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El Eafitense / Edición 110 El lugar de los muertos - El Eafitense

El lugar de los muertos

Los cementerios de los barrios cuentan una historia de ciudad que se ha ido desplazando a los camposantos de moda. Medellín tiene varios de estos espacios en Belén, La América, El Poblado y Castilla. Esta es una crónica que recoge recuerdos y plantea muchas preguntas.​

Fotos: Róbinson Henao​ / Cementario de Belén
​Sara Ruiz Montoya
Estudiante del pregrado en Comunicación Social de EAFIT

En tiempos de soledad y angustia, agotada, doña Rosalba solía invocar al ánima de su abuela Francisca para que la despertara temprano al día siguiente. “Mija, mija: levántese que ya están dando el avemaría”. Un susurro ancestral levantaba a Rosalba de la cama. En la iglesia del pueblo ya sonaban las primeras campanadas que convocan a misa de seis. 

Gracias a Peralta –el de Carrasquilla–, que le quitó todas las almas al diablo, los antioqueños han podido disponer de ellas. Se decoran sus tumbas, se les dedican novenas, limosnas y misas a cambio de su compañía durante el camino que se teme terminar. Dios Padre hizo bien al condenarlas eternamente a vagar por la Tierra. 

Por fortuna, los muertos de la Villa de la Candelaria, desde que empezaron a enterrarse en las iglesias coloniales del siglo XVIII, han servido solo para conceder favores. Hoy en día, los espacios de tierra y cemento donde yacen sus cuerpos, huesos y cenizas son lugares donde solo se puede temer a los vivos. 

Eso dice Pacho, el sepulturero que lleva casi 26 años al servicio de los difuntos que, por obligación, debe enterrar el municipio. El cementerio Universal ocupa 55 mil metros cuadrados de jardines, fosas y bóvedas que resguardan desde 1933 restos de pobres, viejos, niños, brujas, suicidas, habitantes de calle, adultos mayores abandonados, cuerpos no identificados y víctimas del conflicto armado. 

Ese, el primer camposanto laico de Medellín, fue construido en la finca Rancholargo, en las afueras de la Villa de la Candelaria, comprado por 1200 pesos y diseñado por Pedro Nel Gómez. 

Pasado menos de un siglo, la obra que planeó el maestro sepultaría los restos que abrazó el cementerio de los pobres, San Lorenzo, donde por muchos años se sepultó a quien no tuvo recursos para descansar en una capilla ni en los panteones del hoy museo que, 20 años después, construirían las élites de la ciudad. 

A diferencia del cementerio de San Benito, el primero que hubo en Medellín ‒que hoy sería vecino del Museo de Antioquia y del que no queda rastro‒ San Lorenzo y San Pedro sí se han conservado, cada uno a su manera, como relato de ciudad.​

En 1994 se enterró el último cadáver en San Lorenzo. Dos horas después llegó un comunicado de la Curia que ordenaba suspender sus actividades funerarias.​

​Hoy, ambas necrópolis, una vacía y otra poblada de patricios, una habitada por fantasmas y otra rebosante de historia nacional, son bienes proclamados culturales que mantienen ardiente la tendencia paisa de inmortalizar a los prósperos y desvanecer a quienes no alcanzaron a huir del perpetuo nombre nadie

cementerios2.jpgCementerio parroquial de La América

El lugar donde se sepultaron los invisibles, a pesar de su título de patrimonio, no ha recibido apropiación ciudadana. San Lorenzo es un terreno que guarda todo tipo de rastros populares. Los últimos son del final de la década de los 70 y de los años 80, de las bandas de Niquitao y las hechiceras de la calle del Sapo que lo utilizaron para diferentes actividades, muchas de estas ilícitas. 


En 1994 se enterró el último cadáver en San Lorenzo. Dos horas después llegó un comunicado de la Curia que ordenaba suspender sus actividades funerarias. Con esto se procuró eliminar, de una vez, las costumbres de los personajes vecinos, y de los ocupantes de inquilinatos de la zona que, dada la estrechez de sus residencias, iban a bañarse y a lavarse los dientes al cementerio. 

Hoy en día, San Lorenzo está vigilado las 24 horas para evitar que habitantes de la calle y borrachos ocupen el lugar de los que en este descansaron por más de un siglo. 

Con el cementerio de San Lorenzo, y luego con el Universal, en Medellín el culto católico empezó a rodearse –a pesar de su resistencia– de otras prácticas que no llevaban consigo cristos ni calaveras ni vírgenes ni ángeles ni coronas fúnebres. 

