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A-UCI-LIO

​“Vendrán cosas peores, vamos a tener muchas muertes a la entrada de los hospitales, grandes pérdidas en nuestras familias y la alta demanda de servicios en salud será alarmante, no vamos a ser capaces, menos con recursos tan limitados”.   


Maria Camila Gómez Ortiz
@camg.fotografia | @camigomez2699

Llegué al mismo tiempo que la ambulancia, me paré a unos metros de la entrada de lo que normalmente son urgencias pediátricas, que ahora es una entrada habilitada para posibles casos de covid-19. De allí sacaron a un hombre en camilla y todos volteamos a verlo animados por un morbo fatalista. El hombre tenía bata de hospital, oxígeno y se notaba su deterioro: tenía la piel de un color pálido casi amarillento, posiblemente por falta de sol; aun así, volvía a casa tras superar el virus.

Mi espera se hizo larga; llamé ansiosa un par de veces al médico que, pensé, sería el Moisés que me conduciría al lugar del que tantas familias desean salir para nunca volver: la UCI. Mientras esperaba, vi acercarse a un habitante de calle que curiosamente se detuvo justo antes de pasar frente a la clínica, revisó sus bolsillos, sacó su mascarilla y se la puso, cruzó y en la esquina volvió a quitársela. Me reí un poco antes de caer en cuenta que estaba por entrar a un lugar al que hasta los más valientes temen pasar.

El doctor se disculpó por la demora, pero, como todos los internistas ahora, está ocupado robándole almas al virus. Me explicó que era imposible entrar a la UCI y me dirigió a la oficina de comunicaciones. Hace mucho no estaba en una clínica, nunca en tiempo de pandemia. Sentía que me convertía en un soldado en trinchera. Pocas veces fui tan consciente de mi cuerpo y sus movimientos como ese día, procuraba no tocar nada y el ambiente en general se sentía tenso, sabía que todos allí teníamos una única cosa en mente: covid-19. En el trayecto hacia el cuarto piso, entró al ascensor una enfermera con unas bolsas, con ella ingresó alguien en una camilla, lucía similar al primer hombre de la ambulancia, pero no tenía oxígeno. Me alarmé inconscientemente y llevé mi mano a la mascarilla, para adherirla aún más a mi nariz e impedir el paso del aire.

La Unidad de Cuidados Intensivos es la última esperanza de recuperación que tienen las personas que se complican a tal punto que necesitan atención de personal y tecnologías especializadas, que solo están presentes en los hospitales de tercer y cuarto nivel de atención, es decir, de alta complejidad. En este caso, la Clínica León XIII tiene su UCI con el 100% de ocupación, rebasando sus posibilidades y llevando al límite el esfuerzo humano y profesional. A pesar de contar con la UCI más grande del departamento, con 145 camas y algunas adicionales que han conseguido habilitar, son un reflejo de la situación crítica del resto de hospitales del departamento e incluso del país. 

En ese sagrado recinto, donde la vida y la muerte se debaten a diario, con paredes blanquísimas, camas apiladas que deben mantener la distancia requerida, camillas atravesadas por una ampliación improvisada, el ambiente frío por el aire acondicionado y todo silencioso, salvo por algunos murmullos de médicos y muchos pitidos intermitentes de las máquinas respiratorias. En general, parece ser el lugar más aséptico del mundo, pero en realidad es la cúspide de la congregación del virus. 

El personal médico va y viene, se mueven con rapidez por lo apremiante de la situación, usan gafas como de motero, de esas grandes y gruesas, guantes, mascarillas, gorros, batas, muchas batas, tan cubiertos que lo único que se logra entrever son sus ojos cansados y sus posturas fatigadas.

Muchas personas han pasado por las diferentes UCI del mundo a causa del coronavirus, algunas no logran salir con vida y las que sí, afirman no volver a ser las mismas. Leidy Katherine Ortega, una mujer eufórica de 28 años, estuvo a punto de vivir una tragedia familiar. Luego de un viaje a Coveñas en Semana Santa, volvió a casa y comenzó a tener una sensación de desasosiego que describe como similar a la muerte, primero ella y luego tres de sus cuatro pequeños hijos.

Yo, que no he tenido covid-19, sentí curiosidad ante la fatalidad de su respuesta, por lo que le pregunté:

—¿Qué sentías exactamente?

— Comenzó como un malestar en el cuerpo, uno muy fuerte. Luego, era una terrible sensación de ahogo, al respirar sentía fuego en la nariz, era horrible y tenía fiebre. Me tocó sacar fuerzas, porque mis hijos estaban mucho peor que yo. Uno a uno fuimos quedando regados en la UCI de un hospital infantil.

