Ramón Pineda
Colaborador
Una mañana de enero de 2000 un encuentro casual llevó a que Ricardo Taborda Ríos cambiara el rumbo de su vida y se alejara de Colombia durante 18 años. Ese día fue a la Universidad EAFIT a matricularse en el penúltimo semestre de su carrera como ingeniero civil. De camino al bloque 18 se topó con Uriel Zapata Múnera, el profesor que le había dado estructuras I. Se saludaron y se pusieron al día. El que en la actualidad es decano de la Escuela de Ingeniería le contó que ya había terminado la práctica en Conconcreto, que lo iban a vincular de tiempo completo y que por eso solo iba a coger una materia.
—Nooo, mejor renuncie, matricule todas las materias que le faltan para graduarse y yo le ayudo a que presente el examen de maestría de la Unam.
La propuesta del docente era más que tentadora. Entre mediados de los 80 y los 90 hubo un constante flujo de estudiantes de Medellín hacia el Instituto de Ingeniería de la Universidad Autónoma de México (Unam). En ese convenio fueron muchos egresados de EAFIT los que viajaron y regresaron con posgrados. Uriel Zapata fue uno de ellos. Y en el momento del encuentro con Ricardo era el administrador de la prueba para acceder a la maestría en Ingeniería Estructural en el DF.
“Habría podido ese día caminar hacia el bloque por otro lado, pero no. Me encontré con Uriel y no lo pensé mucho. Renuncié y matriculé lo créditos que me faltaban. Al mes y medio conversé con otro profesor, Roberto Rochel Awad, quien justo en esos días iba para el DF a hacer un curso y me dijo que siguiera adelante con lo del examen, que allá él me gestionaba la beca. Y así fue, no solo me ayudó a que fuera becado, también me consiguió el tutor”.
Dijo Voltaire, el reconocido filósofo de la Ilustración, que la “suerte es lo que sucede cuando la preparación y la oportunidad se encuentran y fusionan”. Y eso aplica en la vida de Ricardo. La mano que los docentes le tendieron para que se fuera a México no fue al azar, en el transcurso de la carrera demostró su nivel de compromiso, su disciplina y su talento, expresado en su capacidad de proponer, en su liderazgo, en sus buenas notas.
En tercer semestre se ganó la beca a la excelencia académica por tener el mejor promedio de la carrera; en el cuarto semestre, el profesor Roberto Rochel le dijo en una clase que si seguía así de bien lo veía haciendo el posgrado en la Unam; su alto rendimiento le permitió ser monitor de uno de los cursos ofrecidos por el docente Uriel Zapata, y el día de sus grados recibió la mención de honor por ser el mejor de su promoción. Antes, cuando era un estudiante de secundaria del Colegio San José de la Salle también se destacó. Era bueno en matemáticas, área en la que hizo su énfasis.
Esa facilidad para las matemáticas –y su gusto por hacer dibujos y maquetas– le hizo pensar que debía estudiar arquitectura. Se presentó a la Universidad Nacional de Medellín. Y, para tener dos opciones, también lo hizo a Ingeniería Civil en EAFIT. Pasó a ambas. Incluso, en la primera se ganó la beca por su excelente puntaje en el examen de admisión. Pero “un familiar arquitecto me dijo que si a mí me gustaba el diseño, uno siempre podía ir de la ingeniería a la arquitectura, que al revés era más difícil... y bueno, en esas decisiones muy en caliente que uno toma a los 16 o 17 años, seguí su consejo. Me incliné por EAFIT. Y funcionó”.
Una sana tensión
La Castellana es un barrio tranquilo del occidente de Medellín. En una de sus cuadras, cerca a la calle 33 y a la avenida 80, transcurrió la vida del hoy Decano, al lado de su papá Ovidio, de su mamá Beatriz y de su hermano y su hermana mayores. De lunes a viernes, en las mañanas, el bus escolar que lo recogía atravesaba la ciudad hasta el centro oriente para llegar hasta el San José de la Salle, ese imponente y viejo colegio construido en las lomas del barrio Boston.
“Soy de una generación que vivió la Constitución del 91, un país preocupado por los Derechos Humanos, de una apertura democrática y el surgimiento de otros partidos políticos diferentes a los tradicionales”.
Allí, entre esos pasillos y sus aulas, formó buena parte de su carácter, ese de ímpetu que le impedía quedarse callado ante los profesores cuando no estaba de acuerdo con alguna decisión, alguna metodología, y que luego supo canalizar cuando llegó a EAFIT. “En el colegio no me destaqué como líder, pero en la Universidad domestiqué mi rebeldía natural, participando activamente en los grupos estudiantiles”.
