El espejo. La luz calmosa de la luna se colaba aquella madrugada por las ventanas. Empezaba el cuarto movimiento de la sinfonía de la noche, cuando el fantasma decidió dar una última ronda por la antigua casa. Por mucho tiempo había hecho oídos sordos al llamado del espejo enmohecido que colgaba derrotado en un clavo del pasillo de la segunda planta, pero, misteriosamente, esa vez no pudo evitar atenderlo.
Se detuvo frente al cristal a una distancia prudente. Estuvo allí por un momento flotando entre el temor y la curiosidad, hasta que decidió aproximarse y, poco a poco, lo hizo.
Contempló a escasos centímetros su reflejo empañado por la humedad y casi rozó con la nariz la helada superficie que le mostraba sin compasión las arrugas espectrales que le cruzaban el rostro. Vio con asombro las volutas de humo que eran su escaso cabello fantasmal: blancos cadejos, tan blancos como su rostro y como su túnica.
Fue en ese instante cuando sus ojos se llenaron de una neblina triste y la conciencia del paso del tiempo se le impuso como una cruz, hasta llevarlo a exclamar con dolor: «¡Cómo han pasado los siglos!».