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Tierra de caliente soledad


Tierra de caliente soledad
Susana Blake

“Allá hallarás mi querencia. El lugar que yo quise. Donde los sueños me enflaquecieron. Mi pueblo, levantado sobre la llanura. Lleno de árboles y de hojas, como una alcancía donde hemos guardado nuestros recuerdos. Sentirás que allí uno quisiera vivir para la eternidad. El amanecer; la mañana; el mediodía y la noche, siempre los mismos; pero con la diferencia del aire. Allí, donde el aire cambia el color de las cosas; donde se ventila la vida como si fuera un murmullo; como si fuera un puro murmullo de la vida…“

Zarandeados y olvidados en un bus que iba de un pueblo remoto y polvoriento a otro, conocíamos, aturdidos por el calor, un escenario más de la miseria y el abandono colombianos –pero ¡qué digo, latinoamericanos!–. A la medianoche o a las tres de la tarde, el paso por estos pueblos nos traía la imagen de Comala con su nada calurosa y mortífera.

Asombro por Juan Rulfo y Gabriel García Márquez
En el breve paso por aquellos pueblos calientes leí, oí y remembré algunas de las narraciones de Rulfo y García Márquez. Pero no solo las leía, las oía y las remembraba; la sensación de estar viviendo una de ellas, o de estar habitándolas todas, se apoderaba de mí con una frecuencia cada vez mayor durante los días de viaje. No se trataba, sin embargo, de que nos sucedieran cosas inverosímiles; eran, más bien, ciertos elementos escenográficos los que me traían la sensación de estar presenciando alguno de los cuentos de esta símil pareja. Una hora especialmente calurosa, un cementerio, un pueblo blanco, el nombre de un político pintado en un muro en el medio de la nada para la campaña de hace una década, la pinta de un grupo paramilitar, el polvo rojo que levantaba cada pisada nuestra. Todo esto me llevaba de vuelta a lo que había leído en ellos, y la tristeza festiva que se respiraba en esos pueblos, la pobreza indecible, la soledad, me hicieron comprender de dónde provenían Comala y Macondo.

Es que somos muy pobres
Habíamos ido al norte en busca de una tierra sudorosa y de horizontes inabarcables para poder desear volver a la nuestra, seca y montañosa.
 
No sabíamos dónde estábamos. A las tres de la mañana nos habíamos despertado para montarnos a una furgoneta que nos llevaría por más pueblos desolados antes de dejarnos en nuestro destino. Partimos de Mompox y, luego de pasar por Santa Ana, nos detuvimos en un caserío sin nombre.

“Estaba lejos de todo, en el alma del desierto, junto a una ranchería de calles miserables y ardientes, donde los chivos se suicidaban de desolación cuando soplaba el viento de la desgracia”. 

La madrugada no atenuaba la sensación de calor y tampoco hacía llegar quietud alguna a los habitantes de los tugurios. Como si fuera apenas la caída de la tarde, los equipos de sonido reproducían estruendos que yo, adormecida por el bochorno, no lograba reconocer. Lo que me hizo despertar fue la imagen viva de la tristeza. 

Luego de sacudir el pequeño bus amarrándole encima paquetes cuya entrega era incierta, el chofer volvió a su volante y se montó al bus una mujer mayor. La oscuridad no me permitió mayor escrutinio suyo, pero sí de quienes se quedaban atrás, afuera, a las puertas del tugurio y el ruido estridente. Eran tres. El cuadro que formaban se prolongó por un minuto entero, acompañado por aquel estrépito fiestero que le daba un tono discrepante a todo: aquellos hombres y mujeres que no obedecían a la noche ni al cuerpo y continuaban su actividad sin distinción de luz u oscuridad; los gigantescos aparatos sonoros al lado de sus casitas hundidas en el tierrero caliente; y, finalmente, nosotros, ajenos a la desgraciada despedida de los pasajeros que viajaban al lado nuestro.

Mientras arrancaba aquella caravana penosa me fue dado conocer el extraño fenómeno del llanto masculino. El hombre de la familia despachaba a la anciana con una mueca de dolor.

La furgoneta siguió y yo interpelé a mi compañero: ¿viste eso? Lo había visto.
“El conductor del camión le gritó:
De aquí en adelante ya todo es mundo. 
Observó con incredulidad las calles miserables y solitarias de un pueblo un poco más grande, pero tan triste como el que había abandonado.
No se nota —dijo”.


Yo digo que las estrellas
Esa noche conocí el cuerpo real del cielo. No estaba arriba: se extendía en todas las direcciones y llegaba hasta el suelo. Las estrellas no se situaban allá, lejos: podíamos alcanzarlas con tan solo un estirón de brazos, porque estaban allí, al frente nuestro, flotando por el aire que respirábamos.

Yo no supe si los demás pasajeros se dedicaban conmigo a la admiración celestial, pero puedo adivinar que no lo hacían. El cansancio y la tristeza ocupan tanto espacio en uno que ya no queda lugar para la contemplación. 

Se viene la montaña por el Salto del Cabrón
Ángel y Hugo nos acompañaron en nuestro paseo por la isla. Se aseguraron de que no nos vaciaran la billetera por un par de cervezas.

En los meses anteriores su casa había sido tomada por pedazos de la ladera del Cerro de la Popa. De pronto, parte del Cerro se había venido abajo y su patio se había llenado de tierra y más tierra arrastrada por las aguas de lluvia de noviembre.

Antes de la Virgen de la Candelaria, la cima del Cerro de la Popa la ocupaba Buziriaco, macho cabrío adorado por indios y negros y temido por blancos. El Cerro todo aterraba a la gente por la leyenda del Cabro Urí y sus animales demoníacos. Solo aquellos que lo adoraban osaban acercarse a su oscura montaña mágica. Pero Buziriaco fue arrojado de su cima por un monje que había recibido en sueños la divina misión de erigir un santuario a la Virgen en lo más alto de una ciudad costera. De ahí, el Salto del Cabrón. 

La construcción del Convento de la Popa tardó años a causa de las maldiciones de Buziriaco, quien enviaba tormentas inacabables, rayos y derrumbes a quienes habían profanado su tierra.

Como en el resto de su historia, son los negros, los pobres y los nómadas quienes hoy habitan las proximidades del Cerro. Y es la Virgen quien hoy, ante su presencia, castiga con aguaceros a los vástagos del macho cabrío.

Arte poética
La poesía, fuerza secreta de la vida cotidiana, única prueba concreta de la existencia del hombre, era ya lo único que sostenía la vida en los caseríos, en los pueblos y en la Ciudad Grande. Ocurre en todos los rincones de esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda, patria mítica que ha sido llamada América Latina. Nuestra huida y nuestras muertes han sido contadas, cantadas, y solo así ha quedado algún vestigio, alguna prueba, de que algo ha sucedido aquí.