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Poema de Sebastián Amador por la pérdida de los sentidos de Santiago Árbol

​​Patiño Osorio 

El olfato…difícil de engañar
cuando otro hombre se instaure
con sus aromas de sauce
en tu alveolo naval,
entre tus​ fosas de mar.

El olfato…adelantado
del cazador victorioso
que ya sabe acorralado
al herbívoro nervioso. 

El olfato…precavido
dice que no sigamos
o que vamos por buen camino
con la esperanza obsequiada en manos. 

El olfato…hablador culposo,
con sinceridad apabullante
de golpe le ordena al cuerpo:
¡Córtate con asco muerto!
O respira el placer flotante. 

El olfato…que ya no tienes
para invertir en buenos negocios,
para elegir entre los numerosos
hombres que te esperan fieles.
Malacostumbrado tú que puedes
elegir entre muchas pieles. 

Si acaso tus fosas comunes
ya no pueden olerme
es porque olemos a muerte.

El tacto… te recubre
como un manto blanquecino,
ha perdido a su vecino
cuerpo, mi balística relumbre,
mi humedad que fue tu vino.
Olvidaste mis vellos de argento
erizándose hasta la cumbre
al sentir tu piel, magneto
tan distinto entre la muchedumbre. 

El tacto…sensible al clima,
a sus distintas soledades:
al abrazo sofocante de las costas,
una ausencia que me comprima
entre las pegajosas edades
y mis arterias angostas.
Al solitario que está en la cima
de las gélidas ciudades,
donde los labios se vuelven costras.
Él, en su altísima tarima
donde rebusca entre las gentes
aquel que le bese las moscas.

El tacto…tu envoltura,
no será más mi lienzo de caligrafía
porque aunque encontrar otro cuerpo podría,
no quisiera firmar
una piel que no fuera tuya. 

El tacto…es un baño
del que nunca te secas,
así como año tras año
recordaré tus cobardes flechas,
la enfermedad de nuestro estaño,
la egoísta libertad que profesas,
la estela de daños que dejas,
el dolor de orbitante tamaño.

El tacto…para decir
—con cuidado de no romper
las piezas que nos componen,
de no despegar las uniones—:
no hay horizonte, no hay amanecer,
no nos queda porvenir.

La vista…para aceptar
el dolor que significa
que nuestro futuro y nuestro amar
poco a poco se achiquita. 

La vista…para que encuentres
al revisar en los listados
de desaparecidos forzados
mi recuerdo entre las gentes.

La vista…para leer
en los esporádicos periódicos,
con tintas de cuartetos dóricos,
mis pensamientos y mi ley
sobre cómo se debe querer.
Y los comentarios fosfóricos:
“se es un caníbal, cuando se es gay”.

La vista…burda y miope
no es capaz de advertir
al amante en su existir
sobre la muerte y su galope.
No sabe distinguir
entre las muecas del veneno
del cariño fiel y ameno
y los espasmos al morir.

La vista…ambiciosa
no sabe detener
su mirada de laberinto
hacia el sol, estrella perniciosa,
que los huevos de la cara le ha de cocer
al seminarista que perdió los cinco.

El oído…en su musical juego
encontró en el canónico caminar de un chelo
el nombre de un seminarista de hielo,
que abstraído en su veinticincoavo cielo,
ignoró a su amante y a su ruego.

El oído…desalentado
por la escombrera noticia
de escuchar cómo se desperdicia
el concierto preparado. 

El oído…y sus tres huesos,
engranajes de osamentas.
Que tus conchas no busquen mis besos
con excusas, con ofrendas.

El oído…testigo de los gritos
de los libertarios hitos.
No escondas en este aire
tu reprochable temor,
de amar como se ama al padre,
a un esposo, a su dolor. 

El oído… con su caracola
vacía, infinita espiral
donde mi plegaria queda sola
y no llega a resonar.
Murió, silencioso de la boca hasta la cola,
el pez de mi voz, en tus orejas de mar. 

El oído…de pescado
no ha querido, no ha escuchado 
todo lo que lleve mi nombre,
una letra, una aleta.
He quedado sin hombre
con la sordera de arboleda.

El gusto…ácido
del sensible poema enviado,
en un correo poco plácido,
al olvidadizo árbol de Envigado.

El gusto…semental y salado
de la elusiva gota,
se desliza por el glaciar
de la mejilla hasta el paladar,
como nostálgica foca.
La tristeza no se agota,
baja por la ingle axilar,
por la marimba costillar. 

El gusto…amargo
del pretencioso chocolate,
del café aguado y largo,
del rencor que entre pulsos late
contra el árbol encantador,
que en sus raíces de letargo
desdeñó del amor.

El gusto…dulce y cobrizo,
como los labios del trombonista,
cuando intentó abarcar el solsticio
de tu beso separatista.

Esa boca de instrumentista
ahora deberá practicar
cuando te vea, no llorar,
fingir como un artista. 

Ni la vista,
ni la sonata, ni el calor,
ni el perfume, ni el sabor.
Árbol del que nace el insensible vegetal,
sal del mar. Mal, mal, mal.
Mal pago.
Santo, Santiago, ¿qué hago?

El seminarista se convierte en mago,
o tal vez en milagro,
al desaparecer,
y su promesa, profunda como un lago,
en alba difícil de ver.

Estas cinco repeticiones
son un mantra resentido.
Lo nuestro, un futuro olvidado y frío,
un desperdicio entre dos ríos.
No me refería a esto cuando te pedí
que me amaras sin sentidos.