Eran las 4:30 p.m. del jueves pasado. Un día normal. Las dos horas siguientes no prometían sorpresa o sobresalto alguno: era el fin de otra jornada laboral que veía caer el atardecer desde la ventana de una oficina.
Estaba citada a esa hora a una reunión virtual con un grupo de desconocidos. Lo más extraño es que yo misma había propiciado ese encuentro, pero no conocía ni los nombres de mis interlocutores, ni dónde vivían, ni quiénes eran. Nada podía advertirme la identidad de esos extraños o el tono que iba a desencadenarse a continuación. Y claro, eso de entrada produce una sensación inquietante.
Cuando me conecté, todos teníamos las cámaras apagadas. Había cierta timidez en el ambiente o miedo o extrañeza o quizá todas las anteriores. Nos indicaron que el diálogo sería absolutamente confidencial y que la principal regla del juego era el respeto. Hasta ahí, aunque nos habían pedido prender las cámaras, nadie había accedido. Con excepción de los moderadores, éramos avatares cualquiera, escondidos frente a un computador.
El primero en “destaparse” fue Jairo. Y claro, no pude más que también dejarme ver una vez comencé a escucharlo. Y casi de inmediato apareció también María Camila. Tres desconocidos que se veían con curiosidad por primera vez y que estaban a punto de aventarse a hablar, con coraje y pasión, de sus más profundos deseos.
Jairo, quien calculo puede tener unos 52 años, se presentó diciendo que en sus ratos libres se dedicaba a lo que yo describo como una enternecedora tarea: tenía en su celular una aplicación que le permitía conocer las especie de árboles que se encontraba en el camino. Él, por tanto, se había convertido en una suerte de detective de natural, un biólogo sin cartón que, llevado por la curiosidad, había logrado encontrar especies que nunca creyó encontrar en Bogotá-su ciudad de residencia- y que terminaban, además de habitar la caótica ciudad, hallar un vividero en su mente.
De María Camila, recuerdo- lo sé, muy banal- sus hermosas gafas rojas. De tanto detallarlas, juro que no recuerdo qué dijo cuando se presentó ni de qué ciudad era, pero su acento era muy distinto a mi apaisanada manera de hablar. Dije que me llamaba Diana y que en mis tiempos libres me gustaba sembrar maticas.
Quién creyera… de esas banalidades de la vida, tres desconocidos pasamos a abrirnos el corazón… y fue sobrecogedor.
Ese encuentro no comenzó el jueves pasado. Su inicio lo calculo casi cuatro semanas atrás. Esa mañana, abrí el navegador en mi computador y me inscribí en una página de internet, movida por una imperiosa necesidad. Se deben estar preguntando a qué me inscribí y por qué arriba mencioné eso de “profundos deseos”. Pero no, no dejen volar la imaginación a terrenos non sanctos. No me matriculé en Tinder o en algo parecido. No busco citas a ciegas.
Es solo que a veces siento orfandad o infertilidad en las conversaciones con otros, porque las ideas salen con fuego de la boca, pero mueren una vez brotan del cuerpo. ¿Esas ideas cómo se materializan? A veces imagino que hay alguien por ahí que las escucha y que tiene el poder para que no mueran precozmente. Sé que todos fantaseamos con eso, ante la esterilidad del diálogo. ¿Quién recoge las conversaciones callejeras, las que “arreglan el país” en una tienda, las ideas que dan los adultos mayores o los jóvenes en fútiles conversaciones que nadie teje? ¿A dónde van a parar las propuestas de la gente de a pié?
Bueno, si lo pienso bien, esta sí era una cita a ciegas. Y de amor. Pero el amor no por alguien en particular, sino por muchos… por todos, por todo. El amor- y también el dolor- que tenemos por Colombia.
