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El Eafitense / Edición 109 El sueño de viajar por el Río Grande de la Magdalena El Eafitense - Edición 109

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El sueño de viajar por el Río Grande de la Magdalena

​​​​​​​Durante 80 días, el profesor Juan Gonzalo Betancur, de la Escuela de Humanidades de EAFIT, recorrió el río Magdalena desde su nacimiento hasta su desembocadura para narrar en su sitio web www.bajandoelmagdalena.com y por redes sociales la realidad actual del río padre de Colombia. Su recorrido lo llevó por más de 90 municipios, entre paisajes y gente que le contó historias de fantasía. Crónica de viaje. ​


Foto por: Juan Gonzalo Betancur​​
Juan Gonzalo Betancur B.
Profesor de la Escuela de Humanidades EAFIT​

Cuando me f ui a bajar del caballo y sentí las piernas paralizadas, se me pasó por la cabeza una cosa terrible: que a lo mejor yo era el elegido para sufrir una antigua desgracia que caía entre quienes cruzaban el Macizo Colombiano por el páramo de las Papas. Una vieja leyenda aseguraba que entre cada grupo de viajeros que pasaba, uno terminaba tullido.

La historia de esa creencia me la había contado la noche anterior, al pie de su fogón de leña donde me calentaba, don Gúlber Papamija Palechor, un campesino que ofrece alojamiento en su finca de La Hoyola o Loyola, según las dos formas en que aparece escrito –en diversos sitios del caserío– el nombre de esa vereda del corregimiento Valencia, perteneciente al municipio de San Sebastián (Cauca). 

Allí es pleno Macizo, la región en la que la cordillera de los Andes se divide en tres y donde brotan los ríos Magdalena, Cauca, Patía, Putumayo y Caquetá, que se van a recorrer el país por tres rumbos distintos. Según don Gúlber, antes los habitantes de la zona decían que entre los viajeros que cruzaban nunca faltaba el que quedaba tieso.

“¡Imposible! –pensé– Yo no podía ser el de semejante mal”. Es que no había motivo: llevaba tres meses recorriendo el río Magdalena, casi todos los días tocando sus aguas, hablándole, yendo a su lado. Por eso lo sentía ya como parte de mi ser. Y él me había demostrado en dos ocasiones su benevolencia, la segunda apenas el día anterior, cuando me permitió ver a su madre, la laguna de la Magdalena. Ese espejo de agua de donde brota el río está situado a 3.685 metros de altura sobre el nivel del mar en una planicie arriba de ese páramo en jurisdicción del municipio de San Agustín (Huila), casi en el límite con el Cauca. Por la gruesa neblina y la lluvia permanente, los excursionistas que habían subido los días anteriores de ese enero de 2015 no habían podido ver la laguna.

Mientras subíamos a caballo por el antiguo camino de herradura, yo le pedí muchas veces al río que me permitiera verla. Y él me respondió como habla la naturaleza: mostrándose en todo su esplendor. Desde una colina preciosa divisé sonriendo la planicie de aquel páramo completamente despejado. La laguna estaba a menos de un kilómetro, en medio del paisaje, y detrás de esta el cerro de las Tres Tulpas, que era rozado por pequeñas nubes que pasaban. A la derecha estaban las cordilleras Oriental y Central separándose frente a nuestros ojos. Un lugar imponente, hermoso, solitario, azotado por un veloz viento helado.

​Al día siguiente, ya de regreso y después de dormir en la casa de don Gúlber, nos acercamos al borde de la laguna, ubicada a unos 200 metros de otro camino en piedra. Pero la escena era distinta: llovía y todo estaba blanco cubierto por la neblina. Para llegar a la laguna tuvimos que avanzar con cuidado casi sobre el agua, saltando entre las pequeñas islas que crea la vegetación a su alrededor. El río Magdalena surge lento, como despertando apenas. Tiene unos dos metros de ancho y uno de profundidad. Allí lo toqué, le hablé y me eché en la cabeza sus aguas como si me estuviera bautizando.

