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El silencio ruidoso del Nunca Más

​Salomé Arango Trujillo

salitotiti@gmail.com


Una carretera estrecha y agrietada, rodeada de minifundios conduce al pueblo de Granada. A ambos lados se pueden apreciar las casas de campesinos: de los trabajadores. Pequeñas montañas forman el paisaje de la entrada al pueblo. En estas, la caña, la papa, la lechuga aferran sus raíces a la tierra. El clima templado abriga las hojas de los cultivos y propicia el ambiente adecuado para su crecimiento. Al llegar, el parque principal de hace unos años ya no está. La humedad del lugar se siente en la nariz, aquel aroma a lluvia, cuando se sabe que está cerca. Una iglesia impone su presencia en el centro del parque. A su lado, una casa antigua de fachada blanca y de puerta de madera atrae la mirada. Encima de ella se pueden ver unas letras doradas que dicen: Salón del Nunca Más.

 

Los lugares guardan historias, recuerdos y al mismo ser humano. Existe un espacio donde las historias cobijan las paredes, los recuerdos vagabundean en el aire y los cuerpos perdidos quedan atrapados en fotografías, en bitácoras y en aquel espacio. Una puerta vieja de madera separa al visitante de un mundo encapsulado en el tiempo. Las historias que habitan allí son desgarradoras. Un mural de fotos,  diarios,  fotografías de Jesús Abad Colorado, una escultura de la madre víctima de la operación Sirirí, Fabiola Lalinde, y el relato de Gloria Quintero, miembro de la Asociación de Víctimas de Granada, hacen del lugar algo vivo: por más que pasen los años estas historias no mueren. Aquellos objetos instalados uno a uno no solo representan un espacio tangible para la memoria, sino que engloban un contexto, reflejan una sociedad y sobre todo cuentan la verdad.

 

El deterioro también ha tocado la puerta: las paredes despintadas, parches verdes, negros y olorosos escabulléndose por rendijas y el agua inundando los pisos se convierten en representación de este pueblo olvidado. El gobierno ha dejado a un lado a las víctimas. Este aire de abandono revela la situación actual que viven las personas perjudicadas por el conflicto en Colombia, es una realidad más representada en la materialidad del lugar. Los objetos y espacios físicos manifiestan las cosas que no se perciben a simple vista, lo intangible: la historia. 

 

Una vez se ingresa por aquella puerta, el olor a lluvia impregna nuevamente las fosas nasales. La habitación se ilumina para dar lugar a un mural, ubicado en la pared del fondo, con más de 300 fotografías de hombres, mujeres y niños que invaden todo el campo de visión. En cada foto se encarna el conflicto, unas retratan vidas que ya no están y otras gritan: ¡Se busca! Las familias de las víctimas recurren al lugar para apreciar una vez más sus rostros. En su libro de crónicas, Hugo de Jesús Tamayo relata que “cuando don Salvador logra llegar al fondo del cementerio —como él lo llama—, se queda a metro o metro y medio antes de la pared, pues las madres, por lo regular, contemplan por diez o quince minutos a sus familiares". Ese mural, nos afirma Gloria, es para dignificar las vidas que fueron arrebatadas por la violencia. Este es el altar imponente que ruega por que sus historias no sean repetidas una vez más. 

 

La palabra cementerio cobra mucho sentido en los habitantes de Granada y más para las familias de los desaparecidos. El Salón del Nunca Más es un santuario donde reposan almas ignotas de la guerra. Los cuerpos aún yacen en los ríos, en los campos, bajo tierra y tal vez en lugares inimaginables. Muchas de estas familias no han podido realizar una sepultura, un duelo como se debe: con el cuerpo entre brazos. El Salón les ha permitido sanar y promete que aquellos rostros no serán olvidados. 

 

Un silencio ruidoso se siente adentro. Es como si las caras del mural, las fotografías de Abad Colorado, las bitácoras, quisieran vociferar sus historias. Una de las voces que le sigue dando vida a estos relatos es doña Gloria Quintero. Esta mujer cuenta cada historia como si no le hubiera bastado la desaparición de su hermano para apropiarse de cada una como si fuera suya, propia.  Cuida del lugar como cuida una madre de su familia: las fotos son sus hijos, las bitácoras sus diarios y las paredes de aquel salón son su hogar.   

 

Cuenta Alberto, el conductor de la ambulancia en la época de los 2000, en el libro de Tamayo: “aquí no se sacaba pecho diciendo que era un amigo importante el que murió. No, aquí se sentía la partida de decenas de hermanos del pueblo, hermanos campesinos, trabajadores; y algunos de ellos murieron al pie de las zanahorias que cultivaban en sus fincas". En el salón, las víctimas son eso: inocentes que pagaron por una guerra ajena, “se escuchaba en los rumores del pueblo que a ese lo mataron por guerrillero o por estar donde no debía", dice Gloria; pero al final todos terminaban siendo padres, hijos, amigos y hermanos granadinos. Después de un tiempo, el pueblo se fue dando cuenta de que señalar no era la forma de buscar la paz. 

