María Rocío Arango Restrepo
Docente de la Escuela de Humanidades de EAFIT
Escéptico, desparpajado, demócrata, liberal y buen conversador. Decía que reformar las universidades era como reformar cementerios, pero él supo hacerlo. Cuando llegó, a EAFIT le faltaba mucho para convertirse en una universidad. Era apenas un centro de estudios que se dedicaba a la formación de profesionales competentes y comprometidos con el desarrollo industrial y económico del país, y él supo elevarlo al rango de Universidad mediante la creación de programas y dependencias dedicadas a las artes, las humanidades y a las ciencias.
“Juan Felipe marcó una época transcendental para la Universidad, pues, aunque se formó como ingeniero y matemático, le inyectó esa vocación humanística que aún perdura", dijo Juan Luis Mejía del legado de su antecesor en EAFIT. En la imagen aparece el exrector (derecha) con el director de cine Víctor Gaviria.
Foto: Róbinson Henao
Los consejos comenzaban siempre media hora después de empezada la jornada laboral porque todos tenían el derecho de tomarse un tinto en calma antes de iniciar la discusión. Terminaban al medio día porque la sopita de la casa era mejor. Dos normas, nunca escritas, pero siempre respetadas por los asistentes, recordaban, primero, que todos tenían derecho a disentir y, segundo, que no había que llegar a un acuerdo en esa reunión, que había tiempo para lograr un consenso que dejara a todos tranquilos y comprometidos. Esas sesiones eran duras, difíciles, algunas veces acaloradas. Él, impasible, escuchaba todos los argumentos, sopesaba todas las posiciones, daba la palabra mientras rascaba, con su mano derecha, la superficie de madera de su silla. Los estudiantes tenían la misma voz que profesores, decanos y directivos. Todo podía decirse y todo podía rebatirse. Y así, pasito a pasito, discusión tras discusión, fueron apareciendo los programas de Música, Derecho, Comunicación Social, Ciencias Políticas, Ingeniería Matemática e Ingeniería Física.
Fruto de esas reuniones se crearon las Escuelas de Ciencias y Humanidades, y la de Derecho.
Él creía en la libertad individual, en la capacidad que todos tienen para construirel vivir de acuerdo con las decisiones y los deseos.
Gozaba de charlar y compartir con los profes. Los de Humanidades fueron sus ‘compinches’ en un proyecto que transformaría todos los programas de pregrado de la Universidad. Ellos, siguiendo una iniciativa del vicerrector de entonces, propusieron una formación básica para todos los estudiantes, y él les soltó la rienda para que por primera vez en EAFIT se hablara de filosofía, de lenguaje, de política, de interacción comunicativa, de hermenéutica literaria.
Y así, poco a poco, fue generándose una reforma que cambió para siempre la estructura curricular de todos los programas académicos de la Universidad. La primera fase se conoció como Flexibilización curricular. La segunda, como Sistema Metro. Con la primera nacieron no solo las rutas disciplinarias en Humanidades, antecesoras del Núcleo de Formación Institucional, sino las líneas de énfasis de los pregrados. Fue esta una reforma estructural que, por vez primera, puso a pensar a la Universidad en qué era lo mínimo que todos los estudiantes deberían saber para poder ejercer plenamente su profesión y en cuáles serían los énfasis que les permitieran distinguirse de los demás. Algunas de esas líneas, como en el caso de Mercadeo y Finanzas, llegaron, años más tarde, a convertirse en programas de pregrado. La segunda reforma buscaba crear una ruta de paso fácil y ágil de los programas de pregrado hacia las especializaciones y maestrías. También esos programas tuvieron que ser reformados para adaptarse a un sistema general de formación que el estudiante decidiría cuándo terminar.
Consejos sí, órdenes no
Creía firmemente en la autonomía individual. Le gustaba dar consejos tanto como le chocaba dar órdenes. Gozaba de una conversación argumentada y tenía como pocos una capacidad enorme para burlarse de sí mismo. Se tomaba muy en serio su tarea, al tiempo que reconocía que con pequeñas acciones cotidianas y consensuadas se lograba un cambio duradero. Creía, sobre todo, en que la Universidad debería ser mucho más activa en los ámbitos sociales, culturales y políticos, y le reconocía un papel preponderante en la generación de la cultura.