— ¿Entonces toda la familia estaba en UCI?

—Sí, primero mi hijo mayor se puso muy mal y mi esposo se fue con él. No lo recibían en ninguna UCI porque no tenían cama y eso que yo tengo los recursos económicos, pero ni eso vale. Yo me quedé con los otros niños hasta que uno a uno se fue enfermando y terminamos todos en una sala pediátrica UCI una semana entera.

Aurora López de Torres de 79 años, vivió algo parecido, pero con el agravante de su avanzada edad. Estuvo doce días hospitalizada con oxígeno, agradece “a Dios y a la virgencita seguir aquí”, aunque al igual que Leidy lamenta todos los días las secuelas, físicas y psicológicas del virus: “Yo me siento muy triste, no soy la misma, mi salud no es igual, me canso mucho y me asfixio”.

Encontrar un testimonio del personal de salud en pleno brote del virus, y lo que sería su mutación, fue como buscar atención de un comandante en tiempos de guerra. Los departamentos de comunicaciones de varios hospitales y clínicas reconocidas me explicaban que no era fácil pretender su atención para una nota periodística mientras había vidas por salvar. Era la entrevista o una vida, cientos de ellas. De todas formas, apelando a la relevancia del tema, las voces de algunos médicos lograron resolver varias preguntas.
 
A los días volví a la Clínica León XIII, esta vez con menos temor. Me esperaba el Director de Salud, Carlos Alonso García, quien era como lo imaginé: su cara era de médico, de los querendones. Con su acento paisa marcado soltaba datos, cifras y parte de la información que ya sabía; con el tiempo la conversación se fue saliendo de mis preguntas y su tono apasionado nos fue envolviendo. Explicaba, a la vez que sus manos se mecían con la elocuencia de sus palabras, cómo esta pandemia podría convertirse en una sindemia, suma de dos o más epidemias o brotes, ya que se espera la llegada de otro virus.

 —¿Otro virus? — le pregunté consternada, mientras recordaba la película Guerra Mundial Z y algunos versículos del apocalipsis.

—Sí, un primito del covid-19, pero más letal.

Todos nos mirábamos aterrados, abriendo más los ojos y subiendo las cejas. Sonaba entusiasmado, no por las malas predicciones que nos daba, sino porque le apasiona hablar de ciencia. Me encomendó con insistencia que usara adecuadamente el lenguaje, que no fuera a poner tapabocas sino mascarilla. En medio de la charla tocaron la puerta y nos trajeron tinto. Me pareció paradójico, porque nadie se atrevería a quitarse la mascarilla en ese lugar, menos después de escuchar tan devastadoras noticias. Como si me negara a creer, le pregunté:

¿Entonces, vendrán cosas peores? 

¿Peores? — sonrió a la luz de la obviedad de mi duda y respondió: 

“Claro que vendrán cosas peores, vamos a tener muchas muertes a la entrada de los hospitales, muchas pérdidas en nuestras familias y la alta demanda de servicios en salud será alarmante, no vamos a ser capaces, menos con recursos limitados, de esto vamos a salir, pero salimos aporreados”.

No importaba a cuántos otros profesionales de la salud les preguntara lo mismo, el panorama es igual y son las mismas sugerencias. Así lo reafirmó Ligia Victoria Delgado, Médica Intensivista del Hospital San Vicente Fundación: “Nos enfrentamos a un virus raro, dinámico, que muta y cambia, fortaleciéndose con los días; aquí lo que nos queda es cuidarnos, quedarnos en casa, lavarnos las manos, guardar el distanciamiento y usar la mascarilla”. Lo de siempre, pero ahora sonaba más serio. 

Al salir no estaba muy segura de cómo sentirme. Imaginaba el virus en el aire, casi podía verlo de forma tangible en la comida, la gente, los carros y todo lo que habita el mundo. Pensaba en cuántas personas perderían a alguien por el virus y si a mí me pasaría. Sentí unas tremendas ganas de salir a vivirlo todo al mismo tiempo, pero a la vez, solo quería llegar a mi casa, llenarla de provisiones y no irme de allí jamás. Como bien lo dijo el doctor Carlos: “Ahora somos más conscientes de la vida y la muerte, de lo mucho que perdimos y lo que nos queda por perder”.

Agradecimientos especiales: a todo el personal médico y administrativo de la IPS Universitaria y del Hospital San Vicente Fundación. Su entrega, responsabilidad y sacrificio para enfrentar la pandemia no tiene límites.