Fue fundador del Comité Interno de Ingeniería Civil en su segunda edición –lo que en la actualidad se llama el Coinci–, vicepresidente de la Organización Estudiantil –creada en 1987 para agrupar los comités internos de cada carrera– y, en los últimos semestres, representante de los estudiantes ante el Consejo Académico. Para ese entonces, la Universidad era pequeña, tenía muchos menos población que ahora y la relación de los estudiantes con las directivas era, recuerda Ricardo, de “una sana tensión”.
“Aquí [en EAFIT] se ha vivido una pluralidad muy bonita. En mi época de estudiante interactué con gente de estratos altos, pero también tuve compañeros de pocos recursos, becados, que trabajaban duro para estar ahí”.
“Esa tensión tenía cosas positivas, nos mantenía en vilo. A la Organización Estudiantil (OE) le tocaba gestionar los recursos con la Universidad. Fue una época interesante, soy de una generación que vivió la Constitución del 91, un país preocupado por los Derechos Humanos, de una apertura democrática y el surgimiento de otros partidos políticos diferentes a los tradicionales… por un asunto sociocultural, éramos contestatarios”.
Le tocó muy poco tiempo la rectoría de Luis Guillermo Sanín Arango. Pero sí fue testigo de la transformación que comenzó con Juan Felipe Gaviria Gutiérrez. Entre otras cosas, vivió la construcción de la Biblioteca y el nacimiento del Departamento de Música, del pregrado en Economía y de la Dirección de Investigación. Ahora que regresó a EAFIT entiende que los jóvenes de hoy son distintos a los de su época porque “el país cambia, la sociedad cambia” y entiende que las luchas de la OE en los años noventa fueron exitosas. Eso se refleja en que se institucionalizó y en la actualidad –con oficina propia, con asesores– “es parte integral del engranaje de la Universidad”.
México y el análisis dinámico
Tenía 22 años cuando llegó a Ciudad de México. Lo acompañó inicialmente Gregorio Posada, otro becario que iba a hacer la maestría en Hidráulica. Un apartamento de cuatro habitaciones, estrecho, con un solo baño, los acogió. Tres años y medio estuvo allí, compartiendo el espacio con estudiantes de distintos países, que iban y venían. Un coreano, un alemán, una ucraniana, una polaca, una mexicana y, desde mayo de 2002, una colombiana: su novia María del Carmen Saldarriaga Muñoz, comunicadora social de la Universidad Pontificia Bolivariana (UPB), quien llegó a hacer su maestría en Psicología Social en la Universidad Autónoma Metropolitana de Xochimilco.
Ella tenía que tomar metro y tren para llegar a diario a sus clases. A él le bastaban 25 minutos a pie para estar en el campus de la Unam. No le fue difícil adaptarse a esta universidad pública. “No sentí el choque porque nunca catalogué a EAFIT en ese imaginario de institución privada exclusiva, excluyente. Al contrario, aquí se ha vivido una pluralidad muy bonita. En mi época de estudiante interactué con gente de estratos altos, pero también tuve compañeros de pocos recursos, becados, que trabajaban duro para estar ahí”.
El día en la universidad se le iba entre trabajar como asistente de investigación en la División de Ingeniería Estructural del Instituto de Ingeniería del que era becario y asistir a sus clases de maestría en la Facultad de Ingeniería. Su tesis estaba encaminada al análisis dinámico en edificios instrumentados. “Para decirlo de una manera sencilla, se les instala a los edificios unos acelerómetros que registran cómo se comporta la estructura durante un sismo. Con eso se hace un análisis de sus condiciones dinámicas, qué tanto cambió durante el movimiento telúrico, cómo interactuó en sus espacios –fundamento, sótano, parqueadero, azotea– y si se recuperó en su totalidad”.
Dedicado al estudio no pudo conocer muchas regiones de México como hubiera querido, pero sí vivió animadas noches de tertulias acompañadas del mezcal y de las cervezas de ese país. Celebró reunido en el famoso Zócalo cada 16 de septiembre
–Día de la Independencia de México– que le tocó vivir allí, fue a los pueblos a acompañar a los muertitos en su día, gozó los conciertos gratis que los artistas famosos daban en las plazas públicas. Y, cuando estaba cerca de graduarse de la maestría en Ingeniería Estructural de la Unam, preparó el camino para hacer el doctorado.
En su doctorado en Ingeniería Civil y Ambiental profundizó aún más en los temas de propagación de ondas, sumados a los de computación, algo así “como sismología computacional”.
Inicialmente, le llamó la atención vincularse con un grupo de investigación en la ciudad de Los Ángeles, en la Universidad del Sur de California (USC). De la capital de México salió directo para allá.
Ese tránsito por USC le amplió su espectro como ingeniero civil hacia el tema de la propagación de ondas, más allá de su trabajo inicial en instrumentación de edificios para medir el paso de las ondas cuando hay un movimiento telúrico. Ese período en USC representó una segunda maestría, en este caso en Mecánica Estructural.
