Mónica María Vásquez Arroyave
Colaboradora
En la casa de su infancia, en Buenos Aires (Argentina), la proximidad con la literatura fue parte de su cotidianidad, no solo porque el destino la hizo hija de una escritora —Luisa Mercedes Levinson— sino porque por allí se paseaban otros autores como Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, Adolfo Bioy Casares y Eduardo Mallea, y hasta Julio Cortázar admiraría más tarde su obra.
Aunque su interés temprano fue por las ciencias naturales, a los 18 años de edad empezó a dar forma a las palabras con su trabajo en la radio y en diversos periódicos. Un año más tarde descubrió, “con un cuento que se llamó Ese canto, la verdadera aventura de adentrarse en la imaginación”. Pese a haber escrito su primera novela Hay que sonreír, a los 20 años, Luisa Valenzuela plantea que dedicarse a la escritura no fue un camino propuesto sino algo que la fue invadiendo, se le vino encima poco a poco, al punto que tardó en reconocerse como tal.
Hoy, es más que merecido ese calificativo, luego de publicar más de 30 libros entre novelas, cuentos y ensayos; tener toda su obra traducida al inglés, y parte al portugués, alemán, francés, holandés, persa, serbio y japonés, y obtener reconocimientos como el Gran Premio de Honor de la Sade, el Doctorado Honoris Causa de la Universidad de Knox (Illinois), la Medalla Machado de Assis de la Academia Brasilera de Letras, el premio Astralba de la Universidad de Puerto Rico y, entre otros, su más reciente galardón: el Premio León de Greiff al mérito literario, entregado el 14 de septiembre de 2017 por EAFIT, el Grupo Argos y sus filiales Celsia y Argos, y la Fiesta del Libro y la Cultura de la Alcaldía de Medellín.
El azar la cruzó esta vez con el poeta León de Greiff, cuya obra no conocía de manera profunda. Este galardón —el mejor que ha recibido en su larga carrera, según ella—, le abrió la puerta a la poesía del colombiano. “León de Greiff me llegó como un enorme complemento de este premio, que me trajo aparejado el acceso de corazón abierto al universo tan rico de este poeta, y tan afín: es como encontrar un maestro al final del camino”, afirma.
“Y es en este mismo momento, con este inesperado, maravilloso premio otorgado por mis pares en nombre de un enorme poeta, cuando me siento, como solemos decir los muy psicoanalizados argentinos, realizada”.
La escritora ofreció, además, en las respuestas a estos interrogantes, un asomo de su visión sobre la vida y las letras.
¿Qué aspectos de las ciudades en las que residió —París, Nueva York, Barcelona y México—, así como de Buenos Aires, se ven reflejados en su obra, y dé qué forma?
De una forma u otra todas han tenido su lugar, menos la Ciudad de México donde nunca residí, pero sí el interior del país que me apasiona, y sobre todo Tepoztlán, donde pasé cortas temporadas.
Por supuesto, Buenos Aires lleva las de ganar desde mi primera novela, Hay que sonreír, sobre los bajos fondos de esa, mi ciudad, que yo tanto añoraba cuando me fui a vivir a Francia de muy joven. Quizá, por esa misma añoran za, París casi no forma parte de mi imaginario. Nueva York sí, decididamente: viví allí la década del 80, y me impactó de entrada. En el 69 generó esa novela de ruptura que es El gato eficaz, y se consolidó desde su lugar más oscuro en Novela negra con argentinos. La fascinación por esa ciudad loca y cambiante me dio alas para sumergirme en La Travesía, estando ya de regreso en Buenos Aires. Barcelona fue otra historia: pasé allí un año en 1973, con mi hija pequeña, razón por la cual tuve que radicarme en un barrio seguro. Pero me desquité escribiendo Como en la guerra, que transcurre entre los misterios del barrio Gótico.
¿Cree que es necesario viajar mucho y tener una perspectiva amplia del mundo para ser un buen escritor, o también se puede lograr ese objetivo a partir de las vivencias del entorno natal?