Lo que no sirve, se quema 

Ya entrado el siglo XX, fundados en Medellín el cementerio Universal, el de El Poblado, el de La América y el de Belén, la costumbre de inhumar para que la tierra lleve al difunto hasta su último destino se fue transformando en el culto al olvido, en la reducción de lo inerte a cenizas, tras la llegada del primer horno crematorio al cementerio de San Pedro, en 1980. 

En la actualidad, hay alrededor de 14 hornos crematorios en Medellín. La cremación es, según el historiador Juan Fernando Hernández, un método carente de símbolos que tiene que ver con el miedo a la muerte y con la intención de ocultarla, pues el discurso del fin de la vida, dice, ha causado terror en Occidente. 

“Por eso es que hoy en día un ritual funerario consiste en un ataúd rodeado de cuatro mujeres serias y muy majas que no presentan ninguna emoción”, dice. Ellas conducen el féretro al horno que convertirá carne y huesos en un polvillo que cabe en un cajón. 

Así, más del 70 por ciento de las personas son cremadas, según datos de la gerencia de Campos de Paz, empresa que administra, a su vez, los cementerios arquidiocesanos de La América, La Candelaria (contiguo al Universal) y Belén. 

Esos tres recintos fúnebres, además del blanco y el azul de sus muros y monumentos, tienen en común un montón de bóvedas vacías. El cementerio de La Candelaria, el único con servicio de cremación en sus instalaciones, quema más o menos 200 cadáveres al mes que son depositados luego en ese o en alguno de sus camposantos hermanos. 

cementerio3.jpgCementerio Universal

​Por eso es que el cementerio parroquial o el de La Candelaria es el que tiene más movimiento entre sus análogos, pero las baldosas quebradas y las lápidas curtidas por la luz que entra a medias a los pabellones, hablan de un vecindario donde cada día más arrendatarios se mudan a osarios mínimos o a fosas comunes. 


Bultos redondos como el del Ángel del Silencio, María Auxiliadora y Cristo Resucitado son también figuras en común en los cementerios de la funeraria El Tabor-La Candelaria. En Belén, una imagen antropomórfica que se alarga y se eleva resucitada parece llorar un par de manchas negras; en La América, una virgen lleva una rosa artificial en su mano derecha, y en su brazo izquierdo carga, sin gracia, a su hijo decapitado. 

Gregorio Henríquez, tanatoantropólogo, dice que el auge de la cremación se da por la cultura en la que lo importante es producir, donde los enfermos, los viejos y los muertos estorban. ¿Para qué guardar un cadáver en una bóveda o en unos metros de tierra alquilados para, cuatro años después, exhumarlo y transportar sus restos a un osario? Todo este ritual, que puede ser sustituido por un paquete funerario de dos días, se ha convertido en cantidades innecesarias de dinero, tiempo y dolor. 

Así es como la cremación va en contravía de los rituales de despedida que, como herencia del culto católico, fueron tradición por siglos. ¿Por eso tantos santos sin cabeza en las necrópolis?​ 

Mi muerto está vivo 

“Un cementerio es como una unidad cerrada”, explica Carlos Darío Ospina, gerente de Campos de Paz. “El terreno es nuestro, pero las bóvedas y osarios son de la gente”. 

Los camposantos en Medellín son como urbanizaciones de casas y apartamentos. Pacho tiene en el cementerio Universal pabellones de huéspedes militares, policías, pensionados, niños, víctimas, NN y desterrados del San Lorenzo. Todos separados por categorías, todos conviviendo en un territorio de memoria. 

Sin embargo, también existen vecinos escandalosos. El sicario del cartel de Medellín Tyson tuvo encendido al pie de su sepulcro, durante varios meses, un equipo de sonido con salsa y música cristiana las 24 horas, hasta que el precio de las facturas del servicio de luz en San Pedro concedió descanso a los colindantes del mausoleo Muñoz Mosquera. En casos como este, no solo se procura memorar al ser amado, sino intentar darle vida a su silencio. 

Otro elemento común en cementerios como La América, La Candelaria y Belén son las lápidas decoradas como lienzos kitsch que reflejan la estética del pueblo y la cultura popular que alegra la casa del muerto.​

En la actualidad, hay alrededor de 14 hornos crematorios en Medellín. La cremación es, según el historiador Juan Fernando Hernández, un método carente de símbolos que tiene que ver con el miedo a la muerte y con la intención de ocultarla.​

Querubines de cerámica, flores de tela y plástico, fotomontajes del difunto en el cielo junto a la Virgen del Carmen, láminas de santos, peluches, recortes de revistas, credenciales, cartas, muñecas y juguetes decoran y hasta recubren las puertas de las casitas de huesos. 

Esto, contrastado con las estructuras desgastadas y mohosas, fundamenta, pues, una paradoja de iconografía descuidada: una cosa es el mantenimiento del cementerio y otra el cuidado de mi ser querido, de mi muerto. 

