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Elogio del amateur

​​​​​El siguiente es el discurso que la escritora argentina Leila Guerriero, presidente del jurado del Premio Biblioteca de Narrativa Colombiana (PBNC), leyó la noche del 25 de enero de 2017, en el Auditorio Fundadores, durante la entrega del reconocimiento.

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Leila Guerriero
Escritora. Presidente del Jurado del Premio Biblioteca de Narrativa Colombiana (PBNC)

Quiero advertirles algo: este texto está repleto de citas. Y no porque sea más fácil armar un discurso recortando de allí y pegando acá, sino porque tengo muchas preguntas y casi ninguna respuesta. No sé cuántos de ustedes buscan un maestro. Yono, y tampoco sé si lo querría. Pero a veces, cuando algunas preguntas flotan como un humor malsano dentro de mi cabeza, además de alegrarme de que nadie pueda verlas, extraño a mis mayores. Fogwill, por ejemplo; Homero Alsina Thevenet, por ejemplo. Piglia, por ejemplo. Gente que no daba consejos pero que podía darse cuenta de todo y entonces decir “Cuidado”, o “No te preocupes, eso no va a pasar”. Gente cargada de experiencia y de una lucidez visionaria y bondadosa.

elogio-amateur.jpg En el año 2005, en un discurso excepcional que dio durante una ceremonia de graduación en la universidad de Kenyon (Estados Unidos), el escritor norteamericano David Foster Wallace dijo esto: “Hay partes enormes de la vida adulta americana de las que nadie habla en los discursos de las ceremonias de graduación. Y una de esas partes incluye el aburrimiento, la rutina y las pequeñas frustraciones”. Parafraseándolo, podría decirse que hay partes enormes de la vida del escritor de las que nadie habla en los discursos de entrega de premios. Y en casi ningún otro sitio. Y no son partes tan inofensivas como el aburrimiento, la rutina y las pequeñas frustraciones. Son, más bien, toneladas de chatarra espacial orbitando sin rumbo, saludablemente lejos o peligrosamente cerca del cerebro y el cora​zón del escritor. Inseguridades de todo tipo –“¿no se me agotarán las ideas, no escribía mejor hace 10 años, cómo encontraré algo para decir ahora que parece que lo he dicho todo?”- y contradicciones viles que no son sino formas de todo tipo de inseguridades: “¿por qué, si adoro a mis hijos, me molesta tanto tener que dejar a un lado mi novela para ir al acto del colegio; por qué, si adoro a mi mujer, no puedo escribir si ella está en casa; por qué, ahora que no están ni mis hijos ni mi mujer, de todos modos, no escribo?”.

Atontado por el choque masivo contra preguntas nunca respondidas que nunca responderá, el escritor se aferra a la única tabla de salvación que tiene: seguir escribiendo. Aún, cuando sea una tabla de salvación hecha de hierro candente. Decía Clarice Lispector que la escritura es una maldición, pero una maldición que salva: “Es una maldición –decía- porque obliga y arrastra, como un vicio penoso del cual es imposible librarse. Y es una salvación porque salva el día que se vive y que nunca se entiende a menos que se escriba”. Alguien podría pensar: “Si les resulta tan insoportable, ¿por qué no dejan de hacerlo?”. Yo no estoy equipada con las dosis de cinismo necesarias para decir eso y se me ocurrió que una ceremonia como esta era un buen momento para hablar acerca de toda esa chatarra mental que empieza a orbitar de manera muy insistente cuando el escritor se transforma en alguien con obra publicada y, por tanto, expuesta a sus pares, a los lectores, a la crítica y a reconocimientos como este.