La imaginación no pasa por las experiencias externas. Se dice que Emilio Salgari no fue más allá del Mediterráneo y todos nos encantamos con la Malasia de su Sandokán y los mares surcados por el pirata Yáñez. Pinta tu aldea, como se suele decir, porque el mundo puede retratarse hasta en una miga de pan. Si no lo creen lean la excelente novela de Azriel Bibliowicz. En mi caso, yo diría que necesito el viaje, no para alimentar mis escritos sino mi insaciable curiosidad por lo diferente, lo diverso, lo desconocido. Y es cierto que, en épocas oscuras de mi país, el estar lejos me brindó la necesaria perspectiva para asomarme al horror sin censuras internas, y también una cierta seguridad para hacerlo. Es decir, para poder seguir escribiendo.
¿En cuál de los géneros —novela, cuento, microrrelato o ensayo— se siente más cómoda al escribir, y cómo fue su recorrido y conquista, como escritora, de cada uno de estos?
Cómoda me siento en todos, pero la decisión es de estos, de cada género cuando llama a mi puerta. Nunca sé dónde irán a parar mis ficciones. Escribo sin plan preconcebido o mapa alguno, pero en cuanto asoma una idea, a veces solo un par de palabras o una frase, ya sé de qué género se tratará. Muchas veces suelo entrar en un determinado modo, como quien dice modo avión, y solo entran cuentos, por ejemplo. En cambio, la novela poco a poco se va generando, y una vive allí en permanencia, aunque se entregue, como es lógico, a las áridas —o no tanto— tareas cotidianas. Estar “en novela”, lo llamo.
Del ensayo no sé qué decir, los míos, más bien, son reflexiones personales, no tengo pasta para lo no ficción más allá del periodismo. En cuanto al microrrelato, sí, ese es el milagro que se da espontáneamente cuando alguien como yo vive internada en la casa del ser que, según Heidegger, es el lenguaje.
¿En qué momento identificó su deseo de convertirse en escritora, cómo inició su carrera, y qué ha sido lo más satisfactorio durante sus 50 años dedicados a la literatura?
¿Ser escritora? ¿Deseo? ¿Qué es eso? Se me fue viniendo encima poco a poco, me fue invadiendo sin que me lo propusiera. Yo quería ser aventurera, fisicomatemática, exploradora. Todo menos eso de pasarse el tiempo en casa, o tirada en la cama escribiendo, como mi madre la escritora. Pero a los 18 años descubrí, con un cuento que se llamó Ese canto y ahora Ciudad ajena, la verdadera aventura de adentrarse en la imaginación. Pero me costó varios libros reconocerme como escritora. Me justificaba alegando, sin mentir, que era periodista. Y momentos satisfactorios tuve muchos, por cierto, y mi buena dosis de frustraciones y desencantos. Y es en este mismo momento, con este inesperado, maravilloso premio otorgado por mis pares en nombre de un enorme poeta, cuando me siento, como solemos decir los muy psicoanalizados argentinos, “realizada”.
“Yo no cuento una historia para narrar la anécdota sino para ver qué encierra en su semilla, su secreto corazón”.
¿Ha sido difícil, como mujer, abordar temas como el poder, el cuerpo y cuestionar la realidad? ¿Por qué?
Toda escritura es un desafío. Caso contrario, ni vale la pena meterse en eso. Pero, como bien se ha dicho, como mujeres tenemos que hacer el doble de esfuerzo para ser tomadas en serio.
¿Siente que en algún momento de su carrera ha sido criticada por su irreverencia o, por el contrario, esto ha generado empatía con los lectores?
