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El músico de otros mundos

Pablo Patiño
Pablogp0712@gmail.com
@Pat_patinson


¿Es la ópera algo más emocionante que cantos inagotables por horas y horas?

En un barco anclado a orillas del rio Sena se escuchan cómo las cuerdas ondean en las aguas oscuras de París. Intentando salir de estas aguas, una melodía misteriosa lucha por no morir ahogada. Un buque pesquero suena a lo lejos con un mugido mecánico y los estibadores cantan en un coro incompleto alguna tonada francesa mientras descargan bultos y costales. Un organillero desafinado toca un vals por unas monedas, unos borrachos bailan y cantan con las gargantas carrasposas y Giorgetta, la protagonista, dice con desaliento de soprano triste: “Come è difficile esser felici!”. Así inicia una de las óperas del compositor italiano Giacomo Puccini, último gran exponente de un género informal pero primordial, óperas del gran público. 

Y es que si la ópera ha sido víctima de algo es de la ridiculización, de que se le otorgue un aire de presunción y que se le represente como un espectáculo difícil de apreciar, de entender y de disfrutar, o peor, un espectáculo aburrido. Y en algunos casos, pueden tener razón. Yo también tengo óperas que me aburren, soy un escucha selectivo, y con el tiempo, exigente. Dos horas de La flauta mágica de Mozart pueden ponerte a rogar por un poco de emoción; y ni hablar de El anillo de los nibelungos de Wagner, la cual necesita cuatro noches enteras con mapa conceptual en mano para entender qué es lo que está ocurriendo con sus personajes. Einstein en la playa del norteamericano Phillip Glass es un experimento antes que una pieza musical y pocas personas pedirían ir a una segunda representación del Wozzeck de Berg. Pero con Puccini pasa algo especial, sus óperas, su música y sus historias entienden que si no se esfuerzan en lograr una gama de emociones maratónica, su público también saldrá del teatro diciendo: “¡Qué ópera tan aburrida!”.

En diciembre de 1858, en el pequeño pueblo italiano de Lucca nació Giacomo Puccini, heredero de una larga familia de músicos de la cual él sería el último y el mejor. Su infancia no se vio abordada por el virtuosismo ni la genialidad excepcional; aprendió a tocar órgano en su pequeño pueblo y pronto se convirtió en el maestro de coro y organista principal. De lo único que fue virtuoso fue del cigarrillo, ya que sería difícil encontrar de aquí hasta su muerte un daguerrotipo o una fotografía en la cual el compositor no estuviera con el humo empañándole los pulmones.

Cuando tenía 18 años caminó unos quince kilómetros para asistir, junto con un par de amigos, a una representación al aire libre de la ópera de moda del compositor italiano más famoso del momento, Giuseppe Verdi. Fue allí, con Aida, en medio de sus faraones, marchas triunfales, esclavos moros y guerreros que retornan vencedores, que Puccini supo cuál sería su destino: componer óperas.

En sus primeras óperas, a pesar de que ya mostraban sus deseos de innovación, el alumno mantenía sus raíces aún en las tradiciones operísticas reinantes. Su segunda obra resultó ser el primer y casi único fracaso de su carrera, algo en Edgar no le gustó al público. Aún con todo esto, el personaje de Tigrana que Puccini ayudó a perfilar, comenzaba a demostrar que su vida influía a los personajes y que estos nacían de sus experiencias. Todas mujeres fuertes, complicadas, victimas y heroínas.

El compositor era un enamorado, un coqueto y, eventualmente, un mujeriego. Historias de su propia boca contaban que en algún invierno decidió empeñar su único abrigo para invitar a una bailarina a un restaurante. Otras historias contaban cómo enamoró a la mujer del farmaceuta de Luca; huyeron, la dejó en cinta y se casó con ella. En otra ocasión una joven muchacha que había trabajado de sirvienta en la casa se envenenó, empujada por las acusaciones de infidelidad que la esposa lanzó —fundadas en un buen conocimiento de su marido—, la cual, luego de que se comprobara la doncellez de la sirvienta, fue llamada a juicio y debió pasar un tiempo en prisión. Tal vez fue gracias a su relación complicada pero indispensable con las mujeres que se especializó en crear heroínas y femmes fatales para sus óperas.

Puccini era un cosmopolita, atento a las situaciones de su tiempo, pendiente a toda innovación del siglo XX, ya fuera cultural o modista. En un viaje a Nueva York los estadounidenses se sorprendieron al ver un caballero tan elegante, pensaban que ningún compositor europeo se cortaba el cabello de manera prolija.

Amante de la pesca, la caza y la velocidad, se puede decir que sus pasatiempos también fueron pioneros, ya que fue propietario de uno de los primeros autos deportivos en Italia, y posteriormente, sufrió en el uno de los primeros accidentes.

La muerte pudo colarse a los 65 años a través de sus cigarrillos. En una de esas expertas ironías de la historia, el creador de alguna de la más bella música para la voz, moría por un cáncer que le destruyó la garganta.

Una ópera de Puccini no puede ser aburrida. Ambientes exóticos, historias de muerte, amor, violación, corrupción, herencias, fraudes y suicidios por montones. Su sentido de la teatralidad le otorgaba el don de saber en qué momento escribir un aria —pieza musical para voz sin coro— que pasara al repertorio internacional y personal como una de las favoritas, y en qué momento debía interrumpir ese lirismo para darnos una buena dosis de acción sinfónica y coral, efectos de sonido y licencias de orquestación.

Pero el verdadero fuerte de Puccini, el punto clave de la música de ese italiano de bigote peinado, bolsas en los ojos y puro en los labios, es su sentido del viaje, del transporte, del ambiente. Los directores de cine hubieran tenido a Puccini como su compositor predilecto. Si la trama cuenta la historia de una geisha de 15 años en el Japón de inicios de siglo XX, él te lleva allí, valiéndose de bandadas de pajaritos, ceremonias matrimoniales y oraciones budistas matutinas. Si la historia ocurre durante la fiebre del oro de California, los sonidos van a ser de disparos y expresionismos occidentales, de trotes de caballos y mineros hollinados. ¿Una monja de clausura que ve a su hijo muerto descender del cielo? Él logra escribir la música de los sacramentos y la transfiguración. ¿Una princesa china que decapita a sus pretendientes? Él te lleva, con acordes mutantes de fusiones poderosas e hilos de melodías bordadas con oro, a la china milenaria.

Tal vez las personas que dicen que este es un espectáculo aburrido han estado escuchando y viendo las óperas equivocadas o los compositores erróneos. Una de Puccini, esa es mi recomendación. Sus obras nos regalan un viaje por los sonidos de otra mente, otro tiempo, otros amores y otras muertes.