A simple vista, la mayoría de los meteoritos no son muy diferentes a las rocas que nos encontramos cuando caminamos por un parque.
Luisa Chavarría Chavarría
Geóloga y estudiante de la maestría en Ciencias de la Tierra de EAFIT
Japón es un grupo de islas que, en conjunto, son tres veces más pequeñas que Colombia, pero que juntas cuentan con tres veces más población que el país suramericano. Al sur de la isla principal (Honshu), cerca de la costa del mar de Japón y rodeado de montañas boscosas y prominentes, se encuentra Misasa, un pequeño pueblo dividido por un río tranquilo y rodeado de campos de arroz.
Misasa significa tres mañanas y cuenta la leyenda que, hace muchos siglos atrás, un lobo atacó a un cazador fundador del pueblo y este, para sanarse, se bañó durante tres días en las aguas termales que brotan de entre las rocas y fluyen cerca del río. Desde entonces, los turistas y los ancianos del pueblo visitan este lugar que denominan como onsen y se bañan desnudos en las aguas hirvientes, protegidos tras un pequeño biombo de madera.
Atraída por el contenido de radio en las aguas termales y su relación con la salud, la Universidad de Okayama decidió crear el Institute for Planetary Materials (Instituto de Estudio de Materiales Planetarios) que actualmente estudia los procesos físicos y químicos que ocurren en la Tierra y el Sistema Solar. Durante seis meses y medio, desde febrero hasta agosto de 2017, estuve en este lugar estudiando meteoritos en una pasantía de investigación que hice durante el pregrado. Los meteoritos pertenecían a un profesor del Instituto quien sería mi asesor durante esos meses.
A simple vista, la mayoría de los meteoritos no son muy diferentes a las rocas que nos encontramos cuando caminamos por un parque. O, por lo menos, esa fue la impresión que me causó ver por primera vez los pequeños fragmentos de rocas grises que estaban guardados y clasificados en cajitas blancas de cartón. La colección era muy diversa y constaba de alrededor de 15 meteoritos de diferentes tipos y procedencias. Los habían encontrado en lugares como el desierto del Sahara, Estados Unidos, Australia o Rusia y mi asesor los había ido adquiriendo progresivamente durante varios años.
Cuando llegué a Misasa por primera vez estaba nevando y las montañas, los árboles y los techos curvos de estilo tradicional japonés estaban cubiertos por una capa blanca de nieve, y una neblina suave y ligera envolvía al pueblo y le daba un aspecto frío y estático, similar a una postal. En el Instituto, los estudiantes y los profesores seguían investigando a pesar del frío y de las nevadas. Allí empecé a trabajar como asistente de laboratorio e investigadora, y pertenecía a uno de los grupos de investigación del departamento de física.
El inglés era el idioma oficial dentro del Instituto porque había estudiantes de doctorado de casi todos los continentes. Sin embargo, debido a que la mayoría lo hablaba con una entonación marcada por su lengua materna la comunicación se convertía en un complejo rompecabezas de sonidos. En el pueblo, mientras tanto, solo se hablaba japonés, lo cual hizo que en los primeros meses, durante el invierno, el tiempo fluyera lento y silencioso como el río de Misasa. Este silencio se interrumpía ocasionalmente por el batir de las alas pesadas y el graznido de los cuervos que se posaban frecuentemente en lo alto de los árboles.
Estos meteoritos que tenía ante mí estaban relacionados con el nacimiento, la evolución y la destrucción de planetas en el Sistema Solar.
Durante estos meses aprendí a hacer figuras de origami, a montar bicicleta como medio de transporte, a correr a pesar del clima y a comunicarme sin importar el idioma. Mientras tanto, mi oído se empezó a acostumbrar a una ola de diversas entonaciones y un poco al japonés, aunque no lo entendiera, así como a otro lenguaje que también era nuevo para mí, el de los meteoritos. Por esto, mi bitácora de investigación y los artículos sobre meteoritos que leí estuvieron saturados de nombres de minerales nuevos y raros que nunca antes había escuchado ni visto durante el pregrado.
Mi asesor era experto en minerales creados sintéticamente en el laboratorio y no propiamente en los meteoritos. Sin embargo, él estaba interesado en saber si su colección tenía minerales desconocidos. Por esto, mi trabajo en el Instituto consistía en estudiar algunos de sus meteoritos y descubrir minerales nuevos. Lo único que tenía a mi favor eran dos laboratorios de alta tecnología a mi disposición, y muchas preguntas por resolver.
Meteoritos impactados
Los meteoritos que estaba estudiando eran meteoritos impactados, es decir, rocas que después de una colisión con un asteroide generaban nuevos minerales a altísimas presiones y en milésimas de segundos. Uno de estos era un meteorito famoso que había sido estudiado intermitentemente desde 1969 porque en este se han encontrado muchos minerales desconocidos sobre la superficie terrestre, como la bridgmanita, que es considerado como el mineral más abundante de la Tierra. Estos meteoritos que tenía ante mí estaban relacionados con el nacimiento, la evolución y la destrucción de planetas en el Sistema Solar. Esas pequeñas rocas eran una herramienta para entender la formación de nuestro planeta, y los minerales que los conformaban eran una ventana para explorar el interior de la Tierra.
Las lluvias de marzo empezaron a derretir la nieve y el aire comenzó a sentirse más cálido. Ya no era necesario ir a trabajar con chaqueta y bufanda o caminar en las calles estrechas de Misasa con botas para la nieve. Después del equinoccio de primavera el cielo empezó a aclararse más temprano en las madrugadas, los árboles que estaban bordeando el río empezaron a florecer y el pueblo comenzó a llenarse de color y vida. Ahora era más frecuente ver a los turistas que llegaban en buses desde ciudades cercanas y que venían a hospedarse durante el fin de semana en los más de quince hoteles que tenía el pueblo y en los cuales se ofrecían diferentes tipos de baños onsen.