Era consciente de que las reformas que estaba propiciando en la Universidad eran difíciles y, algunas veces, impopulares, pero tenía fe en que los resultados, aunque él no podría disfrutarlos, se verían en el largo plazo.
Prueba de esto fue la creación del Departamento de Música y de la Orquesta Sinfónica EAFIT. Una quijotada a juicio de muchos en una época en la que Medellín apenas se estaba levantando del azote que los grupos criminales y el narcotráfico le habían propinado por tanto tiempo. De un momento a otro, la Universidad se fue llenando de sonidos melodiosos de violines, violas, flautas traversas, percusiones. La gente comenzó a venir a los conciertos y la ciudad pudo comenzar a disfrutar de decenas de colectivos musicales que alegran el alma y apaciguan los dolores.
Quiso también que EAFIT gozara de un espacio físico propicio para la lectura, el estudio, la investigación y el disfrute de la escritura, y consiguió los fondos para construir el edificio de la Biblioteca Luis Echavarría Villegas y la Plazoleta del Estudiante. Unos espacios que tan pronto fueron inaugurados se llenaron de estudiantes y de profesores, de artistas que exponían sus obras en el Centro de Artes y de múltiples actividades culturales y sociales que les imprimieron rigurosidad a las actividades académicas y alegría y vivacidad al campus universitario.
En su única lección final, ofrecida en la ceremonia de grados de un diciembre, brindó siete consejos que siguen vigentes y que vale la pena recordar. El primero invitaba a pensar en lo contingente que es toda vida humana y, por esto, a reconocer que “no somos más imprescindibles que la hormiga que se pasea por la pared de nuestro cuarto en una noche de desvelo”. Esta posición ontológica en la que creía firmemente le permitía poner todo entre paréntesis, reírse de la vida, pensar las cosas con detenimiento y pasión, y actuar con una inteligencia práctica difícil de equiparar. Imagino que también esta creencia le permitió encarar su enfermedad y su muerte con un dejo de humor, pues para él reírse de la vida era, por lo demás, un imperativo.
El segundo consejo versaba sobre resistir la tentación a la autocompasión. Con vehemencia les pidió a los entonces graduandos evitar caer en esta. Él creía en la libertad individual, en la capacidad que todos tienen para construir el vivir de acuerdo con las decisiones y los deseos. Abrió puertas, buscó donantes para que las personas más talentosas y menos favorecidas económicamente pudieran gozar de una educación con calidad, creó oportunidades para los más débiles, ofreció toda la ayuda que pudo dar a los empleados y estudiantes de la Universidad, pero nunca los trató con pesar y jamás consideró a nadie disminuido en sus capacidades. Sabía que no todos aprendían al mismo ritmo y entonces propuso flexibilizar el reglamento académico para que aquellos que así lo quisieran pudieran estudiar a su ritmo y según sus capacidades cognitivas y económicas. Era amoroso, muy amoroso, pero jamás condescendiente.
El tercer consejo se refería a la aceptación de la complejidad de la vida. ¡Y vaya si lo practicaba! No era amigo de las salidas fáciles. Promovía las discusiones inteligentes y el análisis profundo sobre los temas que tenían que ver con la vida universitaria. No rehuía los temas que se le dificultaban. Por el contrario, se acercaba a estos con disciplina y tenacidad y confiaba en los consejos de los expertos. Leía con igual facilidad un estado financiero que un tratado filosófico y no temía preguntar lo que no sabía. Era consciente de que las reformas que estaba propiciando en la Universidad eran difíciles y, algunas veces, impopulares, pero tenía fe en que los resultados, aunque él no podría disfrutarlos, se verían en el largo plazo.