Lo que hice hace cuatro semanas fue matricularme en una plataforma que se llama Tenemos que hablar Colombia. Si uno busca en internet qué es eso, encuentra que es un espacio en el que están “los y las colombianas de todos los rincones del país listos para promover una conversación plural, diversa, incluyente y representativa para Colombia” y cuyos resultados serán presentados a las comunidades, la opinión pública, las autoridades, los órganos de representación y a otros actores que puedan tenerla en cuenta en sus análisis y en la generación de políticas públicas”. El precedente es un ejercicio similar que se desarrolló en Chile, con halagüeños resultados. Así que me animé. Suelo creer que cualquier cosa que hagamos con buenas intenciones, sirve para algo, aunque sea en un mundo paralelo… qué sé yo.
Luego de inscribirme, me llamaron dos semanas después a informarme que había sido elegida para conversar con otras dos personas. Me dieron fecha y hora: jueves 5 de agosto a las 4:30 p.m. Y un ratico después, me mandaron un mensaje de texto y un correo con el link del encuentro virtual. Ya no me podía quitar.
Ahí estábamos los tres: la señora de gafas rojas bonitas, el buscador de árboles y yo, a punto de empezar a conversar nada más y nada menos que del país. No sé si entiendan la dimensión de lo que iba a pasar, pero voy a intentar explicarles: iba a tener una de esas conversaciones difíciles, incómodas, de esas que ya hasta están prohibidas en los almuerzos familiares o en los aquelarres de amigas por las molestias y peleas que generan, pero CON UN PAR DE DESCONOCIDOS. Suelto una risa socarrona y escondida ¿En qué demonios me metí?
Empezó Jairo. Sí, reconozcámoslo, el más arrojado. No les voy a contar la metodología de la conversación, ni las preguntas orientadoras. Prefiero no hacer spoiler. Lo que sí voy a decirles es que esa conversación fue MAGIA PURA. Y ahí entendí que uno se inscribe y conversa en Tenemos que Hablar Colombia, no solo para proponer, sino también para escuchar y sobretodo, aprender. No se imaginan lo mucho que entendí con ellos en dos horas. María Camila insistió en que esta no es Colombia... somos más bien varias Colombias que nos hemos empecinado en eclipsar la diversidad, cuando esta debería ser nuestra principal fortaleza. Jairo me mostró algo que yo no había escuchado: que es un disparate que nuestro país insista en calcar tal cual los objetivos de desarrollo de otros países como Estados Unidos porque cada cultura debería diseñar los propios. Nos invitó a no repetir como loros esos propósitos, sin pensar antes que en vez de uniformarnos, debemos más bien reconocernos desde la otredad para crecer. Y eso no es mediocridad.
Yo mencioné la transformación del Estado que permita construir contrapoderes que tengan la garra suficiente para cuidar cada peso público.
Pero no nos quedamos en ese panorama. Fuimos más allá, gracias a la intervención de las dos personas que guiaron la conversación y que nos invitaron a proponer. Y cada uno de nosotros propuso soluciones para este país que a veces vemos maltrecho. Y al final, llegamos a un consenso. No siempre se logra, pero en ese espacio llegamos a él.
Qué extraños más excepcionales. Tan diferentes todos en la manera de hablar, tan distantes nuestros lugares de residencia, tan disímiles nuestras maneras de ver, pero tan próximos en ese deseo por aportar.
La conversación terminó después de dos horas. Quizá más. Y puedo decirles que ahí hubo magia. A María Camila y a Jairo nunca en la vida los hubiera conocido de no ser por este encuentro. Así que agradezco esta conversación: entregué mis propuestas, escuché las de ellos y aprendí.
Lo último que supe de ambos ese día fueron sus correos, pues los compartimos antes de decirnos adiós por las pantallas. Sé que volveré a tener contacto con ellos. Esto mismo que ustedes leen, voy a enviárselo hoy al señor de los árboles y a la señora de gafas lindas. Fue una cita a ciegas bastante inusual y concurrida: ese día, además de hablar con ellos, entendí que dialogaba también con muchas Colombias.
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Diana Vélez Gómez
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