 

Adentro se encuentra, en la pared del lado derecho, una vitrina con las bitácoras dedicadas a los desaparecidos. En ellas, familiares, amigos y hasta visitantes desconocidos les escriben cartas a las víctimas. Otra manera de dignificar sus vidas. Una en particular llamó la atención. Gloria señaló: “Ese señor de la foto no es de Granada, una muchacha que estaba visitando el salón nos dijo que si podíamos poner la foto de su papá en un cuaderno y la pusimos. Al tiempo, una persona le escribió una carta". La hija pequeña de Gloria, Stefany, leyó: “Imagino… Que usted pudo ser un padre de familia… ¿Quién es usted? ¿Qué le ocurrió?  ¿Por qué? Es la primera vez que estoy en este lugar pero, siento un aire familiar acá, me acoge. También soy víctima, diferente a usted, pero víctima. Nos une el dolor aunque de alguna manera me gustaría tener su paz; espero que así sea. La vida sigue… Aquí no está su nombre, pero lo voy a llamar libertad, porque es usted, soy yo, somo mil, diez mil, millones… Usted, señor Libertad es libre… Un fuerte abrazo…".

 

En el Salón del Nunca Más no solo caben las historias de los granadinos sino las de toda Colombia. Allí se guardan las historias de millones de personas que sufrieron como los granadinos. Allí permanece el ser humano en las historias, en los testimonios, en las fotografías, en las esculturas y en las palabras que habitan en el Salón. Por desgracia, a los colombianos los une una historia en común: el sufrimiento. 

 

En la pared del lado izquierdo está la exposición que muestra una fosa simbólica de los desaparecidos. Una abertura hecha en la pared con dos vidrios a cada lado y llena de tierra significa las personas que no han sido encontradas, pero también simboliza a las personas, pocas, que han sido halladas y cuyos cuerpos han podido ser sepultados. Unas siete fotografías acompañan la exposición: son los cuerpos hallados. Al pararse en frente de la fosa simbólica el reflejo de uno mismo se puede percibir. Al ver esto, la persona imagina como si fuera ella misma la enterrada, la persona perdida que seguro ya hace parte de la tierra, de las montañas, de las flores. Aquella que ya ha fertilizado todos los campos de Colombia con su cuerpo. Ese es el mayor problema que enfrentan las víctimas hoy, porque entre más pasen los años será más improbable que sean identificados. Gloria dice que el proceso de búsqueda y de identificación de los cadáveres es muy costoso, además de complicado. Por el momento, Corporación Región está brindando, junto con la Unidad de Búsqueda, apoyo para hallar a los desaparecidos. El gobierno no se ha manifestado ante la situación.  

 

Las fotografías de Abad Colorado están en todo el salón. Una de ellas, pasando a la habitación de al lado, está puesta sobre un caballete y su tamaño es del triple que las otras. Está puesta a manera de cuadro. En aquel recuerdo se puede ver el pueblo destruido de Granada después de los ataques impartidos por las FARC y los paramilitares en el año 2000. Lo que resalta a la vista es el letrero que llevan los marchantes, una pancarta verde, negra y blanca que dice: territorio de paz.

 

En la otra habitación del Salón se puede apreciar la escultura de Adriana Lalinde. Si se observa más de cerca se ve a una mujer arrodillada, con la cabeza apoyada encima de sus piernas. Gloria relata que esa obra de arte simboliza a las madres del conflicto armado colombiano, específicamente a Fabiola Lalinde, madre víctima que dejó la conocida operación Sirirí. Otra madre a la que le arrebataron a su hijo y que trabajó incesantemente hasta encontrarlo. El arte no puede escaparse de la vida del ser humano y menos estar alejado de lo que pasa. El arte representa la vida misma. 

 

Hoy, las puertas del Salón no están totalmente abiertas al público porque está próximo a ser remodelado. No obstante, el espacio cuenta siempre con la disponibilidad de sus encargadas para quien quiera escuchar. Ellas siguen compartiendo las historias allí reunidas para que sea conocida la verdad. El Salón se construyó con tres objetivos: “Sensibilizar, dignificar y despertar conciencia", dice Gloria, “las personas han aprendido, yendo a esos lugares y escuchando las historias, a no señalar ni juzgar las vidas de las víctimas que han sufrido tanto". Tal vez entonces no estaremos condenados a volver a vivir el horror y la violencia. Tal vez nuestra esperanza habrá que cosecharla en lugares donde el perdón y la paz reinen, como en el Salón del Nunca Más.