En La Candelaria, por ejemplo, se han sorprendido por ahí a visitantes inquietos que roban los adornos de las lápidas vecinas para decorar a su muerto, transgrediendo esa ley castiza de respetar y dejar descansar a los que partieron al más allá. 

Pacho, en el Universal, ha descubierto mujeres que llegan de a dos a recorrer el cementerio y terminan por esconder en bóvedas o en tierra ajena bolsas negras llenas de alfileres, huevos, pelos, limones, fotos y muñecos enlazados con cintas púrpura. Él espera que se vayan para remover el material de hechicería y quemarlo con gasolina. 

A pesar del hermetismo exequial, en cementerios barriales como el de la parroquia San José de El Poblado, no es complicado descifrar quiénes obran según la misericordia bíblica que consiste en sepultar a los muertos: personas de estrato medio-bajo. En cambio, los muertos “ricos” llegan aún rozagantes a jardines como Campos de Paz para velarse y cremarse. 

Hábitos de vivos y muertos 

La historia de los barrios de Medellín se ha construido cual juego del gato y el ratón. La de los cementerios, también. Si bien la élite de Medellín se asentó en un principio en poblados como San Benito y Prado, con los años y con la multiplicación de moscas de todos los colores se fueron mudando hacia Laureles. 

Una vez allí, el tiempo siguió pasando y la reducción del tamaño de sus familias los obligó a dejar sus casonas parisinas y ocupar apartamentos en El Poblado. Hoy en día, el ruido y la mezcla de clases sociales hicieron volver a emigrar a los ricos hacia fincas como Rancholargo, pero en el Oriente antioqueño.

“Un cementerio es como una unidad cerrada”, explica Carlos Darío Ospina, gerente de Campos de Paz. “El terreno es nuestro, pero las bóvedas y osarios son de la gente”.​

Ahora, en Prado Centro, San Benito y Lovaina pululan inquilinatos de mala muerte; en el suroccidente las mansiones del siglo XIX se sustituyen por tiendas, panaderías y edificios; y en El Poblado ya se van confundiendo las zonas de estratos 6 y 1. 

En los cementerios de Medellín se cumple el mismo ciclo: expansión, invasión, cambios de prácticas, imitación. 

Gregorio dice que los rituales fúnebres, como la cremación, los imponen los ricos porque sus cementerios se ven invadidos y saturados de la clase social con la que no quieren revolverse. Por eso los patricios fundaron San Pedro, luego los señores importantes trajeron el horno crematorio, y en este tiempo los acomodados modernos depositan las cenizas de los suyos en riachuelos o bajo semillas de guayacán. 

Mientras tanto, el pabellón que envuelve el jardín de las leyendas paisas en San Pedro se sigue llenando de flores y “pueblo”, y los cenizarios de la Funeraria El Tabor-La Candelaria aumentan mientras que sus bóvedas se van vaciando, como por arte de magia, frente a los ojos de los sepultureros que, como Pacho, son testigos de que todas las almas abandonan su cuerpo. 

Queda la memoria colectiva 

En el cementerio Universal, cuenta la administración, el municipio y el Ministerio del Interior invertirán 1500 millones de pesos para obras de infraestructura, como la construcción del Mausoleo de la Memoria, con 150 osarios para restos de víctimas del conflicto, y un plan de búsqueda en La Escombrera (comuna 13 de Medellín). 

Sin embargo, con la memoria surge la apropiación. Eso dice Amalia Londoño Duque, secretaria de Cultura Ciudadana de Medellín. “La gente no se interesa por las historias, por eso hay que hablar de memoria. Una reconstrucción de memoria puede hacerse apropiadamente en un cementerio”. 

El recuerdo de la Operación Mariscal, la primera ofensiva militar en la comuna 13, abrió paso al proyecto comunitario que dio vida a la fachada del cementerio de La América, por iniciativa de los colectivos Morada y Agroarte. 

Así, jardines verticales, retratos en grafiti y nombres de víctimas de la violencia colombiana decoran hoy el lugar donde se custodian seres inocentes que vieron crecer las calles de San Javier. También, el Universal programa recorridos guiados por el mismo administrador, en constante búsqueda de dignificación y del título de bien de interés cultural ciudadano y nacional. 

Para que un lugar sea declarado patrimonio histórico necesita tradición, antigüedad, contexto histórico, calidad de las obras y elementos que reflejen la cultura de la ciudad. 

A ver cuando se encuentra algo más antiguo que las ánimas, más folclórico que los cultos y las costumbres, más calidoso que los sepultureros, y más histórico que las brechas sociales muertas y vivas de Medellín. ​​ ​
Última modificación: 28/02/2017 0:53