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Esa parte del Macizo Colombiano es una esponja gigantesca de la que brotan centenares de caños, quebradas, chorros y cascadas, muchas de las que caen entre desfiladeros y cañones al río Magdalena. En los primeros kilómetros, su cauce es angosto y el agua limpia y transparente. La zona es cuna de lagunas y hogar de una vegetación efervescente: arriba dominada por frailejones, chusques y musgos, y más abajo por helechos, laureles de cera, arrayanes, mortiños, pinos colombianos, azucenos, candelos, higuerones, calabacillos, macos… porque aquello es un bosque andino y húmedo rico en especies vegetales. Un tesoro de la naturaleza que está en peligro por la minería y la ampliación de la frontera agrícola y ganadera que devoran esos bosques a pasos evidentes. 

Horas después de dejar la laguna, al intentar bajarme de Macizo –como bauticé al fuerte y noble caballo que me llevó durante cuatro días por aquellas montañas– quedé colgado de su cabeza cuando casi me voy al suelo por tener las piernas como muertas. Al comienzo, mis compañeros se rieron porque la escena parecía graciosa, pero se callaron cuando empecé a gritar del dolor y a decir que no me podía mover. Ese día el clima estuvo horrible: tuvimos que cruzar el páramo caminando bajo la lluvia durante siete horas, en medio de la niebla y el viento gélido. Luego pasamos hora y media más arriba de los animales que nos subieron y bajaron por ese nudo de montañas.

Cuatro personas y cuatro caballos estuvimos casi congelados ese día, pues no sirvieron para nada los equipos impermeables, ni soportaron el camino liso y con tramos enlagunados y empantanados hasta en las partes más empinadas. Pero, incluso así, a pesar de ese dolor intenso en las rodillas que me habría de durar un mes, yo iba feliz, no me cambiaba por nadie: había coronado el último tramo de mi viaje de 80 días por el río Magdalena y llegado al sitio exacto de su nacimiento. Completé, así, un recorrido lleno de sorpresas al acompañar su ruta milenaria hasta el mar. Igualmente, un sueño que tuve pendiente por 30 años.

El crisol de la vida nacional 

El primer cruce emocionante del Magdalena en ese largo viaje lo había hecho en Ambalema (Tolima), en septiembre de 2014, en el ferry Omayra. Ese es un vetusto planchón en el que por 10.000 pesos me pasaron –con mi carro y todo– hasta el caserío Gramalotal, que pertenece al municipio de Beltrán (Cundinamarca). Es uno de los pasos en esa región cargada de historias y leyendas, igual a todas las que hay en el curso de 1.540 kilómetros que tiene el río.​​

En la zona central de Ambalema, declarada patrimonio por las “mil columnas” que sostienen los aleros de los altos techos de casas de más de un siglo, se topa uno, por ejemplo, con la historia de fantasía del mago Lember, un personaje real que se volvió mito local. Su hija Patricia Elena afirma que llegó a tener un espectáculo de ilusionismo que llevó por el mundo y que usó una parafernalia que solo cabía en tres vagones de tren.

En el río y sus orillas está toda Colombia: su música y su arquitectura, sus mitos y leyendas, sus horrores y esperanzas, sus tragedias y sueños.


Y en otro municipio cercano y olvidado, Guataquí (Cundinamarca), Bautista Molina García, un pescador retirado de 94 años, me relató sus encuentros con el Mohán, un espíritu del río al que él califica como “un pícaro”, por lo que me pidió tener cuidado, pues tarde o temprano se me aparecería en la curva o el meandro menos pensados. Se trata de un ser burlón, dicharachero y mamagallista. En Cantagallo (Sur de Bolívar) me contaron que por allá el Mohán se había tratado de robar hembras, por lo que habría que definirlo también como mujeriego. Que yo sepa, no se me apareció en todo el viaje, aunque uno no sabe con certeza, ya que se presenta como un hombre común y corriente, según advirtió don Bautista.

