Fernán González González
Investigador del Cinep
Recuerdo, como si fuera ayer, el momento en que conocí, cara a cara, a María Teresa, de la que había tenido referencias y algunos de cuyos trabajos sobre la formación social de Antioquia había leído con interés, algunos de estos realizados en colaboración con alguien que sería luego otro gran amigo, Jesús María Álvarez, en los que buscaba respuesta a mi curiosidad sobre el poblamiento y la organización social del departamento durante los siglos XVIII y XIX, que contrastaban bastante con lo que yo creía saber sobre otras regiones del país.
Yo estaba participando en un encuentro entre sociólogos y juristas de la Universidad de Antioquia, con ocasión del centenario de la Constitución de 1886. En ese encuentro, tuve la oportunidad de conversar con Doris Wise de Gouzy, quien, en aquella época, estaba preparando su antología sobre el pensamiento de Mariano Ospina Rodríguez y sus relaciones con los jesuitas. En esa conversación, no recuerdo muy bien por qué, salió a colación el nombre de María Teresa Uribe y nos quedó muy claro, a Doris y a mí, que María Teresa y yo debíamos conocernos. Fue así como Doris me condujo a la oficina de María Teresa, donde intercambiamos ideas sobre lo que cada uno de nosotros estaba haciendo.
Pero nunca imaginé la trascendencia que ese encuentro tendría para mi vida personal e intelectual, pues sería el inicio de un fecundo intercambio de ideas y opiniones sobre temas de gran importancia para el momento que vive hoy el país, cuando se enfrenta a los retos de cómo recuperar la verdad de lo acontecido durante el conflicto armado como base de la reconciliación y de la construcción de una paz duradera que garantice la no repetición y la reparación de las víctimas.
Mis primeros contactos con María Teresa Uribe tuvieron que ver con su conocimiento sobre la heterogeneidad interna de Antioquia, que es normalmente poco considerada por fuera de la región. Así, lo primero que me llamó la atención fueron sus análisis sobre las relaciones internas de las subregiones de Antioquia y de esas subregiones con el centro del país, lo mismo que sobre la expansión de las colonizaciones antioqueñas hacia el Cauca y el Tolima en el siglo XIX y sobre las sabanas del Bolívar Grande en el siglo XX, en especial acerca del caso de Córdoba. Todo ello lo mirábamos en relación con la violencia actual, a propósito de nuestros trabajos de apoyo a la Consejería Presidencial para los problemas de violencia en Medellín, que, para ese entonces, estaba en manos de María Emma Mejía.
Para eso, María Teresa ponía de manifiesto los problemas internos del modelo de la “antioqueñidad”. Este proyecto, “tan integrado, tan orgánico y cohesionado” se basaba en la exclusión de buena parte de los pobladores de la región, que eran vistos como extraños en su propio territorio; las etnias y clases subordinadas tenían que irse “blanqueando” y asimilándose al ethos de las élites, del mismo modo que debieron asumir los intereses de las subregiones donde ellas se originaban, expresaba María Teresa Uribe en su texto La territorialidad de los conflictos y de la violencia en Antioquia. Los “otros” eran sistemáticamente excluidos o criminalizados, mientras que las subregiones que no estaban plenamente articuladas a la sociedad mayor y donde la presencia del Estado regional era escasa constituían otra Antioquia, desconocida, silenciada e invisible, que solo empezó a ser tenida en cuenta cuando estallaron fenómenos violentos en su interior.
La preocupación por la dimensión territorial de los problemas antioqueños aparecía también en sus análisis sobre la dimensión territorial del conflicto nacional, con su caracterización de algunas zonas conflictivas como “territorialidades bélicas” donde, según las palabras de la propia María Teresa, la soberanía permanecía en vilo.
Esta preocupación por la dimensión territorial de los problemas antioqueños aparecía también en sus análisis sobre la dimensión territorial del conflicto nacional, con su caracterización de algunas zonas conflictivas como “territorialidades bélicas” donde, según las palabras de la propia María Teresa, la soberanía permanecía en vilo, en disputa permanente. Esta categoría, recogidas en su libro Nación, ciudadano y soberano, se convertirían en una pieza fundamental de nuestra argumentación sobre la presencia diferenciada del Estado en el espacio y el tiempo, cuando estábamos redactando con Íngrid Bolívar y Teófilo Vásquez los informes finales de investigación sobre los aspectos territoriales de la violencia política, ya que ella mostraba cómo coexistían regiones relativamente pacíficas con regiones particularmente violentas, caracterizadas por el animus belli, o sea “el mantenimiento de la hostilidad como horizonte abierto para dirimir las tensiones y los conflictos del mundo social y la violencia como estrategia para la solución de la vida en común”, anotaba María Teresa en La territorialidad de los conflictos y de la violencia en Antioquia.
