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Sin destino

Ana María Jaramillo 

Grupo Letras 

​La fila es corta, pero no se mueve. Jóvenes y viejos esperan impacientes bajo el sol a que les devuelvan la plata del concierto que se canceló. Florencia recorre las caras una a una y se detiene en la de alguien que se le hace conocido. Levanta la mano para saludar y en respuesta recibe una mirada indiferente que luego se pierde bajo la visera de una gorra, así que baja la mano rápidamente, queriendo pasar desapercibida. El rosado de sus mejillas se intensifica, como cada vez que algo la avergüenza.


El tiempo corre y la fila sigue sin moverse. Dos hombres se ofrecen a ir por comida mientras los demás buscan un lugar en la sombra. Florencia se sienta en el andén y alguien llega a su lado. Es él otra vez. Florencia está segura de haber visto esa cara antes, así que se anima a lanzar la primera pregunta y de ahí otra y otra, como en una especie de entrevista, y en las respuestas cortas que recibe va descubriendo a un tipo más tímido que antipático. Se llama Lucas, y aunque el nombre no le trae ningún recuerdo, sigue convencida de que se han visto antes.

Las orejas de Lucas son pequeñas, muy pequeñas para su cara larga. Su gorra enmarca unos ojos, ni grandes ni pequeños, de un color indefinido. Florencia se enfoca en la barba, gruesa y desordenada como una esponjilla, luego en la nariz grande y en la boca de labios delgados como dos largas líneas.

Lucas sigue con la mirada las manos de Florencia y sus dedos largos que no paran de moverse mientras lanza nuevas preguntas. Luego se distrae persiguiendo lunares que lo guían de los brazos al cuello y de ahí a la cara. Al llegar a los ojos, desvía la mirada. Mientras tanto, las preguntas de Florencia los llevan hasta una amiga en común y por último al barrio en el que viven. Son vecinos. Antes de que puedan decir más, la fila se pone en movimiento y los obliga a separarse.

Aunque Azar los puso en ese lugar, es Destino quien lleva varios meses maquinando el plan, y lo corto de la conversación lo decepciona. Su amigo lo mira a lo lejos y sonríe, poco le importan los finales felices o predecibles, para él no existen buenos ni malos caminos, solo una serie de casualidades.

Esa tarde, Florencia llega a casa más temprano de lo normal y se derrama sobre el sofá para recuperar el aliento. Esta vez no son las escaleras las que la han dejado sin aire. El calor es asfixiante. El sol entra por todas las ventanas y no hay un solo lugar en el que pueda refugiarse. Las gotas de sudor le corren por el cuerpo y las ventanas retumban con los bajos del reggaetón del vecino del frente. Siente un deseo innegociable de bajar a la tienda por cerveza.

Mientras lidia con el calor de la tarde, Destino trata de concentrarse en recalcular su plan, pero una carcajada de Azar le hace desviar la mirada en el momento justo en que Florencia y Lucas se cruzan en la tienda. Nuevamente Destino se ha quedado atrás y ha dejado escapar una jugada obvia. Siente que les ha dado demasiado tiempo y decide acelerar su plan.

Al cruzarse nuevamente con Lucas, Florencia no puede evitar sonreír. Y aunque él le devuelve una mirada indiferente, eso no la desanima. Pide dos cervezas y lo invita a sentarse con ella en el muro de afuera. Sin la influencia de Destino, la conversación surge azarosa, hacia ninguna parte, y cuando la tarde refresca se despiden con las palabras de siempre que no habían usado nunca.

Destino está decidido a tomar las riendas del asunto, no confía en Azar y su manera casual de trivializar cada historia. Para él es un asunto serio, un plan que tiene que cumplirse. 

Florencia se sube a un bus destartalado que la lleva del trabajo a su casa. Es la hora en la que el ritmo de la ciudad se acelera tanto que deja de fluir. Como siempre, el bus está lleno de hombres y mujeres cansados, unidos a las sillas por el sudor de la espalda o apretujados entre las bancas colgando de las barandas sin poder esconder el olor rancio de las axilas. Un movimiento llama la atención de Florencia justo antes de que arranque: una mujer se levanta de prisa y corre hacia la salida. Las piernas cansadas de Florencia se enfocan en el puesto vacío y luego en el tipo que les abre campo para que puedan sentarse. Es Lucas.

Florencia pasa rozando las piernas de Lucas y se sienta junto a la ventanilla. Se saludan, pero están demasiado cerca para mirarse a la cara, así que Florencia prefiere mantener sus ojos sobre la calle que se proyecta cuadro a cuadro, enmarcada en el rectángulo de vidrio. La incomodidad de Lucas se dedica a jugar entre la gente, recorriendo caras y cuerpos, imaginando historias y cansancios. Luego, guarda los ojos bajo su gorra, se pone los audífonos y sube el volumen de la música. La tensión crece con cada semáforo, con cada brinco del bus destartalado que los obliga a rozarse, dejando a Florencia sin palabras mientras Lucas se traga las suyas antes de que salgan.

Destino se impacienta, sabe que no debería intervenir a ese nivel, pero no lo resiste y, después de llamar la atención de Florencia, empuja a Lucas contra su cara. Ha cruzado un límite. Tras un beso accidental que no parece un accidente, Florencia vuelve a mirar fijamente por la ventana y Lucas entierra la cabeza como avestruz, los ojos bajo la gorra. Ambos ruegan porque la calle fluya y el barrio aparezca pronto en la ventanilla para huir de esa banca; no hay otra forma de escapar, porque saben que van hacia el mismo lugar. Un poco antes de su parada, Lucas se lanza hacia la puerta. Florencia permanece en la banca hasta el último minuto. Cuando baja del bus, Lucas ya ha desaparecido.

A partir de ese día, los esfuerzos por unirlos resultan inútiles. Aunque Destino insiste en producir encuentros en la calle, ellos desvían la mirada y huyen con pasos rápidos. Cuando intenta reunirlos en la tienda los encuentra ocultándose tras los mostradores y, aunque trata, no logra que vuelvan a subir al bus de las seis. Cansado de intentar, Destino se rinde, reconoce su error y decide dejarlos tranquilos y aceptar su derrota. Le preocupa que este fracaso pueda afectar el rumbo de la Historia, pero no ve otra opción. No encuentra nada más qué hacer.

Los días pasan, igual que las semanas y los meses. Destino, ocupado en definir el rumbo de otras historias, termina por olvidarse de su fracaso. Así llega ese martes, uno cualquiera. Lucas y Florencia se cruzan en la calle y sus manos se rozan sin querer. Iluminada por la casualidad, Florencia toma la mano de Lucas con fuerza. Él se detiene y la mira a los ojos por primera vez desde ese día en el que, sin planearlo, se encontraron creyendo ya conocerse. De la mano, sin oponer resistencia, dejan que Azar los devuelva, paso a paso, hacia el terco Destino.