De modo que, por un lado, se tiene a un
personaje que sabe que habita las páginas de
un libro y, por el otro, a los demás que lo han
leído y lo confiesan desde dentro del propio
libro. A mediados del siglo pasado, en un cuento-ensayo inquietante, Borges se asomó
a ese abismo con el miedo a encontrarse a sí
mismo a la vuelta de la página.
En la última parte de la continuación de
1615, en los últimos 15 capítulos, el enamoramiento
del autor por sus personajes llega
a su grado máximo, cuando los utiliza para
rebatir al apócrifo Avellaneda con sus propias
armas. Un paso atrás: en 1614 había
aparecido en Tarragona un Segundo tomo del
ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
por obra de un tal Alonso Fernández de Avellaneda,
un pseudónimo que encubría a un
autor hasta hoy desconocido.
A Cervantes no le gustó nada que le secuestraran
a sus personajes y tanto menos le gustaron
los insultos que el pusilánime plagiario
le dirigía en el prólogo, con anonimato y alevosía.
La venganza no se hizo esperar: ya desde
el título Cervantes desmiente a Avellaneda
con un ascenso de don Quijote de «hidalgo»
a «caballero» (Segunda parte del ingenioso
caballero don Quijote de la Mancha). Don
Quijote también se rebela al apócrifo, cuando
renuncia a ir a Zaragoza, adonde este le había
llevado, solo por sacarle mentiroso, pero
la verdadera respuesta de Cervantes llega en
el capítulo 72, cuando responde al secuestro
de don Quijote por el
falsario con otro secuestro:
don Álvaro
Tarfe, el deuteragonista
de la novela de
Avellaneda, entra en
la de Cervantes para
proclamar a los cuatro
vientos, y ante notario, que el verdadero
don Quijote es el que tiene ante sí.
Mejor respuesta no se le hubiera podido
dar al usurpador de derechos de propiedad.
Cervantes ha conseguido que la autoconsciencia
de don Quijote se convierta en estrategia
de defensa de sus derechos de autor.
Como se ve, a don Quijote el saberse de papel
no le merma un ápice de realidad, como
en cambio le sucederá 300 años más tarde a
Augusto, el protagonista de Niebla. Más bien,
al contrario, lo enraíza aún más en el mundo.
Para él, la existencia de la crónica de sus hazañas
es la prueba concluyente de su ser caballero
andante y, por tanto, de su existencia.
Cuando Pirandello y Unamuno, en los albores
del siglo XX, vuelvan a jugar con el vértigo de
la autoconsciencia de los personajes, a muchos
les parecerá que están sentando las bases
de una nueva metafísica del ser. En realidad,
como se ve, ese mismo juego con la identidad ya lo había hecho Cervantes tres siglos antes,
con mayor ligereza y profundidad, sin que nadie
lanzara las campanas al vuelo.
Ya desde el título Cervantes desmiente a Avellaneda con un
ascenso de don Quijote de «hidalgo» a «caballero» (Segunda
parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha).
En 1780, tras más de siete años de preparativos,
veía la luz la edición del Quijote de la
Real Academia Española, en cuatro tomos,
en cuarto mayor. El objetivo era, como el del
famoso lema de la institución, limpiar, fijar y
dar esplendor a una obra maltratada por los
tiempos, con un texto corrupto en muchas
partes, acompañado a veces de ilustraciones
que reflejaban más los usos de los lectores que
no los de los tiempos de Cervantes.
En la edición de Tonson (Londres, 1738),
por ejemplo, costeada por lord Carteret, ministro
whig (conservador) de la reina, don
Quijote aparecía retratado con el atuendo
de los opositores políticos del mecenas. A la Academia todo esto le parecía insoportable,
de ahí su empeño en restituir a la nación española
uno de sus monumentos, mediante la
rigurosa reconstrucción del texto y el contexto
de la obra.
Fiel a esos principios, el académico Vicente
de los Ríos escribió una nueva biografía de
Cervantes, tras haber consultado documentos
históricos hasta entonces inéditos, y un aná-
lisis de la obra que aún hoy sigue siendo vá-
lido. Tomás López, geógrafo del rey, preparó
un aparato de mapas, con los itinerarios de las
tres salidas de don Quijote y un plan cronoló-
gico de la trama, muy útiles para comprender
su lógica interna.
El texto fue cuidadosamente revisado, tomando
como base las ediciones de Juan de la
Cuesta (Madrid) de 1605 y 1608, para resolver
los muchos errores de lección acumulados
en las ediciones anteriores. Conscientes
de la transcendencia nacional e histórica
de su labor, los académicos no escatimaron
gastos, encargaron la fabricación de un papel
especial, la fundición de nuevos tipos y
eligieron la imprenta de mayor prestigio del
reino, la de Joaquín Ibarra.
Además, pidieron a los mejores dibujantes
del país la ilustración del texto, según
las directrices de una comisión ad hoc
que estableció no solo los episodios que se
habían de iluminar, sino también cómo se
había de hacer, con la distribución de las figuras
en la imagen,
en qué actitud y con
qué vestidos, tras un
minucioso estudio
de las costumbres y
la moda en cuadros
y documentos de la época. El resultado de
todos estos esfuerzos intelectuales y materiales
fue una edición que ha hecho historia
tanto en el mundo de la edición de libros,
como en el del cervantismo.