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El Eafitense / Edición 109 El fracaso como materia prima de un estadista El Eafitense - Edición 109

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El fracaso como materia prima de un estadista

​​​​​​​En 2015 se conmemoraron 50 años de la muerte de Winston Churchill (1874-1965), el exprimer ministro y notable político británico que supo llevar el timón de su nación por las oscuras aguas de la Segunda Guerra Mundial. Esta es una mirada al hombre de Estado hecha por el profesor e historiador Juan Carlos López Díez.


Foto por: Róbinson Henao
Juan Carlos López Díez
Coordinador del Grupo de Historia Empresarial EAFIT

En 1858, Abraham Lincoln y Stephen Douglas, candidatos al senado por Illinois (Estados Unidos), protagonizaron un enconado debate acerca de la esclavitud. A la postre, Lincoln perdería la elección, aunque dos años más tarde ganaría la presidencia, construida sobre la base de la anterior derrota. 

Según lo relata el columnista Sergio Muñoz Bata, en un texto que publicó el periódico El Tiempo el 25 de septiembre de 2012, el tema central del debate “fue si el enunciado constitucional que dice ‘Dios creó a todos los seres humanos como iguales’ incluía a los esclavos negros. Pero lejos de condolerse por la pérdida y convencido de que la discusión del polarizante tema merecía mayor difusión, Lincoln recogió las versiones estenográficas del debate, las corrigió y las publicó como libro. Lincoln obtuvo visibilidad nacional y el premio vendría dos años después cuando, habiendo perdido una curul en el senado, pudo ganar la presidencia de la república […]”. 

En 2015 se conmemoraron 50 años de la muerte de Winston Churchill (1874-1965), el exprimer ministro y notable político británico que supo llevar el timón de su nación por las oscuras aguas de la Segunda Guerra Mundial. Esta es una mirada al hombre de Estado hecha por el profesor e historiador Juan Carlos López Díez.

En suma, uno de los presidentes más importantes de los Estados Unidos convirtió una derrota en victoria. Algo similar podría decirse de la figura de Winston Spencer Churchill, que llegó al cargo de jefe de gobierno británico en la hora más difícil de la nación, luego de una década de casi total ostracismo político.

The right man at the right place”. Aquel célebre proverbio inglés puede ser el que mejor le ajuste a la vida de Churchill, nacido de una familia aristócrata del sudoeste inglés. De formación tanto militar como literaria y periodística, se dio a conocer e​n Sudán, India y en la Guerra de los Boers, en la que los colonos holandeses perdieron su independencia en Sudáfrica. Llegado a su primera madurez, se convertiría en desafortunado protagonista de algunos acontecimientos de la Gran Guerra (1914-1918), conflagración en la que se le atribuye el desastre de la campaña del ejército franco-británico en Gallípoli, en el estrecho de los Dardanelos (Turquía) (1915). Retirado de las hostilidades, luego se reivindicaría como influyente colaborador del primer ministro Lloyd George en las carteras de Armamento, de Guerra y de Colonias. Luego de la caída del gobierno de este premier, sería ministro de Hacienda un lustro, con el exquisito título de Chancellor of Exchequer.

Su cambio de partido en dos oportunidades, de los conservadores (tories) a los laboristas y su posterior retorno a su casa de origen, le generó desconfianza en los líderes de ambos partidos, pero, especialmente, en el conservador, que nunca pudo verlo como uno de los suyos. Puede sonar exagerado, pero durante toda la década de 1930 (de 1929 a 1939) Winston cruzó un largo desierto y fue, más que todo, un ‘cadáver político’ y solo su denodada y solitaria campaña frente al rearme alemán, a la llegada del nazismo al poder (enero de 1933), le convirtió en principio en una voz solitaria que, de a poco, se iría abriendo una audiencia hasta llegar a convertirse casi que en el hombre providencial que requeriría Inglaterra para enfrentar la mayor máquina de guerra que produjo el siglo XX a nombre de la ideología del nacional socialismo. Un desierto que le costó haber llegado al poder a la edad de 65 años, donde reavivaría una tercera juventud.

