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El Eafitense / Edición 109 Todo sale del corazón El Eafitense - Edición 109

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Todo sale del corazón

​​​​Entre septiembre y octubre de 2015 se exhibió en el Centro de Artes de EAFIT la muestra Yo pensaba que la vida era así, del médico Gabriel Mesa Nicholls. En este texto escrito por el artista se reflejan esos momentos de la infancia que llevaron al profesional a darle vida a esta exposición y, en general, a su obra.


Gabriel Mesa Nicholls
Médico y artista

Este es un viaje que empezó desde que tengo memoria. Soy consciente de mi relación con el arte desde los 10 años. Desde pequeño siempre me he visto como un artista y supe que sería una parte central de mi vida. En el colegio pintaba por diversión luego de hacer las tareas. ¡Vivía muy orgulloso de mi caja de colores Prismacolor de 64 lápices que incluía los colores plata, oro y cobre! Luego del colegio dejé de pintar durante 16 años y casi olvidé el sueño que tuve siempre de ser un pintor. Eso ocurrió hasta 1999, cuando comencé una nueva etapa de mi vida y tomé la decisión de trabajar todos los días para lograr el sueño de ser un artista reconocido en Colombia y en el mundo.

Me imaginaba mi obra de un gran contenido estético, pero cargado también de contenido político y humano, que permitiera expresar, sobre todo y de manera contundente, lo que me duele. También me preguntaba, ¿por qué me interesa el reconocimiento? Y encontré la respuesta: porque con este viene la libertad y la capacidad de generar cambios profundos,  precisamente sobre lo que me perturba, duele y preocupa. La palanca se hace más fuerte para hacer visible lo que es invisible o lo que muchos, simplemente, no quieren ver. Busco, a través de mi obra, generar reflexiones y pensamientos profundos para cambiar mentes y corazones.

El origen de la obra del artista es, a menudo, desconocido para él mismo. El corazón del que parte su creación es un misterio. Es posible entender y suponer motivaciones superficiales para cada obra, pero entender el centro ontológico o el ser del que emana es, realmente, una tarea difícil, por no decir,  muchas veces, imposible. Luego de trabajar ininterrumpidamente durante 16 años, paradójicamente, solo entendí mi obra artística hace apenas seis meses, cuando revisité los cuadernos de dibujo del colegio hechos en 1977 y sobre los que comencé este relato.

Tuve la sensación de haber encontrado el motor que había movido mi creación artística desde el principio. Encontré un hilo conductor que me permite equiparar la obra que produzco hoy, a mis 48 años, donde vivo en un mundo diferente al imaginado alguna vez. Viendo dichos cuadernos recordé que mi relación con el mundo había sido, en  gran parte, a través de mi familia: mi mamá, concretamente, y mis juguetes. Ellos se constituían en una promesa de vida futura y moldeaban el mundo. Una cámara de juguete de Fisher Price, que guardo desde los cinco años, muestra lo que alguna vez fueron vívidos dibujos de la vida cotidiana de un niño y su familia… Así debería ser la vida: al parecer mi hermana y yo en una granja con ovejas, gallinas, conejos y terneros, en un picnic, en el zoológico, en el comedor con mis padres.​

La pérdida gradual, progresiva e inexorable de la inocencia que cree en la bondad de sus semejantes y del mundo, en Supermán que salva, en Dios y el Divino Niño que todo lo pueden, en las ovejas que pastan apacibles.​


Esa era la vida que debería ser. Así debía ser la vida en technicolor, esa es la vida futura que yo compré a los cinco años.

Desde los dibujos incipientes con lápices de colores de mi niñez, hasta la obra reciente, encuentro un agridulce que sale del choque de la vida imaginada por el niño con la vida que sucede en el mundo real. La pérdida gradual, progresiva e inexorable de la inocencia que cree en la bondad de sus semejantes y del mundo, en Supermán que salva, en Dios y el Divino Niño que todo lo pueden, en las ovejas que pastan apacibles.

Los seres humanos nacen inocentes, la inocencia es otorgada como un regalo divino, pero a medida que la vida transcurre deja que la inocencia vaya muriendo y sea reemplazada por dolor, cinismo y desconfianza. Ejemplo doloroso de esto son los niños en el conflicto armado en Colombia y en el resto del mundo. ¿Qué inocencia puede tener una niña reclutada a la fuerza, separada de su mamá a los 11 años, cargando un fusil, cuidando secuestrados o viendo morir a sus compañeros? Pienso que la tarea como seres humanos es preservar la inocencia a toda costa… Creer en la esencia buena de los hombres, la fuerza de la vida, en la bondad del universo.