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Pero ni el Mohán, las brujas, la Patasola, la Madremonte, la Llorona Loca, el Descabezado, la Luz Corredora o ese ataúd que aparecía en medio de cuatro velas en los caminos solitarios del Medio y Bajo Magdalena han causado tanto terror por las orillas del río como la gente armada. Guerrilleros, paramilitares, narcos, bandas criminales, y soldados y policías descarriados convirtieron esas aguas, cada uno a su modo y en diferentes momentos del último medio siglo, en un gran cementerio al que fueron a parar centenares de los 50.000 desaparecidos reportados en Colombia. 

Es que en el río Magdalena está resumida la vida del país, desde las violencias hasta esas representaciones propias de la imaginería popular, grandes episodios que marcaron el rumbo de la nación. Y no podría ser de otra forma: por cuatro siglos y medio fue la ruta principal de todos aquellos que entraron y salieron del actual territorio nacional, desde conquistadores, expedicionarios, virreyes, viajeros, aventureros, comerciantes y fugitivos, hasta ese desfile de bandidos que aún se mueven como Pedro por su casa porque la fuerza pública se ve más bien poco (lo que significa también que la situación de orden público anda más tranquila, así tantos pillos continúen por ahí). En honor a la verdad, también sigue siendo ruta de miles de colombianos honestos y anónimos que siempre han ido de aquí para allá rebuscándose la vida.

En el río y sus orillas está toda Colombia: su música y su arquitectura, sus mitos y leyendas, sus horrores y esperanzas, sus tragedias y sueños.

Están, por ejemplo, la cuna de la cumbia en la Depresión Momposina y la Mojana Sucreña, el bambuco y el sanjuanero por los lados del Huila y Tolima, el vallenato en cada esquina del Medio y Bajo Magdalena, la tambora que reina en todo el río y que tiene decenas de variantes porque no hay que ser experto para distinguir que la tocan distinto en El Espinal (Tolima), Arenal (Sur de Bolívar) y en San Martín de Loba (también Bolívar), este último donde hacen cada noviembre su festival nacional. Y ahora se escuchan músicas de otros lados del mundo pero nuevas en la región, como el thrash death metal en Garzón (Huila), las fusiones de ritmos tradicionales y contemporáneos del grupo Magdalena Music y lo que hace la banda Rock-Az en Puerto Wilches (Santander), tocadas por jóvenes que no tienen reparo en darle duro a la guitarra eléctrica y al sintetizador para luego irse a bailar un aire típico en cualquier caseta comunal. 


Un país desconocido

Si bien Mompox tiene toda la fama por la belleza de sus construcciones, mi gran descubrimiento arquitectónico estuvo en las iglesias coloniales levantadas en Huila y Cundinamarca por clérigos y misioneros durante la Conquista. Hay decenas de capillas preciosas, algunas ocultas entre las montañas listas a ser descubiertas, como el templo redondo de estilo románico en la inspección de Naranjal, jurisdicción de Timaná (sur del Huila), que, a primer golpe de vista, lo devuelve a uno a la Edad Media.

Y me fascinó el casco antiguo de Honda (Tolima), al pie del legendario puente Navarro, la primera estructura de gran magnitud que atravesó el Magdalena. La zona vieja de aquella otrora ciudad gloriosa del río es un catálogo vivo de los períodos de la arquitectura en Colombia: posee callejones y cuestas de estilo andaluz, la iglesia de Nuestra Señora del Rosario (construida en calicanto) con su torre divisando la comarca, mansiones republicanas en perfecto estado, casas con estilo caribeño levantadas por migrantes que llegaron en plan de negocios, caserones como les gustaban a las generaciones de españoles que hicieron fortuna en la Nueva Granada, restos de bodegas símbolo de la pujanza comercial que se movió por las aguas del Magdalena... 