Fue así como, ante la insaciable voracidad nazi por ampliar su lebensraum (espacio vital), la invasión a Polonia del primero de septiembre copó la paciencia de las potencias Francia e Inglaterra. Pero Churchill tuvo que recibir, a disgusto de la clase política, el levantamiento del veto que se le había impuesto y ser llamado a ocupar un cargo que había desempeñado en la Primera Guerra, el de Primer Lord del Almirantazgo, algo así como ministro de la poderosa marina británica, nombramiento que fue recibido por la oficialidad y los marinos, cuando llegó el telegrama del alto mando, con la insignia marcada en algunas embarcaciones: ‘Winston is back’ (Winston está de regreso). Esto fue el 4 de septiembre, luego del ultimátum lanzado por los aliados occidentales.

The right man at the right place”. Aquel célebre proverbio inglés puede ser el que mejor le ajuste a la vida de Churchill, nacido de una familia aristócrata del sudoeste inglés.

El día 10 de mayo de 1940, en el que a primera hora los alemanes cruzaron las fronteras de los Países Bajos y en tan solo un mes arrinconaron a los aliados en el puerto de Dunkerque, en su exitosa campaña que los llevaría a apoderarse de Europa continental, Churchill es llamado al Palacio de Buckingham a asumir el cargo de Premier o jefe del gobierno, experiencia que deja registrada en sus memorias, como la plena conciencia de alcanzar ese día su carácter de ‘hombre providencial’. Jornada que vivió “consciente de tener una profunda sensación de alivio. Por fin tuve la autoridad de impartir las órdenes pertinentes en todos los ámbitos. Sentí que caminaba con el destino y que toda mi vida pasada no había sido más que una preparación para ese momento y esa prueba”.

​Con notable frecuencia se comete el error de canonizar a los grandes hombres, de hecho se les convierte en estatuas y no se admite que los acompañen los defectos de cualquier ser humano. Es de lo que busca curarse Max Hastings en La Guerra de Churchill (2010), escrito a casi medio siglo del fallecimiento del líder que supo conducir a la Gran Bretaña a conservar la dignidad de no ser humillada por la máquina de guerra germana, suerte con la que no corrieron precisamente los franceses, a pesar de la ayuda aliada, víctimas de la mayor vergüenza de su historia, la ocupación alemana de cuatro años, entre 1940 y 1944.

Churchill, por temperamento amigo de la confrontación, se sintió en su ‘salsa’ ante el llamado de la guerra, aunque solo le fuera entregado el mando supremo como primer ministro cuando el desastre se veía caer sobre Inglaterra, una vez terminó la ‘Batalla de Francia’ con la declaración de París como ‘ciudad de puertas abiertas’ y evitar su bombardeo y destrucción, verdadero milagro de la Segunda Guerra. 

Con el turno para los ingleses, la inminente invasión nazi a las islas fue repelida desde el aire por la Fuerza Aérea (RAF) con apoyo de la Marina, en bombardeos y encuentros de cazas que duraron todo el segundo semestre de 1940 y el primero de 1941, los 12 meses de duración de la Batalla de Inglaterra. Hasta que Hitler cometiera el error de su vida: la invasión a la Unión Soviética (URSS), en junio de 1941, en el amplio frente oriental. 

El día 10 de mayo de 1940, en el que a primera hora los alemanes cruzaron las fronteras de los Países Bajos y en tan solo un mes arrinconaron a los aliados en el puerto de Dunkerque, en su exitosa campaña que los llevaría a apoderarse de Europa continental, Churchill es llamado al Palacio de Buckingham a asumir el cargo de Premier o jefe del gobierno.

