margen de horarios limitados, que, cuando no lográbamos cumplir, hacía el camino largo y complicado.​

Con forma de ballena y un área de solo 26 kilómetros cuadrados, la isla Gorgona se dibuja paralela a la costa del Pacífico colombiano. Se llamaba San Felipe, pero, rápidamente, fue renombrada por Francisco Pizarro como Gorgona, dando crédito a las serpientes que habitan sus tierras.​

En vista de que buscábamos los afloramientos mejor preservados, nos enfrentábamos a rocas irremediablemente duras. Dos mazos rotos y un martillo despicado fue el saldo de nuestros primeros intentos por conseguir extraer una muestra. Afortunadamente contábamos con la ayuda de los guardaparques, quienes tomando impulso y balanceando el mazo como en una competencia de lanzamiento de disco lograban romper la roca. Terminábamos el día con las mochilas llenas de piedras, que pesaban en promedio no menos de cuatro kilogramos cada una. Como era de esperarse, con una previsión meteorológica como la del Pacífico, durante el 80 por ciento de la visita estuvimos bajo la lluvia. Esto resultaba particularmente problemático al internarnos en la selva, en donde el suelo arcilloso se volvía de jabón y, con el peso adicional de las muestras, resultábamos enterrados en un jardín de lodo o en plena pista de patinaje extremo.​​

Entre una y otra peripecia era normal también que, poco a poco, nos fuéramos integrando al ritmo de la isla, que día tras día conociéramos mejor sus códigos y los de sus habitantes, regidos, principalmente, por la fraternidad, el equilibrio y la convivencia sostenible. Esto significaba, entre otras cosas, que hablábamos de igual a igual, que comíamos lo que había disponible, que la basura que produjéramos la llevaríamos de regreso a tierra o, en otras palabras, que éramos nosotros quienes nos adaptábamos a la isla, al contrario de cualquier remota pretensión de que la isla se adaptara a nosotros.

Segunda y tercera visita​

​​​A la segunda y tercera visita a la isla se sumó quien fuera por aquella época mi supervisor de tesis. Se trataba de un geólogo italiano,​ cuya carrera había tomado un giro administrativo que, en los últimos años, lo había alejado inevitablemente del campo y lo que esto le representaba. Para él, el viaje a la isla prometía permitirle salir de la rutina de oficina y dar un paso a revivir, nostálgico, las rutas de exploración, así como el reto de enfrentarse a las mitológicas características de Gorgona, la de piedra. Entusiasmado, pero incrédulo de las extremas condiciones de trabajo, desembarcó con las botas, los anteojos y la gabardina impermeable puestos, bajo otra de aquellas memorables tardes de tormenta negra.cuya carrera había tomado un giro administrativo que, en los últimos años, lo había alejado inevitablemente del campo y lo que esto le representaba. Para él, el viaje a la isla prometía permitirle salir de la rutina de oficina y dar un paso a revivir, nostálgico, las rutas de exploración, así como el reto de enfrentarse a las mitológicas características de Gorgona, la de piedra. Entusiasmado, pero incrédulo de las extremas condiciones de trabajo, desembarcó con las botas, los anteojos y la gabardina impermeable puestos, bajo otra de aquellas memorables tardes de tormenta negra.​​

Llegamos a casa hablando poco y sonriendo mucho, libres de aquel banal reflejo de buscar la conexión del celular, el internet, o algún teléfono para conectarnos con el mundo, como cuando llegamos a la isla. Por cierto, la mayor parte de los aparatos digitales que llevábamos no sobrevivieron.​​

Había llovido durante todo el trayecto. Mi padre, él y yo, y todo nuestro equipaje, llegamos mojados hasta el fondo de las orejas. En orden sistemático el pantalón, la billetera y los billetes que llevaba el profesor para pagar los gastos del viaje habían quedado listos para ser escurridos. Un millón de pesos en billetes de 20.000 terminó por empapelar la pared de su habitación con la esperanza de que el famoso cien por ciento de humedad no hiciera sus estragos.​​

Los pescadores, con aire tranquilo y probablemente acostumbrados a aquel trajín, reparaban los agujeros con retazos de madera en un increíble despliegue de creatividad. Se alternaban la tarea entre la reparación y el desagüe, usando una botella de gaseosa partida por la mitad. Mientras tanto, nosotros nos despojamos de las botas —mejor amigas de la tierra pero enemigas del mar—, preparándonos para lo que parecía un inevitable desembarque de emergencia y una vuelta a tierra a nado libre. De manera milagrosa el motor encendió y, temerosos de repetir la experiencia, volvimos al punto de partida para planear un recorrido asequible por tierra. Nos internamos, entonces, aguas arriba de una quebrada, la que, a raíz del aguacero, había aumentado visiblemente su caudal.​​