Hace unos meses, cuando preparaba esta exposición con el curador Alberto Sierra Maya y él veía estos dibujos infantiles por primera vez, me decía: “Usted sigue pintando lo mismo que pintaba hace 40 años. La esencia es exactamente la misma, sigue contando historias de la misma manera como lo hacía”. Yo nunca lo hubiera pensado, pero, al hacer el paralelo, indudablemente Alberto tenía toda la razón. Encuentro una lucha por mantener la inocencia en lo que hago artísticamente.

Hoy sé que pinto por necesidad, porque me duele. Me duele lo que sucede a mi alrededor, lo que veo, leo y me rodea. Me duele todo: la violencia, la injusticia, la corrupción, los niños, la naturaleza y la deforestación, el secuestro y las minas antipersonales. Me duele todo, pero me duele menos cuando lo expreso por medio del arte. ​Más que una catarsis, siento que me genera
la ilusión de que estoy haciendo algo para cambiar las cosas, que no estoy conforme, no me conformo y no acepto lo que para mí es inaceptable. Con la misma intensidad del dolor, me conmueve la belleza y me maravilla la belleza de lo que me rodea, de mi país, del mundo, de las historias, de la gente. Y entiendo que los seres humanos viven entre el dolor y el placer y solo depende de nosotros quién guía la vida y quién marca el destino.

El inicio de la obra como adulto

El día del asesinato de Jaime Garzón, 13 de agosto de 1999, llegaba a mi trabajo en el centro de Medellín cuando escuché la noticia por la radio. No valía la pena llegar al trabajo ante la barbarie que se abría paso por encima de la bondad, la razón y el valor. Lloré mucho por dolor de patria y de humanidad. Lloré de tristeza profunda. Me devolví para mi casa y empecé a pintar en caballete el que sería mi primer cuadro. Un cuadro mediano con un corazón en llamas, flotando sobre el cielo con un fondo rojo de flores dibujadas en negativo. La muerte de la esperanza que hoy entiendo que empezaba a plasmar la agonía de la inocencia.​

Puedo enhebrar el hilo conductor que sigue mi obra a través de una imagen del Corazón de Jesús de unos 85 años de antigüedad, de uno por ochenta metros, que escudriñaba mi niñez desde la habitación de mi abuelo. La imagen de mirada fija parecía seguirme por todos los rincones. Con una mano sobre el pecho y el corazón sangrando en llamas. Me parecía la más surreal de las imágenes. No entendía cómo podía alguien tener el corazón en llamas mientras su rostro permanecía absolutamente impávido. Esa imagen permaneció grabada hasta que muchos años más tarde pude recuperar el mismo cuadro de mi abuelo y que hoy es el centro de mi estudio. Entendí que el infierno y el cielo de cada uno de los seres humanos vive en nuestro propio corazón.

Es el centro de las pasiones humanas donde nos debatimos en la vida. Me explicaban que era Dios, Jesús, el Corazón de Jesús, pero no entendía por qué ese señor tenía el corazón afuera, con llamas. Las primeras obras pertenecen a una serie llamada Lo bueno del corazón, que tienen una estrecha relación con el Corazón de Jesús, ya que muestran a algunos personajes con el corazón en llamas envueltos por las pasiones que los movieron durante su vida. Para Marilyn Monroe, la vanidad; para el Ché, el odio y la lucha de clases; para Simón Bolívar las mujeres y la soledad de su muerte, casi en el exilio.

Comencé mi compromiso con el futuro en abril del año 1999, demostrándome, inicialmente, que era capaz de pintar lrealidad (considero que un artista debe ser capaz de representar la realidad antes de darse otras licencias de carácter abstracto o conceptual). De ahí que hice algunas pinturas y dibujos de retratos propios y ajenos, y algunas aproximaciones a la realidad, entre las que destaco un pequeño cuadro de tres niños en la playa con un perro que resultaría autobiográficamente premonitorio unos 13 años después, pues mis hijos y el perro lucen, exactamente, como en el cuadro hecho en 1999.

Como anécdota curiosa hace 15 años invité a Alberto Sierra, hoy curador de esta exposición, a ver mi obra en mi casa. En ese momento apenas nos conocíamos. Él me dijo francamente: “Vea, acá hay cosas muy malas, copias mal hechas de muchas cosas. Me gusta este cuadrito (de los tres niños y el perro en la playa), pero pinte, pinte, pinte, pinte mucho, todos los días, y en 15 años hablamos”.