​A partir de la derrota en la ciudad de Stalingrado en febrero de 1943 –luego de una seguidilla de victorias alemanas y la escalofriante batalla urbana en esa ciudad que duraría cinco meses y medio– el Ejército Rojo aprendería a ganar y emprendería un contragolpe que lo llevaría a Berlín donde exigiría firmar en esa ciudad el fin de la guerra en suelo europeo, el 8 de mayo de 1945, así otro final hubiesen firmado los aliados occidentales en Reims, cerca de París, la víspera 7 de mayo.

Las cuatro estrategias 
Más allá del voluntarismo y de sus promocionados actos heroicos, cuatro fueron las estrategias de guerra utilizadas por Churchill para la hora más difícil de su pueblo. La primera, controlar a los partidarios del appeasement que habían sido liderados por los primeros ministros de la década de 1930, la época del ostracismo churchilliano, en especial los representados por el premier Neville Chamberlain, que mantenían a distancia a Churchill por considerarlo, sin lugar a exageración, sinónimo de guerra. Una segunda, de carácter dictatorial, el hecho de autoproclamarse como ‘generalísimo’ mediante la creación de un cargo inexistente, el de ministro de la Defensa, ejercido por él mismo. Una estrategia dictatorial ‘no hay otro nombre’, según el historiador Sebastián Haffner.

En tercer lugar, volcar todo el aparato productivo del país hacia el rearme, partiendo de un inventario, por entonces, obsoleto, que había permanecido estático por más de dos décadas. Esta estrategia, necesaria, sumiría el país en la bancarrota o imposibilidad de atender sus pagos, salvo por acudir al eufemismo de la ‘Ley de préstamo y arriendo’ con los Estados Unidos, base de la cuarta estrategia, es decir, una profusa correspondencia privada con el presidente norteamericano Franklin D. Roosevelt. 

Había acariciado esta movida desde los comienzos de la guerra, según la confesión que hizo a su hijo Ramdolph, de que haría hasta lo imposible por vincular a los norteamericanos con la guerra. Esto lo logró, en un principio, en lo financiero y logístico, hasta el ataque japonés a Pearl Harbor, la base en el Pacífico. Hitler completó el favor, al declarar la guerra a Estados Unidos, cuatro días después del ataque a la base naval en el extremo oriente. 

Cuestión de estilo 

En su ensayo sobre la personalidad de Churchill, Personal Impressions, el filósofo Isaiah Berlín regala este agudo perfil del político británico: “Su mundo se basa en la primacía de las relaciones públicas por encima de las privadas, en el valor supremo de la acción, de la lucha entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte; pero siempre en la lucha; nunca ha dejado de combatir”, atributo que le dejaría solo frente a todos aquellos que apostaban por un acuerdo de paz a cualquier costo, única vía que advertían las élites inglesas frente a una derrota cantada. Se presentó así una escisión entre el alto mando, políticos y aristócratas de un lado, y el pueblo que recibía con éxtasis a su líder, en las horas más complejas. 

Las actuaciones de los aviadores británicos en sus Hurricanes y Spitfires, durante el rescate y el ataque aéreo de la Luftwaffe de los meses posteriores, llevarían, en una visita al Mando de Cazas, a pronunciar a Churchill una de sus más citadas frases por parte de biógrafos e historiadores: “En el terreno de los conflictos humanos, nunca tantos le han debido tanto a tan pocos”.

El momento más difícil, acuciante y a la postre glorioso de un imperio inglés en decadencia se vivió en el verano y otoño de 1940, luego de la invasión alemana a los Países Bajos, con tiquete directo a París, a donde arribarían los nazis el 14 de junio tras un mes de campaña. La Ciudad Luz, que se les había escapado en la Primera Guerra. En atención a los acuerdos anglo-franceses, los británicos atendieron el llamado con la Fuerza Expedicionaria (BEF). Pero la novedosa estrategia militar alemana de la Bliztkrieg o ‘guerra relámpago’ convirtió en juguete a un ejército de 140 divisiones, 94 de estas francesas, y puso de presente el inmovilismo, inercia defensiva y cierta abulia por combatir frente a la disciplina germana. 