El agua, de nuevo, nos empujaba al punto de inicio en aquel frustrante primer día de la segunda expedición. Arropado por la gabardina de plástico y con los lentes empañados, el profesor no tardó en caer al arroyo. Golpeado, maltrecho, con el GPS, la cámara digital y, por segunda vez, la billetera sumergida, mi supervisor de tesis dio por terminada la jornada.​​

Afortunadamente tuvimos días más productivos. Al final de uno de estos nos cruzamos con el equipo técnico de una cadena de televisión nacional que aprovechó la oportunidad para entrevistar al profesor. Al terminar, este corría hacia la selva gritando a viva voz que era libre. Perplejos, pero cómplices del mismo sentimiento, vimos el instante en el que un hombre se deshace de los formalismos​ sociales para expresar un sentimiento sincero y espontáneo de libertad.​

La tercera y última campaña tuvo lugar en 2009. Esta vez fuimos con un grupo formado por el profesor, mi padre y un geólogo aficionado a la botánica. Finalmente, Gorgona nos despediría con el privilegio del sol. A diferencia de las otras dos salidas, en esta nos enfocamos en estudiar Gorgonilla, un islote impenetrable ubicado en la esquina suroeste de la isla principal. Nos dirigimos a este lugar en lancha y desembarcamos en una playa estrecha y rodeada de rocas que, más tarde, al subir la marea, nos impedirían el acceso de la lancha.​​

La autora

Lina Serrano, oriunda y criada en Pereira, es geóloga de EAFIT, viajera, amante de la naturaleza, la ciencia y el arte. Realizó el semestre de práctica en la Universidad Nacional Autónoma de México (Unam), en donde también hizo la tesis de pregrado y una maestría. Vivió, en total, seis años en México, en los que se dedicó a la investigación académica, la exploración de recursos minerales y la hidrología. Obtuvo un doctorado en la Universidad de Padua (Italia), que la llevó a contribuir en proyectos de investigación en Argentina, Alemania y Australia. Actualmente habita en París (Francia) en donde combina la geología con la escritura y la fotografía.​​​

El punto de regreso estaba acordado en la siguiente playa, a la que se llegaba por la selva, pero una serpiente Talla X, famosa por ser ágil, impredecible y, sobre todo, venenosa, nos cortó el paso. Decidimos volver a la costa y pedir al capitán de la lancha que se acercara al punto donde nos había dejado con la ingenua idea de poder nadar hasta esta. No contábamos​​​ con que el mar estaba agitado y cada uno cargaba una mochila con, al menos, 10 kilogramos de roca, además del pesado martillo geológico y las dichosas botas pantaneras. Difícilmente llegamos cerca de la lancha, donde, con la ayuda de los guardaparques, conseguimos subir las mochilas. Algunos flotando y otros colgados de la embarcación hicimos nuestro mejor esfuerzo para soportar y dejar atrás cuanto antes aquel día interminable.​

Con esta última expedición dimos por terminado nuestro proyecto en Gorgona, un trabajo que, no obstante las dificultades, el cansancio y el miedo, había dado lugar a un profundo aprendizaje profesional y personal que se enlazaba a un único sentimiento de felicidad y satisfacción.​

Llegamos a casa hablando poco y sonriendo mucho, libres de aquel banal reflejo de buscar la conexión del celular, el internet, o algún teléfono para conectarnos con el mundo. Por cierto, la mayor parte de los aparatos digitales que llevábamos no sobrevivieron. Solo logramos rescatar algunas fotos como testimonio de la aventura. Poco a poco y, de manera inevitable, los hábitos urbanos y el exceso de palabras fueron volviendo, haciendo desaparecer esos reflejos vitales en la selva, pero inútiles en la ciudad.​

Y, entonces, sentimos la nostalgia de necesitar menos, de contemplar y admirarlo todo a nuestro alrededor; de los baños en el río al final de la jornada y de las simpáticas conversaciones en la noche con los guardaparques; de caminar por la playa para ver la bioluminiscencia o ayudar en el monitoreo de tortugas. Con los días fuimos encontrando que aquella sensación de estar conectados, que tanto nos faltaba al inicio, estaba verdaderamente allí, en aquella esquina de piedra, entre la selva y el mar, en la oportunidad de volver a lo fundamental. Gorgona, la de piedra, te derrite el corazón.​

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Última modificación: 27/02/2017 13:02