Estas referencias al animus belli de las territorialidades bélicas me lleva a recordar otro de los temas comunes de conversación con ella: la dimensión política de las guerras civiles y sus motivaciones, un tema muy descuidado hasta hace poco en la historiografía tradicional pero ahora, en parte gracias a la labor de María Teresa y su grupo, ha empezado a ser considerado esencial para la comprensión de nuestra historia política. En este sentido, tengo que agradecer la oportunidad que me brindaron María Teresa Uribe, Liliana López Lopera y sus colaboradores, de evaluar los borradores de la investigación que sirvió como base para la publicación del libro Las Palabras de la Guerra, que también tuve el privilegio de presentar públicamente en EAFIT, gracias a la invitación del rector Juan Luis Mejía Arango.
Uribe recoge la necesidad pedagógica y ética, señalada también por Ricoeur, de que el esclarecimiento histórico se ocupe también de los actores de una tercera zona, compuesta por todos los ciudadanos, organizados o no, que permanecieron pasivos frente a los hechos.
El principal aporte de esta obra es el acercamiento a la dimensión discursiva de las guerras: el análisis de la manera como eran narradas y justificadas por sus protagonistas y comentaristas las muestra como acciones políticas que buscaban convencer y movilizar a la población por medio tanto de la intención retórica y, a veces casi poética, como la argumentación racional. Así, los relatos contrapuestos de héroes y villanos buscaban generar simpatía, miedo o rechazo, al tiempo que el estudio del contexto histórico en que se producían, el llamado clima prebélico, les permite acercarse a la construcción del casus belli, pero también a las consecuencias políticas de la guerra, como su impacto en la formación de los partidos Liberal y Conservador.
Acercamiento a las guerras civiles
El acercamiento a los imaginarios contrapuestos de los partidos, reflejados en la construcción de sus respectivos panteones de héroes y antihéroes, nos acercan a la construcción del casus belli por medio del análisis del contexto político, cultural y social previo a la contienda. Aquí sus análisis coinciden nuevamente con otro de mis temas de interés investigativo: la relación de las guerras civiles con la formación de los partidos políticos, el origen de las adscripciones políticas de la población y sus consecuencias para el proceso de la formación del Estado y la Nación colombiana. Es de destacar, por ejemplo, la manera como ellas contraponen las figuras de José María Obando, como villano o héroe trágico, con la de Mariano Ospina Rodríguez como el villano, Gran Tartufo, de donde se desprenden dos narraciones paradigmáticas de la Guerra de los Supremos, que marcaría las adscripciones a los incipientes partidos de la primera mitad del siglo XIX.
Este acercamiento, altamente sofisticado, benefició enormemente mis aproximaciones a la Guerra de los Supremos y, en general, a mis análisis sobre el sentido político de las guerras civiles, lo mismo que el análisis de las metáforas usadas para la movilización conservadora previa a la guerra de 1851, como la de los “puñales del siete de marzo y la de los zurriagos del actual Valle del Cauca”, cuyo tono complotista y lenguaje conspirativo, tanto de un lado como del otro, reflejan la polarización política de los autores estudiados por María Teresa y Liliana López, cuyos relatos son cada uno la negación absoluta del otro en una relación especular. Sin embargo, la ineficacia política de esos discursos en la fracasada movilización conservadora en la guerra de 1851, que careció de suficiente respaldo tanto por parte de las masas populares como de los caudillos con respaldo militar, obliga a complementar el análisis de los discursos y las metáforas a favor de la guerra con la consideración concreta de los grupos locales, regionales y nacionales de poder con capacidad de reclutar seguidores armados y expresar las tensiones sociales y políticas que se expresaban en esas justificaciones.
Esa combinación permitiría reforzar una idea clave de los análisis de María Teresa sobre las guerras civiles como la yuxtaposición de conflictos regionales de diferente índole y alcance, que responden a diversidad de motivaciones según las tensiones que se viven en cada región, pero que se van ligando entre sí por medio de las redes de poder de los caudillos que terminan confederándose bajo las banderas de los partidos tradicionales. En ese sentido, las luchas entre Obando y Mosquera por la hegemonía local y regional del Cauca en la Guerra de los Supremos recogen tanto enfrentamientos personales y familiares como conflictos étnicos y sociales de la región, al tiempo que adscripción a la oposición de los santanderistas al gobierno del presidente Márquez en el ámbito nacional.