Ambas cosas. A veces simultáneas. Hay quienes al criticar están, de alguna manera, intentando ocultar su fascinación. Es un problema general. Eso sí, puedo reconocer que, en mi país, me temo, he producido durante largos años una extraña, inexplicable para mí, incomodidad. Salvo muy honrosas excepciones, el reconocimiento profundo, la comprensión de aquello que está más allá de las palabras, me viene de fuera. Pero puedo decir con alegría que estos tres últimos años se sucedieron en Buenos Aires importantes reconocimientos: el Gran premio de honor de la Sade, que no es el marqués sino la Sociedad Argentina de Escritores; la invitación (tercera mujer como en 30 años) para dar el discurso inaugural en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, y un doctorado honoris causa. Enumero esto como una forma de agradecimiento a mis compatriotas que me reconocieron y que ahora se sentirán respaldados por ustedes.
¿Si la historia de su vida pudiera resumirse y seguir la línea de los 30 libros que ha publicado, cómo se definiría esta?
¿Esta historia de mi vida? La vería como una continuidad, esa fina línea roja de la que nunca, y a pesar de tantas vicisitudes y traslados de toda índole, nunca me aparté. A mi pesar, quizá, porque solo poniéndolo por escrito logro comunicarme con eso profundo en mí, ignorado, que es lo que me permite tener un atisbo de comprensión y hermanarme a los otros y al Otro inconsciente y a los seres diversos que nos rodean. Soy animista en el fondo, y si la vida está en todo también la escritura, para mí, es la vida.
Cuando Jorge Volpi me llamó por teléfono a casa en Buenos Aires y me empezó a describir el premio, yo pensé: ‘¡qué importante que es!, ¡qué responsabilidad!, me está llamando para que sea jurado'.
En su sitio web resalta que “No hay patrones ni moldes si se quiere escribir distinto: escribir de verdad”. ¿Qué tan emotiva y sincera debe ser entonces la escritura, más allá de los cánones o de las fórmulas comerciales?
Alejándose, precisamente, de imposiciones, cánones, fórmulas, estrategias, recetas. Yo no cuento una historia para narrar la anécdota sino para ver qué encierra en su semilla, su secreto corazón. Para lograrlo hay que serle absolutamente fiel, no imponer nuestro buen criterio, nuestras respuestas preconcebidas. Abrirse a lo abierto. Es el peligroso vacío en el cual dijo sumergirse Clarice Lispector para escribir. Peligroso, por cierto, bien lo reconoció, porque “de él extraigo sangre”.
¿Qué ventaja le ha dado el periodismo sobre la escritura? ¿Cómo ha sido la frontera entre ambas actividades?
De muy joven entré de planta en el diario La Nación, suplemento gráfico que años más tarde se convirtió en la revista, y tuve la enorme suerte de tener un jefe, Ambrosio Vecino, exprofesor de letras que había sido compañero de Cortázar. Él me enseñó el rigor gramatical, cosa rarísima en el periodismo. Y la síntesis. Pero son dos sistemas de pensamiento distintos, el de la escritura de ficción y el de la periodística, que en mí solo se unen cuando intento el ensayo.
¿Qué impresiones le produce el hecho de recibir el Premio León de Greiff al mérito literario?
¡Qué pregunta! Me produce una enorme felicidad y orgullo, y la noción de que es la primera vez que se da para prosa me hace sentir muy especial. Cuando Jorge Volpi me llamó por teléfono a casa en Buenos Aires y me empezó a describir el premio, yo pensé: ‘¡qué importante que es!, ¡qué responsabilidad!, me está llamando para que sea jurado’
¿Sobre qué escribe en la actualidad, cuáles temas son los que más la mueven en este momento?
En este momento siento que estoy entablando una lucha unipersonal contra la posverdad, esa mentira que apela a las emociones de la gente y que es todo lo contrario de lo que llega a ser la verdadera ficción.
Se dice que cada autor escribe sobre lo que le obsesiona, ¿cuál considera que es su obsesión?
Espero no tener obsesiones, soy más bien ecléctica, exuberante, como dice una amiga. Pero el tema del poder es algo que me interpela porque no lo entiendo, por eso me suele atraer, sobre todo la ambición de un poder omnímodo, la locura del hombre que quiere convertirse en dios. Pero no puedo negar que mi gran pasión, al menos una muy importante, son las máscaras. Y suelen asomar sus narices hasta en los textos menos esperados.