​Porque la historia está allí, en cada vuelta del río. El paso de Simón Bolívar en tal o cual fecha se recuerda desde Purificación –pueblo tolimense que llegó a ser durante tres días capital de Colombia– hasta la desembocadura del Canal del Dique, al pie de una parte de Cartagena a la que jamás van turistas. Y le cuentan a uno que hubo sangrientas batallas en el río como las de La Humarena y Los Obispos, ambas en las guerras de finales del siglo XIX. O las más recientes, hace 10 o 15 años, en los ataques de la guerrilla cerca a San Pablo (Sur de Bolívar) a los barcos remolcadores que pasaban llevando petróleo mientras eran escoltados por la Infantería de Marina.

Otra cosa que hay que decir con tristeza es que algunos sitios históricos están perdidos, como Puerto Nacional, al pie del actual Gamarra (Cesar), del que solo quedan piedras y una maleza que se quiere tragar todo. Hoy se olvida que por allí desembarcaron en 1828, tras viajar por el río, muchos líderes de la Gran Colombia que iban a la Convención de Ocaña, en la que hubo un fuerte enfrentamiento entre Bolívar y Santander por sus concepciones centralistas y federalistas. O, precisamente, la casa en Purificación donde Libreta de Campo 44 eafitense el se alojaba el Libertador, convertida ahora en cárcel municipal.

Basta recorrer el Magdalena despacio, con los ojos y los oídos bien abiertos, para sentir y palpar muchos rasgos significativos de la historia nacional.


​Siete días sin tocar tierra

Mientras reposaba un poco en el puerto de El Banco (Magdalena), agobiado por el aplastante calor y esperaba la camioneta que me iba a llevar a Mompox, se me acercó un hombre con barba de cinco días:

- Ojalá pase una Naviera…
¿Y eso qué es? –le pregunté como quien no sabe del asunto.
Unos barcos que van por el río. Hay unos enormes que navegan despacitico por lo grandes que son y por todo lo que llevan. 


Viajar es paradójico: se desea llegar a donde se quiere y cuando se llega se anhela el camino pasado, se quiere no haber arribado aún.


Apenas le sonreí: yo había pensado lo mismo. Ese sofoco de las dos de la tarde hace que cualquiera desee estar echado bajo un buen ventilador. Menos mal no había comido esos bocachicos poderosos que preparan ahí mismo en cocinas de madera bien organizadas bajo toldillos de colores: un almuerzo de esos sí manda directo a una siesta. Detrás se escuchaban las risas de Diana, una linda mujer que se había acercado a jugar en un casino rústico de solo hombres. Los tipos la habían animado a apostar y ya perdían con ella: inició con el case mínimo de 2000 y había logrado unos 30.000 de ganancia; nada mal para 20 minutos de juego en una ruleta artesanal bajo aquella carpa roja levantada en plena calle.

Yo también pensaba en aquellos barcos porque apenas una semana antes yo mismo había pasado por aquí cuando iba en uno de estos que bajaba el Magdalena: el RR Humberto Muñoz. Se trata del remolcador insignia de la Naviera Fluvial Colombiana, una empresa nacida en Medellín que lleva 95 años navegando por estas aguas. Mejor dicho, otro patrimonio del río Magdalena.
Cuando subí a esa embarcación en Barrancabermeja, el capitán Darío Chaverra, un lobo de río nacido en Maceo (Antioquia) y quien lleva 42 años navegando esas aguas, me preguntó con su amabilidad característica:
–¿Y por qué su interés de venir con nosotros?

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Solo le contesté:
–Vengo siguiendo el río desde el Macizo Colombiano y espero llegar a Bocas de Ceniza. Voy de pueblo en pueblo, de puerto en puerto, recogiendo historias para contar, primero por internet y luego en un libro. Quiero relatar cómo es el río hoy y cómo su gente. 

