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Están putas con la pandemia

​Juliana Heredia

​Para las personas que viven el día a día, sobrevivir a la pandemia ha sido un reto muy difícil de superar. Este es, por supuesto, el caso de las trabajadoras sexuales de La Veracruz. Los encierros, las restricciones y el abandono del Gobierno las pone en una situación compleja, o al menos así lo describen varias de ellas. 


—¿Van a entrevistar a las grillas? — me preguntó el taxista.
—Sí, señor.
—¿Y no le tiene miedo al covid? —. Lo mismo me pregunto cuando veo a tanta gente caminando en el centro como si no hubiera una pandemia.
 
Entre bares de mala muerte, moteles y discotecas se encuentra una iglesia católica. Muchas personas pasan por La Veracruz, y no precisamente a escuchar la palabra del Señor. Algunos buscan un rato de placer y otras lo proporcionan por una tarifa determinada. El centro sigue siendo caótico, aún en medio de la pandemia. El fantasma del covid parece no existir en aquel lugar.

Iba detallando los rostros de quienes estaban en medio del caos, noté cómo algunos tenían mascarilla, y otros resaltaban por la ausencia de esta. Entre la multitud distinguí mujeres de todas las edades: algunas maquilladas impecablemente y otras luciendo un rojo escandaloso en los labios; unas con vestimentas sencillas, mientras otras lucían sus impresionantes curvas con diminutos vestidos de lentejuelas.

El toque de queda que se aproximaba no les impidió salir a trabajar. Una de ellas estaba al lado de un muro con una sombrilla protegiéndose del picante sol del medio día, su jornada había comenzado hace poco. Aparentaba más de 50 años, tenía las comisuras de sus labios inclinadas hacia abajo y una mirada cansada y desconfiada.

Se podría pensar que su trabajo estaría afectado por las restricciones de movilidad, pero durante todo este tiempo ella ha seguido con su vida como si nada. Con una tranquilidad fingida, aseguró que jamás tuvo altercados con la policía, ni siquiera cuando incumplió las restricciones impuestas por la Alcaldía. Sin embargo, ahí mismo frente a la iglesia, las trabajadoras sexuales se manifestaron en enero porque están putas por el abandono estatal y exigen mejores garantías para ejercer su labor en la pandemia.  

No me dijo su nombre y tampoco se lo pregunté. Seguí con mi travesía y ella en busca de un cliente, sin que le importara quedarse hasta después del toque de queda en la calle para conseguir lo del día.

Me crucé también con dos mujeres venezolanas. Una de ellas, Raquel, había comenzado la jornada a las 7 de la mañana, usaba una ombliguera rosada y se le alcanzaba a ver una pequeña barriguita.

—¿Cómo haces con los toques de queda? 
—A nosotras nos afecta porque trabajamos al día y pagamos hotel diario, que son 20 mil pesos. Entonces si de aquí a las cinco no lo he hecho, ahí toca ver cómo hago con el señor del hotel porque igual le tengo que pagar.
La gente ofreciendo artículos tecnológicos, las grabaciones antojando de “el mejor arroz chino” y la música de los bares ambientaban la conversación.
—¿Qué tal te ha ido en la pandemia?
—Como a todos, pues nos ha ido fuerte. Yo me fui exactamente cuando empezó la pandemia, crucé la frontera y ahí ya pusieron la cuarentena en Venezuela.
Por otro lado, Bárbara, la mujer a su lado, describió la pandemia como algo catastrófico. 
—Todo se paraliza, entonces para uno trabajar, enviarle a la familia, para pagar el arriendo, todo se le vuelve a uno difícil. 

Varias personas fijaron sus miradas en nosotras, curiosas por la charla. Mientras tanto, se oía la voz de Anuel AA en una canción que no logré identificar. 

—¿Cómo te ha ido hoy? — le pregunté.
—Está regular. En un día, mínimo, si está bueno, cien, ciento y algo. Un día malo tienen que ser como 60 mil pesos dos ratos, dos servicios—. Dijo eso último entre risas y tapándose la cara. Tenían hasta las cinco para hacer suficiente dinero. “Pa’ la casa. A buscar comidita y pa’ la casa”. 

Esquivando vendedores ambulantes, encontré a una mujer recostada contra El hombre a caballo de Botero. Ella mediría alrededor de 1,55 y a la distancia, con el tapabocas puesto, parecía de unos 27 años. Grande fue mi sorpresa al enterarme que Leidy tenía apenas 18. 

—Voy a ser madre de una hermosa bebé. Tengo una vida común y corriente, feliz, con un esposo que me valora, me quiere. Yo me dedico a la generación de la dama de compañía. Este trabajo la verdad no me gusta. Es muy duro, de corazón, no se lo deseo a ninguna mujer— decía mientras negaba con la cabeza.

Me contó que inició en la prostitución cuando tenía 9 años, bajo la influencia de sus amiguitas que lograron convencerla de que ganaría mucho dinero. 

—¿Qué tal la cuarentena? — le pregunté.
—Horrible, es muy duro, tuvimos días sin comer, días sin pagar arriendo. Yo le pido a Dios que no vuelvan a cerrar porque esto es muy duro. La situación económicamente se va yendo pa’l suelo. El otro año que cerraron, pasamos mucha hambre, necesidad. Por ahí recibí un mercadito de la fundación Putamente Poderosas, gracias a ellas, mi familia y yo comimos— relataba con tristeza mientras recordaba los tiempos de hambre que pasó durante el encierro. 

En sus gestos se notaba lo agradecida que está con esta organización, que se encarga de darles voz a las mujeres dedicadas al trabajo sexual y se asegura de que sean escuchadas. Su objetivo es resignificar la palabra puta que tan comúnmente se utiliza para discriminar y ofender a las mujeres.

—¿Has tenido problemas con la policía?
—Sí, incluso le metí un palazo a un policía en la frente.

Leidy iba con la hija de 5 años de su esposo a donde un amigo que le daría comida. La niña tenía tres días sin comer. “Uy, esta gonorrea maldita, ándate pa’ la casa que todo está cerrado”, le gritó el patrullero mientras le tiraba la moto a la niña. Leidy le respondió con un palazo en la frente y, como solo tenía 17 años, fue llevada a la correccional de menores.

—Hay días que ni siquiera hago ni pa’ tomar un tinto, no, muy duro, mami. Pero mientras que tenga vida y salud yo, mi madre, mis hermanos y mi hija, vaya y venga. 

Leidy usaba un vestido negro escotado que resaltaba su figura y su vientre de 7 meses. Su cabello era largo y oscuro, y en su cuello colgaban tres collares de cordón negro. Viéndola de cerca, sí parece una niña. Su rostro no tenía nada de maquillaje y sus ojos trasmitían amabilidad. Se quedó en el mismo lugar donde la encontré, aguantando el sol y buscando la plata del sustento diario.