Hacer investigación implicaba otras cosas además de pasar extensas horas en un laboratorio o en una oficina.
Ellos caminaban despacio vistiendo los típicos vestidos japoneses llamados yukata y usando sandalias de madera. Atravesaban el pueblo buscando los templos budistas o sintoístas, visitaban el Museo del Violín e iban a algún bar de karaoke o a los restaurantes en donde servían sushi, ramen o tempura.
Los árboles de sakura o cerezos que bordeaban el río no florecieron como los demás árboles, primero brotaron las flores y después las hojas. Las flores empezaron a formarse como pequeños botones rojos adheridos a las ramas despobladas y se fueron abriendo lentamente a medida que los días se tornaron más cálidos y las lluvias disminuyeron. Las flores eran delicadas y solo duraron una semana porque las lluvias y el frío se encargaron de desprenderlas y de formar un tapete de pétalos rosados en las calles y cerca del río. Durante esta semana me invitaron a hacer parte de un hanami, que es un evento tradicional en el cual se hace un picnic al lado del río mientras los sakura están florecidos.
Luego de la primavera, los proyectos de los estudiantes en el Instituto retomaron el ritmo normal. De las tres muestras que había preseleccionado escogí una que después de haberla analizado en el laboratorio observé que tenía abundantes venas donde podría encontrar minerales que no se habían descubierto antes en este meteorito. Cada vez que entraba al laboratorio, las expectativas de encontrar un mineral nuevo incrementaban y, por esto, el ritmo de trabajo se volvió más intenso. No cumplía los horarios que inicialmente me habían asignado, sino que estaba en el laboratorio todos los días, incluidos los fines de semana y festivos, desde temprano en la mañana hasta tarde en la noche.
La primera semana de mayo se festeja en Japón la Golden Week o Semana Dorada. Esta es una semana en la que coinciden varios festivos seguidos en los que se celebran el día en memoria de la Constitución, Día del verdor o de la naturaleza y el Día de los niños. Durante esta semana, la mayoría de las empresas dan vacaciones colectivas y muchos japoneses viajan a otras ciudades para visitar a las familias. El Instituto también descansó, así que viajé con un amigo a las ciudades de Kioto y Nara para pasar toda la semana visitando los templos, los museos y recorriendo las calles antiguas donde fácilmente se pueden ver caminando a las maiko y a las geishas vistiendo yukatas y kimonos.
El verano llegó cargado de un aire húmedo, denso y pegajoso que se quedaba impregnado en la piel y que hacía sentir que una caminata corta era equivalente a una maratón. El silencio habitual del pueblo fue reemplazado por el estridente sonido de las cigarras y las noches de verano se iluminaron por las intermitentes luces de las luciérnagas que aparecían de repente cerca del río, o en medio de los campos de arroz, que apenas estaban creciendo y seguían inundados.
Empezar de cero
Por otra parte, mi investigación avanzaba muy bien hasta que, después de una conversación informal con la esposa de mi asesor, que también era investigadora, descubrí que había cometido varios errores. Ya faltaban menos de dos meses para devolverme y después de hablar con ella me di cuenta de que debía tomar los datos de nuevo porque la metodología de investigación que había usado no permitía interpretar correctamente los resultados que había obtenido. Rápidamente tuve que reconsiderar todo lo que había hecho durante la investigación y empezar casi desde cero.
El meteorito que estudié había caído en medio de algún lugar remoto de Australia en 1879, pero se había formado hacía miles de millones de años y era un pequeño fragmento de algún planeta desconocido que había chocado contra un asteroide en el Sistema Solar.
Por el poco tiempo que tenía, estaba dispuesta a pasar jornadas aún más largas en el laboratorio. Sin embargo, después de lo que pasó aprendí que investigar no era un asunto de cantidad sino de calidad. Hacer investigación implicaba otras cosas además de pasar extensas horas en un laboratorio o en una oficina. Era más importante aprender a planear y a aplicar el método científico y, más aún, aprender a descansar y a desarrollar hábitos saludables que funcionaran para mí y me permitieran pensar de forma creativa.
Con una nueva metodología de investigación tomé otra vez los datos, pero solo en uno de los meteoritos. Así que durante la semana me movía entre la oficina y el laboratorio de una forma más metódica, y durante los fines de semana aprendí a descansar conscientemente escalando montañas y asistiendo a varios festivales en donde las ciudades y pueblos cobraban vida y se llenaban de shows de fuegos artificiales, ferias, conciertos, desfiles, personas vestidas con yukata y mucho color en las calles.
En Japón hay un proverbio que dice que “El sabio escala el monte Fuji solo una vez en su vida” y a finales de julio lo escalé cuando la nieve que cubría la cima ya se había derretido. Después de subirlo y estar en la cima contemplando las nubes que se extendían sobre el horizonte, de haber cruzado la torii que es la entrada al mundo de los espíritus de esta montaña sagrada, piramidal y de roca negra, y sin haber podido ver la salida del sol después de una noche tempestuosa, comprendí a que se refería el proverbio.
Después de que el verano transcurriera rápidamente y las cigarras se silenciaran, pude terminar mi pasantía con éxito. El meteorito que estudié había caído en medio de algún lugar remoto de Australia en 1879, pero se había formado hacía miles de millones de años y era un pequeño fragmento de algún planeta desconocido que había chocado contra un asteroide en el Sistema Solar. Y aunque no había identificado minerales nuevos, mi investigación habría ayudado un poco a explicar cómo podrían haberse formado planetas como la Tierra hace millones de años. Pero aún más importante, Japón me había enseñado otra forma de vivir la geología.