Las pocas divisiones británicas de la BEF quedaron atenazadas en el puerto belga de Dunkerque, de donde fueron rescatadas en número total de 335.000 efectivos, ingleses y tropas aliadas, en el más celebrado rescate de la historia. No se encuentra aún explicación de cómo los alemanes dejaron escapar esa presa. 

Las actuaciones de los aviadores británicos en sus Hurricanes y Spitfires, durante el rescate y el ataque aéreo de la Luftwaffe de los meses posteriores, llevarían, en una visita al Mando de Cazas, a pronunciar a Churchill una de sus más citadas frases por parte de biógrafos e historiadores: “En el terreno de los conflictos humanos, nunca tantos le han debido tanto a tan pocos” (recuerda Hastings.). 

Unos cuatro momentos fueron definitivos en la participación inglesa: la batalla de Inglaterra; la derrota alemana (la primera) en el norte de África por parte del general Bernard Montgomery, propinada al mariscal Erwin Rommel; la difícil campaña para la recuperación de Italia, en parte opacada por el desembarco en Normandía o ‘Día D’; y el último año de la guerra a partir de este desembarco al norte de Francia, 6 de junio de 1944, al mando de los norteamericanos. Pero se cree que solo bastan los acontecimientos de 1940-1941 para perfilar a este personaje como estadista, voz solitaria dentro de una élite adormecida y cansada, pero que supo ganarse el apoyo popular para legitimar sus decisiones, algunas controversiales y tal vez erradas. 

La democracia, aquel sistema de gobierno imperfecto pero mejor que cualquiera, según este protagonista, sentenció que el hombre que los había conducido en la guerra no era el indicado para la paz, debiendo entregar el mando al líder laborista Clement Attlee, su antiguo subordinado en el gabinete de guerra.

​La posguerra

La democracia, aquel sistema de gobierno imperfecto pero mejor que cualquiera, según este protagonista, sentenció que el hombre que los había conducido en la guerra no era el indicado para la paz, debiendo entregar el mando al líder laborista Clement Attlee, su antiguo subordinado en el gabinete de guerra. No obstante, el pueblo le daría una segunda oportunidad de regresar a la primera magistratura en 1951, cuando Churchill viviría sus últimos años de actividad política. 

Empero, el Churchill más recordado de la posguerra es aquel que traza de manera insuperable, con su retórica encendida, lo que sería la nueva confrontación, conocida como la Guerra Fría, en aquel famoso discurso en la Universidad de Fulton, Missouri (Estados Unidos), que generaría gran revuelo, al conocerlo El pueblo inglés recordará siempre a Churchill como la luz que vio el país tras la arremetida de los nazis en la Segunda Guerra Mundial. el presidente Truman previamente: “Desde Stettin en el Báltico hasta Trieste en el Adriático, un Telón de Acero ha descendido a través del continente”, delineando así la órbita soviética y enumerando, a renglón seguido, la lista de ciudades importantes como Sofía, Bucarest, Belgrado, Budapest, Viena, Praga, Varsovia y Berlín, que vivirían ese largo invierno de opresión hasta la caída del Muro de Berlín. Este discurso y este fragmento se convertirían en la marca que señalaría la confrontación entre Este y Oeste por medio siglo hasta 1989, con el derrumbe del bloque soviético. 

Llegó el momento de los honores a granel, de los doctorados honoris causa, de las llaves de grandes ciudades, de las ciudadanías honoríficas y reconocimientos nobiliarios, de las conferencias en universidades. Y del más recordado de todos, el premio Nobel de Literatura en 1953, apuntalado en sus memorias de la Segunda Guerra Mundial, en varios tomos. Luego de abandonar la actividad política, quedarían 10 años de vida dedicados al jardín, las carreras de caballos, la pintura y la vida familiar, entre otras. 

Hasta el 24 de enero de 1965, día del viaje final, el que hoy se recuerda en su calidad de gran estadista del siglo XX, 50 años después.​​
Última modificación: 27/02/2017 12:34