Retratar a alguien no es solo realizar un ejercicio de imita - ción y reflejo. Según Absalón Avellaneda, quien dibuja no se limita a reproducir bidimensionalmente sobre una superficie un elemento tridimensional, sino, sobre todo, está ejerciendo una actividad poética. Dejando que el lenguaje de la línea se enfrente consigo mismo.
Poesía en los dibujos
Retratar a alguien no es solo realizar un ejercicio de imitación y reflejo. Según Absalón Avellaneda, quien dibuja no se limita a reproducir bidimensionalmente sobre una superficie un elemento tridimensional, sino, sobre todo, está ejerciendo una actividad poética. Dejando que el lenguaje de la línea se enfrente consigo mismo. Creando un pensamiento visual que no existía antes de la acción del di bujante. Sin duda, hay un tratamiento plenamente poético en estos dibujos. Este se puede evidenciar al compararlos con las imágenes digitales que los inspiraron. Jaramillo, quien tiene una formación clásica y una declaración definitivamente estética en su obra, acude, sin embargo, a la bodega de imágenes de internet como fuente para sus personajes. Así, trabaja, no sobre los cuerpos reales de estos personajes, sino sobre su huella digital, el rastro que han dejado en la red. Así, podemos reconocer perfectamente allí algunos iconos mediáticos: el mohín de Louis Armstrong, las barbas de Cortázar, las plumas de Billie Holiday. En otras ocasiones, en lugar de elegir la imagen más establecida, se decide por alguna menos conocida como la del rostro espiritualizado de Borges. A veces, también, un retrato parece surgir de varias imágenes que el artista condensa para producir una nueva versión.
Pero siempre hay una complejidad inédita en su versión, ausente en la fuente que los inspiró. Y es esta la que llevará a la médula de la propuesta de Jaramillo. Algunas de estas imágenes, como la de Wagner, por ejemplo, han recorrido un círculo. Originalmente fueron grabados, es decir, imágenes únicas, consideradas obras de arte, con aura en términos estéticos. Sin embargo, en la actualidad, han sido escaneadas, digitalizadas, reproducidas mecánica e industrialmente, hasta que, finalmente, se han sumergido en el basurero indiscriminado de imágenes de baja definición de internet. De allí las extrae Jaramillo, para añadirles un grado inédito de conciencia. Las disecciona, analiza y recrea, devolviéndolas a su estado primigenio de imagen única. Su sitio vuelve a ser el espacio expositivo sacralizador. Cuando se trata de imágenes que ha tomado de la prensa, que aquí son la mayoría, les está dando este estatuto de obra artística, original y única, por primera vez. Y así lo que allí era ruido, color, instante, azar, en sus manos se convierte en el claroscuro atemporal y esencial de un personaje. Es una nueva imagen la que él añade a estas, ya de por sí exuberantes leyendas visuales. Una imagen sólida frente aquella cadena líquida e indiscriminada de la que bebe. Por esta transmutación, los diversos personajes adquieren ese aire de familiaridad que los hace hermanos a pesar de sus diferencias de orígenes, género, épocas, etcétera.
Ve otras cosas
Es que su aporte no es solo representar con técnicas hiperrealistas estos rostros, con un grado de detalle que había perdido la imagen digital, sino, sobre todo, la manera cómo logra captar la expresión, la individualidad, el carácter que no estaban siempre en la versión original. Porque él ve allí otras cosas, otros matices, otras luchas entre el cuerpo y el espíritu, entre la carne y la psicología, entre las facciones físicas y los pliegues interiores. Es como si en todas estas imágenes se preguntara: ¿cómo se escribe una vida en un rostro? Y en cada una de sus infinitesimales líneas que vale la pena mirar con lupa, se presentara una yuxtaposición de capas geológicas: los momentos de una vida, las transformaciones de un rostro, los cambios incesantes de una identidad. Y la construcción de un personaje.
El gesto en las esculturas se hace mueca. La expresión, alegoría. Es su comentario a la actualidad colombiana. Un escenario de alienación, donde solo algunos excepcionales personajes como Héctor Abad Gómez, María Teresa Uribe y Carlos Gaviria pueden exhibir todavía un rostro en una tierra de anomia e inconsciencia. Son sus “respetables”.
Porque aquí hay teatro. Una representación actoral bajo la luz dramática de este oscuro cubo escénico. La historia como una pieza donde estos individuos retratados han jugado un papel fundamental: el libertario, la iconoclasta, el fogoso, el espiritual, la vencida, el valiente, la lúcida, el respetable… Pero cada uno de estos rostros también es un tinglado donde actúan ojos, brillos, bocas, arrugas, comisuras para hablar de asuntos más allá de su materialidad. En las otras salas, en cambio, están sus esculturas de calaveras. Sin la piel, los matices, las sutilezas de la expresión, que son la savia vital de los dibujos. Dice Walter Benjamin: “Habla incomparable de la calavera: ella une la ausencia total de expresión (el negro de las órbitas) a la expresión más salvaje (la mueca de la dentadura)”. El gesto en las esculturas se hace mueca. La expresión, alegoría. Es su comentario a la actualidad colombiana. Un escenario de alienación, donde solo algunos excepcionales personajes como Héctor Abad Gómez, María Teresa Uribe y Carlos Gaviria pueden exhibir todavía un rostro en una tierra de anomia e inconsciencia. Son sus “respetables”.
El día de la inauguración de la exposición, Jaramillo, también vestido de negro, se pasea entre sus retratos y esculturas con la mirada encendida. Se quita las gafas para examinar de nuevo la trama oscura del lado izquierdo del rostro de Beethoven “su carácter era negro, tempestuoso”, acota. Vuelve y mira a Thelonious Monk y menciona la alegría salvaje del be-bop que alivió la tragedia de la guerra. Repasa las líneas de dolor del rostro desencajado de Chet Baker, ese hermoso modelo de revistas, ahora encogido y arrugado: “sufrió demasiado” hasta que se tiró por una ventana. Jaramillo se sabe de memoria todos los ataques y silencios de su trompeta.
Se detiene luego en los ojos hundidos de Camile Claudel, en ese pelo desobediente como su vida. También se fija en el sombrero que le inventó a la compositora María Schlinder, porque no soportaba los exagerados arreglos florales que usaba sobre su cabeza. Licencias que puede darse quien reescribe (o re-dibuja la historia). En la sala de esculturas vuelve y se asombra frente a unas manos: “Me quedaron dulcecitas”, dice. Un poco de dulzor para unos tiempos rudos, donde todo lo demás grita. Es su visión de la vida, de la historia, de su tiempo. Más que rostros, imágenes, modelos, lo que ha traído a la sala durante estos meses es ese intangible que es una vida humana. Sobre todo, las heroicas y morales. Las que le interesan.
El artista
Nació en Medellín en 1948. En 1975 se graduó de sociólogo en la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín. Entre 1983 y 1985 realizó estudios de escultura y fundición de bronce en el proceso de cera perdida en San Francisco (Estados Unidos). Los continuaría, posteriormente, en Nueva York, en el período 1988- 1990 y, más tarde, entre 2004-2006, estudió la misma técnica en la Fonderia Bataglia en Milán (Italia). Su obra se encuentra en colecciones privadas de Medellín, Cali, Bogotá, Caracas, San Francisco, Roma y Milán.