Junto al cuaderno de kínder encuentro en el baúl de los recuerdos la cámara de Fisher Price que tenía a los cinco años. Allí veo las imágenes a las que me refería al comienzo de este escrito. Comienza la serie: Yo pensaba que la vida era así, que da el título a la exposición.​


En julio de 2000 abandoné a Colombia con mi esposa Claudia, con cuatro meses de embarazo de mi primogénito Pablo, y nuestra perra Risa. Abandoné a Colombia pensando que nunca regresaría, que me iba para siempre. Pensé que llevaba todo lo que le daba sentido a nuestras vidas. Pero no: solo pude llevarme los que cupieron, inicialmente, en dos maletas y luego en un contáiner de 20 pies. Esta era una dolorosa decisión de vida porque sentíamos que nuestra Colombia se había descuadernado. La habían robado y despedazado. Colombia se había vuelto el país de la desesperanza, del sufrimiento eterno, no solo por lo que sucedía día a día, sino por las pocas posibilidades de que la situación mejorara.

Abandonamos la esperanza de poder vivir en nuestro país. Era un viaje sin regreso donde la familia crecería y luego, en otra parte, algún día, dejaríamos de ser extranjeros. Mudaríamos de piel, como cuando las culebras crecen y dejan el cuero atrás. Así imaginé que nos sucedería. Seríamos unos nuevos ciudadanos extranjeros que dejaríamos de ser extranjeros en ese país extranjero. Pero nunca ocurrió: Colombia seguía sembrada en el centro del corazón, con las raíces que parecían extenderse por el
alma invadiendo toda mi conciencia con un follaje que salía por los poros.

No tenía caso, el corazón estaba donde pertenecía. El sentido de la vida nunca emigró, quedó anclado en amarillo, azul y rojo. Regresamos para vivir de acuerdo con el sentido de nuestra conciencia a mediados de 2006.

Al huir queríamos darle la oportunidad a nuestro hijo de elegir dónde quería vivir. Era un momento en que Colombia pasaba por un lapso muy difícil de su historia. Tuvimos  la suerte de conquistar el sueño americano muy pronto. Es decir, pudimos conseguir trabajos muy buenos y vivir en comunidades netamente americanas, lo que nos permitió entender que, definitivamente, ese no era el sitio donde estaba nuestro corazón. En 2003 comenzamos a acariciar la idea de volver a Colombia, razón por la que comencé un programa de MBA ejecutivo en UCLA, en Los Angeles. En 2005 mi esposa y yo asistimos a un concierto de Juanes en Los Ángeles y yo lloré de tristeza y nostalgia profunda todo el concierto.

Ella me dijo: “Yo te prometo que te llevo a vivir a Colombia de nuevo”. En diciembre de ese año vinimos al país. Mi esposa se quedó con los niños y comenzó a trabajar. Yo volví a Los Ángeles a seguir trabajando y estudiando, y venía un fin de semana al mes. Al cabo de unos meses, en 2006, los planetas coincidieron y comencé a trabajar en Susalud, hoy EPS Sura en calidad de gerente de Salud.

El conflicto armado colombiano 

La obra, desde mi regreso al país, comienza a enfocarse tempranamente en el conflicto armado colombiano, quizás como una forma de recuperar el tiempo perdido y desplazado fuera de Colombia. Me genera gran impacto una exposición del Museo de Antioquia sobre la violencia en el país, las víctimas y los desplazados. Allí me impresionan las imágenes captadas por el lente de Jesús Abad Colorado y me digo: “Quiero conocer a esta persona que ha captado imágenes tan dolorosas de las vidas rotas de tantas personas en Colombia”.

Muy pronto, en una exposición en Sura donde hay unas fotos de Jesús Abad, pregunto por él y me le presento. A partir de ese momento comienza una amistad profunda con “mi hermanito mayor”. Coincidimos en la forma de ver el futuro y el país. Le pido permiso para utilizar una imagen suya, con la que, a partir de un sello hecho en una tipografía  comienzo a representar a los violentos en Colombia, sin importar de qué lado están: derecha, izquierda, centro, Estado, grupos ilegales, entre otros.

En el cielo, milagrosamente suspendido en el aire, el Divino Niño levanta los brazos e irriga diminutas flores que caen creciendo, hasta convertirse en nubes, cuyo centro es el emblemático edificio Coltejer del centro de Medellín.