Hace más o menos un año vi una película que se llama El final de la gira, y está basada en la entrevista que David Lipsky, por entonces un joven periodista de Rolling Stone, le hizo a David Foster Wallace durante la gira de presentación de La broma infinita, publicada en 1996. Foster Wallace ya era el autor de La escoba del sistema, de 1987, y de los espléndidos relatos de La niña del pelo raro, de 1989. Pero fue esa novela de mil páginas la que estalló con la potencia de un evento de dimensiones jurásicas en el rostro de la literatura norteamericana. Hacia el final de la entrevista, Lipsky y Wallace se despiden. Lipsky le pregunta: “¿No es genial que la gente hable de vos como de un escritor muy sólido?”. Foster Wallace lo mira con piedad y le dice: “Va a ser interesante hablar con vos en unos años”. “¿Por qué?”, pregunta Lipsky. Y Foster Wallace responde: “Lo peor que hay en el hecho de que todos te presten mucha atención es que también vas a tener ‘atención negativa’. Y si eso te afecta, el calibre del arma que te apunta ha umentado de una 22 a una 45”.

Todo sabemos cómo terminó Foster Wallace, que decía que “la tarea de la buena escritura era la de darles calma a los perturbados y perturbar a los que están calmados”: se ahorcó en 2008, en el garaje de su casa, después de haber llevado mucha calma y maravillosa perturbación a varios lectores, pero sin poder comprar, para sí mismo, un buen estado de ánimo. Yo nunca me he atrevido a separar por completo esa muerte del retorcimiento psíquico, nunca resuelto, que producen esa atención excesiva, su temible reverso (el olvido: ¿todo eso estará siempre ahí, ¿qué pasa si desaparece?) y su aún más temible abismo acechante: la insatisfacción: ¿qué pasa si todo eso no me alcanza?, ¿qué pasa si descubro que nunca será suficiente, qué pasa si me doy cuenta de que todo es cada vez peor?
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Decía Clarice Lispector que la escritura es una maldición, pero una maldición que salva:
“Es una maldición –decía- porque obliga y arrastra, como un vicio penoso del cual es imposible librarse.
Y es una salvación porque salva el día que se vive y que nunca se entiende a menos que se escriba”.​

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​En el pequeño ensayo que abre una antología editada por Robin Robertson, elogio-amateur.jpgcuyo título es Humillaciones: relatos de escritores sobre sus vergüenzas en público, Margaret Atwood advierte que “las humillaciones nunca cesan” y las divide en tres etapas: “la edad antigua (cuando no eres nadie y, paradójicamente, ​todo duele más), la edad media (cuando comienzas a ser alguien conocido y todo duele más), y la edad moderna (cuando eres rico y famoso y premiado y, paradójicamente, todo duele más)”. Atwood se refiere a las humillaciones por las que pasa el escritor como participante de congresos, ferias y festivales. Pero lo mismo podría aplicarse a esa forma de exposición que consiste en someter la obra al juicio de los otros.

En el año 2010 entrevisté a Ricardo Piglia. El acababa de sacar Blanco nocturno, su primera novela desde Plata quemada, que era de 1997. Estábamos hablando hacía rato cuando le pregunté: “¿Hubo un momento en el que te sintieras escritor, en el que dijeras “ya está”?”. Piglia me cazó al vuelo. Entendió que yo quería preguntarle algo que no se puede preguntar: que yo quería preguntarle cómo se hace para seguir siendo Piglia después de ser Piglia, cómo se sigue escribiendo después de Respiración artificial, su novela publicada en 1980 que produjo un terremoto en las letras patrias y cuyas ondas concéntricas todavía se sienten.

Entendió que quería preguntarle si con la publicación de Blanco nocturno se sentía temeroso, si dudaba, si se preguntaba “¿Soy ahora mejor de lo que ya fui?”. Y Piglia, que sabía tanto de literatura como de naturaleza humana, me miró con esos ojos llenos de picardía e inteligencia, atentos y afables y burlones, y, como quien dice “Piba, a papá mono con bananas verdes”, me dijo: “Cada profesión tiene su enfermedad. La enfermedad del escritor suele ser una mezcla de narcisismo, con arrogancia, con competitividad, que son todos elementos que forman parte del trabajo. No se puede ser un escritor si no hay algo de eso. Pero si tuviera que contestarte...” Hizo una pausa, se rascó el nudillo y me dijo: “Vos lo debés saber. Uno nunca está seguro del todo. Uno siempre tiene que empezar de cero. No porque uno tenga algo ya publicado está más seguro. Pero es importante tener una cierta incertidumbre. La incertidumbre está conectada con lo que la literatura es, con el deseo. Hay como chispazos. Como epifanías. Y de pronto no, todo es una llanura. Y de pronto hay otra vez conexiones maravillosas. Y eso buscamos, creo. Pero nunca podemos estar seguros, ni tener la arrogancia de creer que uno tiene la llave para acceder a esos lugares. Uno avanza relativamente. Con el tiempo, tiene más destreza. Pero no hay que pensar que la obra de uno avanza. Son momentos. Uno puede saber cómo era estar ahí, en esos momentos. Pero sólo los reconocés cuando te vuelve a pasar y decís: Era esto, era esto”.