El capitán sonrió, me llevó a la primera cubierta y me presentó a su tripulación de 14 hombres entre pilotos, contramaestre, marinos, cocineros y mecánicos, y comenzó para mí la aventura de vivir la navegación actual por el río. En los tres meses en los que seguí el curso del Magdalena siempre respondí lo mismo cuando me preguntaban la razón de mi presencia por esas orillas y esa respuesta fue el pasaporte que me abrió todas las puertas que quise. Rápido descubrí que quien escuchaba el motivo de mi viaje me ayudaba en lo que necesitaba: sentí que todos se alegraban de saber que alguien estaba ahí para contar la vida actual del río y de la gente que lo habita.

En su viaje 80 –que tuve el honor de hacer– el remolcador Humberto Muñoz empujó una carga de 13.000 toneladas, representadas en 9 botes o planchones y su carga de 2.730.000 galones de combustóleo. Ese es un derivado del petróleo que llevan desde la refinería de Ecopetrol en Barrancabermeja hasta la de Mamonal, en Cartagena, para luego ser exportado. 

Aquellas jornadas en ese barco fueron para mí fantásticas, presenciando la dura tarea de enganchar y desenganchar varias veces al Viajar es paradójico: se desea llegar a donde se quiere y cuando se llega se anhela el camino pasado, se quiere no haber arribado aún. Universidad EAFIT 45 días esos botes rectangulares –cada uno de 1.300 toneladas– que son movidos en el agua como fichas enormes de dominó. Porque hay tramos entre Barrancabermeja y Gamarra en los que la navegación es complejísima debido a la fuerte sedimentación del río. Cuando el paso de los barcos es difícil, se hace necesario buscar un “muerto”, es decir, un árbol lo suficientemente fuerte para que aguante amarrar la pesada carga, dejarla ahí bien anclada, salir luego a “sondear” la profundidad del lecho con instrumentos satelitales pero también al estilo antiguo (metiendo al agua una vara de madera) y luego volver por la carga, pegarla al remolcador con pesados cables de acero, y de nuevo partir hasta donde nuevamente el paso sea difícil y haya que repetir las maniobras.

En ese tramo complicado, en un día malo, un barco de esos escasamente avanza 30 o 40 kilómetros. Por eso el interés del Gobierno en el proyecto de recuperación de la navegabilidad por el Magdalena, sobre el que hay bastantes dudas en un sector de la academia y en las propias comunidades ribereñas, pues sienten que no las han consultado y que aquello no les beneficiará en nada.

En una semana en ese barco, lapso en el que no toqué tierra y solo gasté 20 mil pesos en dos mojarras y una doncella (peces que cenamos a las cuatro de la tarde ya que a bordo los horarios son bien especiales), presencié amaneceres anaranjados y atardeceres incandescentes, vi regiones enteras dominadas por el sistema de ciénagas y humedales, zonas donde el río tiene más de un kilómetro de ancho y 30 metros de profundidad, pescadores de atarraya en canoas, pueblitos en medio de la nada y mucha, mucha pobreza y olvido del Estado. 

Al descender del Humberto Muñoz en el puerto de Pasacaballos, aún en el Canal del Dique en las afueras de Cartagena, lo hice rápido y sin mirar atrás porque me dio nostalgia dejar a aquellos navegantes con los que trabé buena amistad y porque igualmente había llegado a mi meta de acompañar el río hasta el mar. Viajar es paradójico: se desea llegar a donde se quiere y cuando se llega se anhela el camino pasado, se quiere no haber arribado aún. 

El fin del viaje 

Lo siguiente fue pasar a Barranquilla en un microbús y esperar hasta el otro día para ir a la desembocadura principal del río. De ahí solo me quedaba pendiente volver al sur del país a finales de 2014 o a comienzos de 2015, pues por sus condiciones meteorológicas es la época más propicia para subir al páramo de las Papas. Allí terminaría ese recorrido soñado por primera vez cuando tenía 16 o 17 años y que esperó tres décadas para hacerse realidad, gracias al período sabático que me concedió mi Universidad EAFIT.