Abajo, en una selva roja, los violentos, sean quienes sean, de izquierda, de derecha, del centro, amenazantes, envueltos en llamas, pareciera que están vigilando montañas de coca en la base del cuadro. Del corazón de cada violento emergen filosas puntillas y, en el fondo de cada corazón, un espejito donde el observador se puede ver reflejado y reflexionar cuál ha sido su papel en esta guerra fratricida y absurda. Entre los violentos, una pequeña imagen verde: el chupacabras (cuando hacía esta obra le pedí a mi hijo de siete años que dibujara en una hoja algo bien miedoso. Pablo pintó el chupacabras, que yo reproduzco a escala). En el medio están los helicópteros del ejército que vienen a la guerra, volando sobre las montañas de Colombia.

La obra se refiere a la esperanza de salir de la guerra, de vivir como un Dios inocente quisiera que los seres humanos y los colombianos viviéramos. En 2010 descubro mi cuaderno de kínder, hecho en 1973, en cuya pasta orgullosamente dice: “Mi primer libro” y aparece un dibujo de unos camioncitos amarillos, azules y rojos.

Esta obra es la ampliación de una plana del cuaderno de kínder cuando tenía cinco años. Igual que en cuaderno, en el cuadro sobresalen unos pequeños camiones amarillos, azules y rojos trazados geométricamente sobre la cuadrícula. A diferencia de la tarea escolar, en esta obra los violentos sobresalen con rojo, amenazantes y dispersos haciendo presencia por todo el cuadro. La obra hace referencia a la omnipresencia de la violencia en Colombia y a la erosión de la inocencia en los niños al chocar con la realidad.

Junto al cuaderno de kínder encuentro en el baúl de los recuerdos la cámara de Fisher Price que tenía a los cinco años. Allí veo las imágenes a las que me refería al comienzo de este escrito. Comienza la serie: Yo pensaba que la vida era así, que da el título a la exposición.

Sobre “Yo no entiendo nada” 

Por mi papel como ejecutivo muchas veces me encuentro perplejo ante los sucesos que acontecen en el país. Termino con la sensación de que yo, definitivamente, no estoy entendiendo qué sucede o, mejor dicho, yo no entiendo nada. Mi cuñado, es autista. Un ser humano maravilloso de 42 años que contrajo una encefalitis a los seis meses por una vacuna mal atenuada. Juan es un ser humano puro e inocente que, desde hace años, hace listas y listas de gente en cuadernos y libros. Listas de gente para invitar a fiestas y paseos. Su escritura entre críptica y mamarrachuda resulta supremamente atractiva para mí y la he reproducido en esta serie.Uno de los momentos más emocionantede la inauguración, que se efectuó el 5 de septiembre, fue cuando vio la serie Yo no entiendo nada y comenzó a leer los textos, incomprensibles para todos, incluso para el mismo autor.

Mi vida en Estados Unidos y el 11 de septiembre El 11 de septiembre de 2001 es una fecha que, difícilmente, olvidará la humanidad. Ver colapsar las torres gemelas del World Trade Center marcó la historia. Para mí fue confrontar lo que parecía impensable, el cambio del orden mundial y, a decir verdad, lo que identifiqué como el fin del mundo. Comencé un cuadro con la imagen donde Dios, como el ojo que todo lo ve, presente en el anverso de los billetes de un dólar, llora, dolor y miedo desde la parte superior y rodea a un gran Mickey Mouse que representa a los Estados Unidos y al viejo orden mundial envuelto en llamas y que reposa en pequeñas trampas para ratones que se presentan armadas y listas para detonar.

En la parte inferior se lee, en un código de colores God Bless America y en la parte superior, debajo de Dios, en una cinta, llevada por dos palomas blancas. Yo estaba totalmente convencido de que no alcanzaría a terminar el cuadro antes del Apocalipsis, infundido desde pequeño por la Iglesia y por mi padre con sus profecías de Nostradamus. El cuadro estuvo listo en una semana, permitiéndome pensar: “Si logré terminar este cuadro, el mundo ya no se acabó”.

Al desaparecer la inocencia es reemplazada por el dolor, que se expresa por medio de lágrimas, alfileres y clavos. Lágrimas que lloran desde el cielo, desde Dios y caen a la Tierra donde los hombres hacemos lo impensado y, de alguna manera, nos liberan, nos lavan, nos purifican… Como lo hemos aprendido en nuestra tradición judeocristiana. El dolor sale de adentro de las víctimas, o entra rompiendo la carne de quienes lo sufren. El dolor es la antípoda de la inocencia, habita al otro lado de esta. Si la inocencia se acaba, la vida termina. El compromiso con la vida es trabajar todos los días para preservar la inocencia. 
Todo nace del corazón…​

Última modificación: 27/02/2017 12:44