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Breve teoría personal sobre las puertas



Daniel Bravo A

Nunca había pensado que tenía un problema con las puertas hasta que, en medio de un viaje de costa a costa por Estados Unidos, la pregunta inocente de un amigo me hizo darme cuenta de que no recordaba la última vez que había cerrado una. Durante varias semanas había atravesado el país contando con que otros lo hicieran a mis espaldas o dejándolas abiertas, como si fueran una novedosa tecnología norteamericana a la que yo apenas me enfrentaba. La parte de mi cerebro o espíritu que se encargaba de recordar cerrarlas decidió tomarse, como yo, unas largas vacaciones. 

Dentro de su vasto panteón, los romanos tenían no solo uno sino dos dioses a quienes encomendaban el cuidado de puertas, llaves y otras necesidades de la propiedad privada: Portunus y Janus. Ambos seres tenían dos caras, una que miraba hacia adelante y una hacia atrás: no había portal que dejaran desatendido. “Cuando Dios cierra una puerta, abre una ventana”, dice el adagio. El problema era que, en mi caso, ni Dios ni los dioses recordaban hacer lo uno ni lo otro. Siguiendo el silogismo, cuando Dios no cierra una puerta, tampoco abre una ventana.

Pocos objetos tienen un simbolismo tan universal y evidente como la puerta. La más antigua de la que se tiene registro fue encontrada en Zúrich y era usada en el 3000 A.C. para protegerse, con todo y bisagras, del frío y la noche primitiva de las orillas del Rin. El arqueólogo que documentó el hallazgo la calificó de “sólida” y “elegante”, adjetivos que igual podría haber utilizado para describir una piedra o una novela de Umberto Eco. Aunque tiene pomo, la noticia sobre la puerta de Zúrich no menciona nada sobre una cerradura. No sería descabellado. Se cree que desarrollamos la tecnología de la cerradura por lo menos en el 6000 A.C., y una llave de madera con dientes similares a las de hoy se encontró en Nínive, donde cerró algún candado en el 2000 A.C. 

La llave es otro objeto con un significado igual de elemental al de la puerta, y ambas van de la mano como, bueno, una puerta y una llave. La puerta protege, esconde, prohíbe. La llave responsabiliza, enseña (es decir, muestra), descubre las vulnerabilidades. Pienso en todo esto porque en el 6000 A.C., cuando fui estudiante, en el llavero donde estaban las de mi casa pude contar también con las de Nexos. Eran no solo una sino tres, pues había otras dos puertas que debía pasar para llegar a la redacción, con lo que la responsabilidad de abrir todas las mañanas y cerrar todas las noches era triple. De haberlo conocido en ese entonces, me habría encomendado a Portunus.

El viaje continúa y yo me salvo de cerrar puertas en tiendas y supermercados, donde su propio peso o algún sistema automático las hace clausurarse cuando paso. En vez de llaves en los hoteles de carretera nos dan pedazos de plástico que más parecen tarjetas de crédito y me recuerdan al carnet de la universidad, que antes de viajar saqué de mi billetera y dejé en la mesa de noche. Era otra llave: de entrada a la universidad (que está “Abierta al mundo”), que a su vez es la puerta a los conocimientos y experiencias que marcan la adultez temprana de muchos. No en vano el carnet se usa bajo el portón, que simula el marco de una puerta, es decir, es una estructura que se atraviesa, a modo de portal, de rito de paso, de trasposición y separación entre dos mundos, afuera y adentro. Portón, portal, puerta, todos comparten la raíz latina “porta”, cuyos orígenes significan “pasar a través de”, “cruzar”, “puente”. Algo similar pasa con “portus”, de donde sale el puerto, que los poetas se han cansado de llamar la puerta al mar. 

En la casa que nos recibió en medio del desierto mormón de Utah tenía que cerrar la puerta para mantener el frío adentro. En nuestro hogar en Indianápolis, era para que quedara afuera el gato feral que merodeaba la cuadra. A pesar de las advertencias, en ambas experimenté lapsos de portero que me valieron algún regaño. Me alivia, no obstante, pensar que no estoy solo en ellos. Hay dos situaciones comunes en las que asociamos las puertas y el olvido: abrir la puerta de la nevera y olvidar qué estábamos buscando, y entrar a una habitación y olvidar qué íbamos a hacer en ella. La ciencia ofrece una explicación para ambos fenómenos; ya no es cuestión de dioses, sino de nuestro cerebro, esa nuez defectuosa. Una serie de experimentos comprobó que la memoria de una persona se volvía imprecisa si se le hacía una pregunta justo después de atravesar el umbral de una puerta. Los científicos a cargo del estudio teorizaron que nuestra memoria está optimizada para mantener cierta información a la mano hasta que su vida útil expira, y luego es evacuada a favor de nueva información relevante. Pareciera, entonces, que atravesar una puerta es un buen momento para esa limpieza del sistema. Más aficionados a lo descriptivo que a lo metafórico, los investigadores nombraron el hallazgo como el “efecto puerta”.

Es una forma avalada por la ciencia de intentar explicar lo que me pasaba, de justificar mi falta de atención portal. Sin embargo, me atrevo a confesar otra posible causa, la llave de interpretación de este texto y acaso de mi psique. Antes del viaje había terminado una relación de varios años con mi novia. Tal vez la incapacidad para cerrar a mis espaldas era una forma de dejar la puerta abierta para una eventual reconciliación. Tal vez era, como el mismo viaje, mi evasión del duelo y la angustiante realidad de tener que apagar la luz, echar candado a una más de las estancias de mi vida y tragarme la llave o arrojarla al fuego, como hacían los romanos durante la Portunalia. Tal vez estoy hilando muy fino y no fueron otra cosa que descuidos naturales de alguien para quien cada habitación era el descubrimiento de un país nuevo, un paso místico mas no psicodélico por las puertas de la percepción del otro hemisferio.

No sé tras cuál de estas puertas se esconda la verdad sobre lo que me pasó. Podrían ser todas, abriéndose a una misma habitación circular con muchas entradas y salidas. Y tal vez ahí, en el núcleo de todo, esté la verdad, alguna verdad, alguna otra llave. Cierro este texto con la idea de que sirve de algo construir esta teoría personal, este acercamiento a algo que se cierra para que algo nuevo se abra. Les entrego a ustedes la llave y salgo ahora de la escalofriante habitación de la página en blanco. Espero no escuchar que alguien toca la puerta a mis espaldas.​