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La llegada a Bocas de Ceniza fue un lunes brillante en el que el río se mostró pleno, radiante, tal y como lo hizo en su nacimiento arriba del Macizo. El Magdalena se une con el mar por un canal artificial, un tajamar de 12 kilómetros que es una maravilla para el visitante: se recorre en un trencito rústico y pintoresco que amenaza desbaratarse cuando lleva a sus pasajeros, mientras al lado derecho baja el Magdalena agrisado en sus últimos metros y a la izquierda las olas potentes de un mar perfectamente azul golpeando el espolón.

En ese sitio, donde la pesca es con una cometa que se arroja al cielo sobre el océano, donde vi nutrias nadando en el contaminado
Magdalena, ocurrió la otra demostración de la benevolencia del río con este viajero. Una cosa que –creo– solo le puede ocurrir
a quien, como yo, haya acompañado por largo tiempo sus aguas, las haya tocado con cariño cuantas veces podía y le haya conversado mucho, tal como lo hice. Pero esa es otra historia y se contará después. Por ahora solo hay que decir que el viaje largo por el Magdalena, aquel sueño juvenil postergado, por fin se cumplió.

Esperanzas y temores frente a megaproyectos

En un lado están el Gobierno Nacional, algunas administraciones departamentales y municipales, y grandes inversionistas nacionales y extranjeros. En el otro, organizaciones de la variopinta sociedad civil, desde grupos de pescadores y acciones comunales hasta prestigiosos académicos de universidades públicas y privadas.
Y están en orillas opuestas por la visión que cada uno tiene de los megaproyectos que hay en marcha o que piensa desarrollar en los próximos años el Estado Colombiano para explotar las potencialidades del río Magdalena.
La causa es el Plan Maestro de Aprovechamiento del río Magdalena, un documento laborado por Hydrochina (empresa estatal de ese país) y entregado al Gobierno de Colombia en mayo de 2014 luego de un convenio firmado en 2009 con Cormagdalena y la Agencia Presidencial para la Cooperación Internacional (estas dos últimas del Gobierno Nacional). Allí se recogen muchas iniciativas para el río pensadas por Colombia de tiempo atrás.
Los megaproyectos que más preocupación han despertado son dos: El primero, mejorar y consolidar la vía fluvial entre Barrancabermeja y el Canal del Dique, y devolver la navegabilidad entre Puerto Salgar y Barrancabermeja, para lo que se harán obras de ingeniería que permitan la navegación de grandes barcos las 24 hora del día, todo el año.
Para esto, el Gobierno Nacional ya aprobó, en vigencias actuales y futuras, 2.3 billones de pesos. El proyecto fue entregado al grupo Navelena, conformado por la empresa brasileña Odebrecht y la colombiana Valores y Contratos (Valorcon).
La idea es convertir al río en “uno de los pilares estratégicos para la competitividad de la Nación, debido a los bajos costos y el desarrollo de infraestructura para el estímulo a la inversión privada”, según dijo el presidente Juan Manuel Santos. Por el río se moverían, básicamente, derivados del petróleo, carbón, cereales y contenedores con carga seca. 
Y el segundo, aprovechar el río al construir entre 13 y 17 embalses de diferente capacidad en el Alto Magdalena, para generar energía eléctrica: en el Huila, Guarapas (140 megavatios, MW), Chillurco (180 MW), Oporapa (220 MW), Pericongo (80 MW), El Manso (140 MW), Veraguas (130 MW) y Bateas (140 MW); en Tolima, Basilias (140 MW), y entre Tolima y Cundinamarca, Carrasposo (170 MW), Nariño (200 MW), Lame (560 MW), Cambao (100 MW), Piedras Negras (100 MW) y tres represas más en Honda y otros sitios del Tolima.
La preocupación es por los impactos que generarían estos megaproyectos en los 128 municipios que están a orillas de la corriente principal del Magdalena, el Canal del Dique, el curso bajo del río Cauca y hasta el parque nacional natural Islas del Rosario que ni siquiera hace parte del río. Es decir, impactos en 13 departamentos, en un área de 69.400 kilómetros cuadrados donde habitan 6.000.000 de personas.​

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Última modificación: 23/03/2017 11:59