elogio-amateur.jpgPresentarse a un premio implica, al menos, dos cosas: querer ganarlo y creer que uno tiene las condiciones para hacerlo. Para eso hacen falta convicción y coraje. Quien presenta su obra está diciendo: “He aquí lo que he hecho, léanme entre mis pares”.

Para volver a mi santo patrono, en su ensayo La naturaleza de la diversión, Foster Wallace decía: “La mejor metáfora que conozco sobre lo que es ser un escritor de ficción aparece en la novela de Don DeLillo Mao II, donde el autor describe un libro a medio escribir como un niño horriblemente deforme que sigue al escritor allá adonde vaya, gateando tras él (arrastrándose por el suelo de restaurantes donde el escritor trata de comer, apareciendo al pie de su cama en cuanto abre los ojos por la mañana, etc.), horriblemente anormal, hidrocefálico y con ​unos brazos atrofiados que parecen aletas e incontinente y retrasado y babeando fluido cerebroespinal, mientras lloriquea y farfulla y grita reclamando amor, reclamando la única cosa que su monstruosidad le garantiza conseguir: la completa atención del escritor. La figura del niño deforme es perfecta porque refleja la mezcla de repulsión y amor que el escritor (...) siente por aquello en lo que está trabajando. (...) Y aun así el niño es tuyo, y lo quieres y lo subes a tus rodillas y lo haces saltar y limpias el fluido cerebroespinal de su barbilla con el puño de tu única camisa limpia (...) Quieres mucho a tu niño. Y quieres que los demás también lo quieran cuando (...) le llegue el momento de salir a la calle y enfrentarse al mundo”.

Formar parte de un jurado implica señalar a uno y decir “Vos, entre tus pares”. Hay algo hermoso y noble en eso. Pero señalar a uno podría hacer que parte de todos los aerolitos que forman esa chatarra voladora impactara, con mayor o menor potencia, en el plexo de quienes no fueron señalados. Yo quisiera, entonces, recuperar una idea que funciona como un sistema de eyección con aterrizaje asegurado en las únicas tierras que importan: las tierras de la escritura. Es la idea de la incertidumbre de la que hablaba Piglia: uno nunca está seguro del todo, uno siempre tiene que empezar de cero, uno sólo avanza relativamente. Uno, agregaría yo, siempre es un aprendiz de brujo. Un amateur. El entusiasmo virginal y la taquicardia espantada, la sensación vibrante y aterradora de que todo está por comenzar, de que nada ha sucedido todavía: eso es, creo, escribir.

En los años 90, en una entrevista con el Paris Review, cuando ya había hecho varios y notorios cambios de rumbo (de las novelas densas del comienzo a la levedad zumbona de Pantaleón y las visitadoras y, de allí, al artefacto histórico tozudamente literario de La guerra del fin del mundo), Mario Vargas Llosa dijo: “Me rehúso a admitir la posibilidad de que mis mejores años quedaron atrás, y no lo admitiría incluso si me enfrentaran con la evidencia”. En 2010, cuando recibió el Nobel, dijo algo que, a mí, me sonó más como una advertencia a sí mismo: “Este premio no me convertirá en estatua. Tengo muchos proyectos por delante”. Me gustaría terminar, entonces, con esa convicción: la convicción de que, sin pensar en el resultado y contra todas las evidencias, la única forma de escribir a lo grande es pasarse la vida empezando a escribir.​