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Jóvenes y desempleados

​​​María Camila Gómez Ortiz

Según Google, la juventud es “la temporada que precede inmediatamente a la edad adulta y se sitúa después de la infancia”; dentro de esta definición se ubica a las personas de los 15 a 28 años, lo que significa que pasamos más de diez años en la vida siendo demasiado grandes para seguir disfrutando de las cosas simples, pero muy pequeños e inexpertos para los temas importantes. Dentro de ese período forjamos gran parte de nuestro carácter, vivimos los amores desmedidos, las pasiones turbias, definimos y pulimos las características más importantes del ser. Por eso, ser joven, y aún más en Colombia, es anhelar mantener lo simple, sin tener siquiera la oportunidad de llegar a lo importante.

En el contexto actual, que podría nombrarse como una crisis nacional, con las alarmantes cifras de muertos por la pandemia del COVID 19 y los problemas sociales que esta ha agudizado, se han presentado múltiples protestas lideradas por jóvenes, quienes entre muchas otras cosas reclaman: creación de empleo y gratuidad de la educación. Exigencias del todo sensatas, dado que la tasa de desempleo juvenil duplica la tasa de desempleo nacional, lo que da como resultado a una generación inconforme, efervescente y crítica reclamando lo que le pertenece.

Lejos de lo que casi se ha convertido en un discurso popular y alineado, los jóvenes no tenemos una mala actitud frente al trabajo, no somos inconformes ni demasiado frágiles, tampoco buscamos el mínimo esfuerzo ni somos contestatarios. Por el contrario, tenemos una mayor conciencia social, más conocimiento de nuestros derechos; la fragilidad la llevamos en el alma, pues tendemos a la sensibilidad y empatía, no tememos expresar nuestros sentimientos y vamos a terapia, porque creemos en la salud emocional. Nos esforzamos en lo que nos emociona.

El problema se presenta cuando esos “pequeños adultos” llegan a sus empleos tradicionales, los pocos que logran obtener uno, y tienen que laborar bajo métodos y nociones de productividad tan distintos a los suyos. Si bien es cierto que las brechas generacionales siempre estarán presentes, ahora son más perceptibles y problemáticas. Con la creciente era digital y avances tecnológicos, los jóvenes empleados buscan la simplificación en los procesos, prefieren los trabajos creativos, manejan sus propios tiempos y se desempeñan mejor bajo presión; tienen un mayor sentido crítico y buscan que su trabajo se adapte a su vida y no adaptan su vida al trabajo; estas son características muy propias de una generación que duerme poco pero sueña en exceso. 

Como parte de ese grupo de personas, he pasado gran parte de los últimos años universitarios persiguiendo ideas como “haz lo que sueñas”, “vive de lo te gusta”; lo que me ha llevado a anhelar tener “un trabajo que no se sienta como trabajo”, uno que me permita viajar y mantener cierto estilo de vida. Pensando en el origen de este tipo de anhelos, considero que nuevos oficios como el del influencer, trader y las personas dedicadas al marketing de afiliados han llegado para debatir los requerimientos para alcanzar ese nivel de riqueza y libertad, sin la necesidad de algún título profesional o estudio alguno. El problema no viene siendo el oficio como tal, sino la envidia que despierta ver sus excentricidades desde el escritorio de un trabajo miserable o desde la imposibilidad de conseguir uno.

En contraposición están las generaciones de nuestros padres y abuelos, empleadores de industrias tradicionales y sectores primarios, acostumbrados a que un máximo esfuerzo es proporcional a una máxima recompensa; así, los empleados son personas más disciplinadas, saben seguir normas y el trabajo los dignifica. Esos, nuestros padres, anhelan silenciosamente nuestro éxito e independencia; exigiendo un poco de su estabilidad en nuestras vidas sin tener en cuenta que los jóvenes son mayoritariamente contratados por tercerización, con contratos a término fijo por unos pocos meses, lo cual excluye del precario salario las prestaciones sociales e impide el idílico anhelo de una pensión. Dejándonos con una constante sensación de inestabilidad, ansiedad e inconformismo.

En este sentido, la industria, en un intento de actualización, ha optado por diseñar perfiles en los que los candidatos deben, además de poseer conocimientos concretos en un área específica, demostrar que tienen habilidades trabajando en equipo, creatividad, adaptabilidad, liderazgo y conocimientos en áreas digitales. Habilidades blandas que se salen de los conocimientos técnicos y teóricos de los estudios profesionales. Esto pone de manifiesto la falta de concordancia que existe entre las cualidades que demanda el mercado laboral colombiano con la formación profesional disponible en el país.

Del mismo modo, dicha formación profesional poco o nada garantiza un mayor éxito laboral ni salarial. A diferencia de lo que ocurría antes, mayores estudios profesionales no son sinónimo de empleabilidad: al contrario, se ha evidenciado que las personas con un mayor número de títulos profesionales tienen mayores barreras para conseguir un empleo al estar sobre perfilados. Así, se evidencia una preferencia por contratar a tecnólogos, quienes tienen conocimientos más pragmáticos y cuya contratación resulta más económica para el empleador. 

Esto lleva a los jóvenes a buscar, por los medios que sean necesarios, una fuente de ingreso, así esto implique tener empleos donde no se encuentran satisfechos y ganen mal o no ejercer su carrera y seguir el ideal de ser su propio jefe, siendo parte del 48,6% de los colombianos que trabaja bajo la informalidad o emprende. Son otros pocos los que logran el ideal de nuestra generación y se convierten en freelancers, manejando sus propios tiempos, priorizando los procesos creativos y evitando las brechas generacionales, aunque esto implique la falta de garantías sociales y nunca sean promotores de empleo.

Aunque el gobierno ha planteado algunas soluciones como la validez de la práctica profesional como experiencia laboral, o los recientes estímulos de contratación prometidos por el presidente Iván Duque como un subsidio de 25 % del salario mínimo por joven contratado, todo esto sigue siendo insuficiente. Por esto la solución parece ser la misma que se plantea para los problemas complejos: abordar lo estructural. Es preciso remover las barreras que limitan la oferta educativa en términos de calidad, acceso y cobertura. También es necesario lograr una modernización en la industria, acogiendo y escuchando las ideas de los jóvenes. De no ser así, las calles se seguirán llenando vez tras vez de jóvenes inconformes, ansiosos por acceder a educación de calidad y un empleo digno.