Por: Alejandra Agudelo, María Fernanda González Molinares, Andrés Carvajal López, Miguel Gómez Posada
A orillas del Caribe
Hambriento un pueblo lucha Horrores prefiriendo
A pérfida salud.
Oh, sí de Cartagena
La abnegación es mucha,
Y escombros de la muerte
desprecian su virtud.
El pueblo cartagenero, luchando contra el asedio a la ciudad, no aguardaba descanso. Atacado sin piedad por mar y tierra, se escuchaban cada noche los sonidos de la guerra. El pueblo siguió en pie, resistiendo hambre y enfermedades, la obscuridad del 1815 no los paraba, ya no solo las noches eran horribles. Prefirieron a los luchadores, defensores de la ciudad, seguir en pie de lucha sin siquiera imaginar rendirse. Población muerta, familias enterraron a sus seres queridos, gritos, disparos y llantos se escuchaban, y el capítulo no terminaba.
Resáltese pues, la certeza de nuestros abnegados, entregados con su vida, cuerpo y mente a la lucha, a la promesa de la libertad. Un tercio de la población perdida, enajenada, arrebatada. La horrible noche finalmente cesó, y un último grito avisó al pueblo… ¡hemos salido victoriosos!
De Boyacá en los campos
El genio de la gloria
Con cada espiga un héroe
invicto coronó.
Soldados sin coraza
Ganaron la victoria;
Su varonil aliento
De escudo les sirvió.
Pobres, hambrientos, poco educados y harapientos eran los soldados que salieron victoriosos en la batalla más importante de la Campaña Libertadora de la Nueva Granada. Hombres valientes que cada 7 de agosto son recordados por una élite que poco entiende del sacrificio y el desprendimiento para la libertad y la justicia de su propio pueblo.
Uno que más de 200 años después se sigue enfrentando, pero equívocamente entre sus propios compatriotas; pobres, hambrientos, poco educados y harapientos. Que hoy salen a las calles a encontrarse con el yugo de las instituciones que debieron representarlos y protegerlos.
Esos hombres son los hijos de las mujeres de estas tierras, que siguen pariendo hijos para la guerra. Que con esfuerzo y sacrificio los alimentan, los educan, los visten y los entierran.
Bolívar cruza el Ande
Que riega dos océanos
Espadas cual centellas
Fulguran en Junín.
Centauros indomables
Descienden a los llanos
Y empieza a presentirse
De la epopeya el fin.
La sexta estrofa narra ese fulgurante momento de gloria que gozamos cuando conformamos una nación contra el ejército de La Corona. Misma nación que fue disolviéndose entre los Andes, escurriéndose por los océanos y derritiéndose sobre los llanos hasta dejar a sus ciudadanos sin una razón para reconocerse como iguales.
Esta epopeya, más allá de narrar el heroico batir de espadas centellantes, se hace memorable porque recuerda aquella época en la que los colombianos —sin tener idea de qué significa serlo— se unieron en torno a una causa común por primera (y única) vez en su historia.
Pero, como todo buen relato, desde el mismísimo himno se presentía el final de la magnífica unidad, pues ya se veía venir que esa Colombia que alguna vez fue sinónimo de orgullo sería tiznada con el lastre de la indolencia.
La trompa victoriosa
Que en Ayacucho truena
En cada triunfo crece
Su formidable són.
En su expansivo empuje
La libertad se estrena,
Del cielo Americano
Formando un pabellón.
Cuando hacemos una introspección de la situación actual del país y miramos hacia atrás en nuestra historia, nos damos cuenta de que todas esas luchas contra la opresión y el yugo español, que culminaron en Ayacucho, no sirvieron de nada sin la reconciliación y la resolución; está época de discordia, odio y división no puede ser otra ilusión vacía de cambio, esta frágil democracia ya no aguanta más. Así que, si queremos estrenar libertar y un formar un pabellón de unión como país, primero debemos aprender a escucharnos. Juntémonos cómo sociedad, luchemos mano a mano, y ante todo, recordemos lo que una vez nos dijo Santander: “Colombianos, las armas os han dado la independencia, las leyes os darán la libertad".