Con Juan Felipe EAFIT pasó de ser una escuela de negocios a ser una Universidad en el sentido clásico y moderno. Clásico porque propició la llegada de las humanidades, y moderno porque también entendía la importancia de la investigación.
Foto: Róbinson Henao
Sabía que no todo salía bien siempre y por eso aconsejó el ejercicio de la prudencia. En consecuencia, aconsejó multiplicar los deseos y las opciones.
Coherente con su pensar, aconsejó relativizar los éxitos y la vanagloria que los acompaña. Tal vez por su timidez primigenia o por una dosis de ingenuidad, acompañada de sabiduría, sabía que “muchos de nuestros éxitos vienen a expensas de fracasos de otros” y por esto repetía de cuando en cuando que “toda victoria inútil es un crimen”. Disfrutaba siempre de la fiesta de fin de año, reconocía el esfuerzo grupal y le hacía saber a la gente que lo alcanzado era siempre un logro comunitario, jamás individual.
El quinto consejo tenía que ver con la estética y la renuncia al entretenimiento vulgar, a la espectacularización del trabajo académico, de la docencia y de la vida misma. Rechazaba los eslóganes y los lugares comunes, pero adornaba sus intervenciones con el refranero popular, dichos simples y profundos que terminaba siempre con una que otra “mala” palabra y una carcajada. Estaba convencido de que la lectura y el debate abierto y democrático harían de los integrantes de la comunidad universitaria unas mejores personas.
El fallecimiento de este exdirectivo, sucedida el miércoles 28 de agosto de 2019, no solo llenó de tristeza a una comunidad universitaria que tuvo el privilegio de contar con su guía, sino también de toda una sociedad que conoció su faceta social y humana, su actuar ético.
Foto: Róbinson Henao
Sabía que no todo salía bien siempre y por eso aconsejó el ejercicio de la prudencia. En consecuencia, aconsejó multiplicar los deseos y las opciones. Quería que los estudiantes tuviesen una oferta académica curricular y extracurricular para todos los gustos y condiciones. Promovió las artes, las humanidades, la música, las ciencias políticas y los estudios de la comunicación de masas. Alentó a los estudiantes a cursar un segundo pregrado y a profundizar en sus intereses. Soñaba con ingenieros apasionados por la literatura, con administradores que gozaran con igual intensidad de las finanzas como de la filosofía, con negociadores internacionales a los que el mundo les cupiera en sus cabezas, con politólogos que no les temieran a los modelos matemáticos y con profesionales que no se amedrentaran ante la complejidad de los problemas mundiales.
El último consejo tuvo que ver con el reconocimiento de la familia, pues nada había más importante para él. No puede uno imaginarse a Juan Felipe sin Cecilia y sin sus hijos. Sin el recuerdo de sus padres y de sus hermanos. Él era un hombre de familia. Prefería los viajes cortos, le chocaban los almuerzos de trabajo, y llegar a su casa en las noches era la mejor recompensa tras un día de labores. En esa ceremonia de grado les pidió a los estudiantes ser pacientes y cariñosos con sus padres. Él sabía que los mimos y el afecto que sus hijos le propiciaban cada día lo mantenían vivo y feliz.
La última vez que lo vi estaba en la Universidad celebrando los quince años de la Universidad Parque. Estaba más envejecido, pero su rostro era el mismo, su mirada tímida, su sonrisa cálida. Caminaba despacio. Alejado de la multitud, tuvo tiempo para saludar a todos los que se acercaron. Sonreía como sonríe aquél que sabe que su trabajo quedó bien hecho y que sus años en EAFIT no habían pasado en vano.
Basta dar un pequeño paseo por el campus para encontrar vestigios de su legado. La Biblioteca acoge hoy a más estudiantes y visitantes de los que él algún día imaginó. En el Patio de los Pimientos suenan y resuenan los ecos de los instrumentos musicales. La Orquesta es un emblema de la ciudad. La investigación es una actividad madura y floreciente. Ahora la Universidad es mucho más pluralista, más compleja, más diversa y más universalista. Ha crecido como crecen las buenas semillas en una tierra propicia.