Algo semejante aparece en las relecturas que María Teresa y Liliana López ofrecen sobre las revoluciones de Melo en 1854 y de Mosquera en 1859-1862. Así, María Teresa, junto con Liliana López, rompen con la lectura dominante sobre la revolución de Melo para enmarcar a este personaje en el contexto de la lucha por la inclusión de los sectores subalternos en la vida política, que refleja el conflicto entre dos modelos de orden político: un orden constitucional, defendido por los grupos dominantes, y un orden societal impulsado por la dictadura plebiscitaria de Melo, que convocaba a una convención amplia de excluidos. Y en la guerra civil de 1862 y 1863, única revolución triunfante en nuestra historia, las autoras en el libro La guerra por las soberanías, van más allá del análisis de las rivalidades personales y políticas del general Mosquera con el presidente Ospina Rodríguez, para la guerra civil en el contexto de las disputas por la definición y el alcance de la soberanía nacional frente a los poderes regionales y locales previamente existentes, que reflejan un problema que el país no ha terminado de resolver del todo.
Obviamente, la mayor parte de mis conversaciones con María Teresa se centran en las obras de carácter más histórico, escritas en colaboración con Jesús María Álvarez y Liliana López, que conozco mejor, por mi sesgo natural de historiador político (o mejor como sociólogo de la historia política, como algunos prefieren calificarme). Sin embargo, pude compartir también otras áreas de la experticia de ella como maestra. Así, cuando participábamos en el Grupo de Memoria Histórica, dirigido por Gonzalo Sánchez, labor que tuvo que interrumpir por sus problemas de salud, tuvimos la oportunidad de conversar de nuevo sobre las relaciones entre memoria e historia.
En algún escrito de esos años, ella insistía en la necesidad de ir más allá de la verdad judicial, concepto que retoma de Carlo Ginzburg, para señalar cómo el historiador intentaba ir más allá de los testimonios explícitos de los testigos frente a fiscales y jueces externos, para interesarse en los silencios de los testigos, intencionales o no, y en su entorno, para intentar recrear los contextos sociales, económicos y políticos y establecer las cadenas de los hechos, sus patrones y modelos, su lógica interna, su intencionalidad, sus tendencias, continuidades y rupturas. Esto permite, según ella, buscar “el esclarecimiento de responsabilidades históricas y políticas” de los actores colectivos y no solo la condena de los individuos culpables. A diferencia de la verdad judicial, donde los factores subjetivos, estructurales y coyunturales son considerados como marginales y circunstanciales que pueden ser atenuantes o agravantes, el historiador se siente más atraído por los contextos que por los hechos aislados.
Todos hemos aprendido de su capacidad de servicio, de su dedicación a la investigación y de su apertura para compartir todo lo que sabe y todo lo que es.
La puesta en contexto histórico de los hechos narrados obliga a ir más allá de los individuos perversos para buscar analizar las interpretaciones colectivas de las acciones de los grupos sociales que pudieron haber tenido que ver con los crímenes. Son los que denomina Paul Ricoeur “agentes de la segunda zona”, cuyas acciones no estuvieron directamente asociadas con las conductas violentas, pero que contribuyeron a ellas con su financiación, encubrimiento, señalamiento de víctimas potenciales o se beneficiaron de ellas.
Finalmente, Uribe recoge la necesidad pedagógica y ética, señalada también por Ricoeur, de que el esclarecimiento histórico se ocupe también de los actores de una tercera zona, compuesta por todos los ciudadanos, organizados o no, que permanecieron pasivos frente a los hechos, plegándose por miedo o complacencia, al orden autoritario de los criminales.
Ella insistía en que no se trata de establecer por decreto verdades únicas de carácter oficial sino de buscar narraciones polifónicas y plurales, que rompan las conjuras del silencio sobre las víctimas para contribuir a la definición de responsabilidades históricas y políticas de orden colectivo, para que los ciudadanos comunes puedan convertir “la memoria en un instrumento de acción política para el logro de una paz sostenible”.
Quiero finalizar estos recuerdos con un agradecimiento a los promotores de esta publicación, quienes me han permitido el privilegio de compartir las ideas que me ha suscitado el contacto con la obra académica de María Teresa Uribe. Pero quiero añadir que su contribución a nuestras vidas no se agota en dicha obra, sino que es muchísimo más amplia, pues se extiende a una vida entera de entrega generosa al crecimiento de los que la rodean, alumnos, colegas, amigos y familiares. Todos hemos aprendido de su capacidad de servicio, de su dedicación a la investigación y de su apertura para compartir todo lo que sabe y todo lo que es. María Teresa ha sido, es y será una maestra de vida, que nos enseña tanto con la transmisión de sus conocimientos como con el ejemplo de entrega de su vida entera.