No obstante, pronto se dio cuenta de que ese no era su lugar y decidió buscar otros rumbos. De nuevo la suerte, o el azar –aunque, citando otra vez a Voltaire, esa palabra está vacía de sentido porque “nada puede existir sin causa”– lo llevó a recomponer el camino cuando en enero de 2005 le escribió al profesor Jacobo Bielak, cuyo trabajo había conocido en tiempos de la maestría en Los Ángeles, durante un taller académico en Menlo Park en el primer semestre de 2004.
En el correo a Bielak le mencionó que estaba buscando opciones de doctorado, y este le contesta que también estaba en Los Ángeles, de paso, en un hotel frente a la universidad. “Fue solo pasar la calle para verme con él, me habló de una posibilidad en Pittsburgh, en la Universidad Carnegie Mellon, donde estaba de profesor. Y sí, en agosto de ese año yo ya vivía en esa ciudad”.
El camino de regreso
Conocida como la Ciudad de los puentes –tiene 446– o la Ciudad del acero por haber sido un gran centro siderúrgico, Pittsburgh es la segunda ciudad más grande del estado de Pensilvania, aunque es relativamente pequeña si se compara con Ciudad de México y Los Ángeles. Para el tiempo en que Ricardo Taborda vivió allí tenía una población aproximada de 306.000 habitantes y, sumados los de su área metropolitana, no llegaba a más de 2’400.000.
“Fue un cambio de registro en mi vida, pasar de la costa oeste al noreste, a un ambiente más parecido al de Boston, Baltimore o Nueva York”. Ese fue su hogar durante ochos años, tiempo en el que se casó con María del Carmen –ella también hizo en esa ciudad su doctorado en Literatura, en la Universidad de Pittsburgh– y nació su primera hija, Amelia.
Estaba cerca de cumplir los cinco años como docente investigador en la Universidad de Memphis, en el Centro para la Investigación e Información sobre Terremotos, cuando se le presentó la oportunidad de ser el decano de la Escuela de Ingeniería.
En su doctorado en Ingeniería Civil y Ambiental profundizó aún más en los temas de propagación de ondas, sumados a los de computación, algo así “como sismología computacional”. La Escuela de Ingeniería de la Universidad Carnegie Mellon fue fundada en 1900 y está clasificada como una de las 10 mejores de los Estados Unidos y del mundo. Ricardo fue asistente de investigación durante el tiempo que duraron sus estudios y, luego de graduarse, se quedó tres años como ingeniero investigador del Grupo de Sismos.
En ese tiempo, sin saberlo, el destino ya estaba construyendo su retorno a Medellín, a su universidad. “Por iniciativa del jefe del Departamento de Ingeniería Civil organicé en un diciembre una agenda para hacer en Medellín algún tipo de asociación con la Carnegie Mellon. Cuadré unas citas con EPM, di un seminario en la Escuela de Minas de la Nacional y una funcionaria de la Andi me consiguió una cita con quien era el nuevo rector de EAFIT, Juan Luis Mejía Arango”. Él lo recibió y luego se logró firmar un acuerdo de intercambio entre ambas instituciones.
A mediados de 2013 aparece una plaza de docente investigador en la Universidad de Memphis, en el Centro para la Investigación e Información sobre Terremotos, y se traslada a esa ciudad enorme del estado de Tennessee, a orillas del río Misisipi. Allí nace Matilda, su segunda hija. En sus visitas a Colombia, a Medellín, además de ir a EAFIT a saludar sus viejos profesores, al decano Alberto Rodríguez García y al Rector, aprovechaba para presentar entrevistas en distintas empresas. “María del Carmen y yo queríamos regresar, pero creo que no estaba lo suficientemente maduro profesionalmente. Y por un tiempo no se dio”.
El regreso era una decisión de pareja. Sentían que ya habían cumplido un ciclo lejos del país, los padres de María del Carmen fallecieron aquí mientras ellos estaban afuera y, en medio del precio emocional y familiar que tiene el vivir en el extranjero, también rondaba la pregunta de en dónde debía continuar la educación de sus hijas: ¿en Estados Unidos o en Colombia? Estaba cerca de cumplir los cinco años como profesor en Memphis cuando se le presentó la oportunidad de ser el decano de la Escuela de Ingeniería.
A liderar de nuevo
En su oficina del piso sexto del bloque 19, además de la sobriedad, se destacan tres cosas: la foto de Amelia y Matilda, una enorme retroexcavadora hecha en lego que adquirió en una tienda de descuento en Memphis –“de niño jugaba mucho con legos y, de grande, cuando tengo la oportunidad compro para armar”–, y un cuadro con la réplica de la Proclamación de Emancipación del presidente Abraham Lincoln. Su esposa se la compró en Washington y, apenas él ocupó la oficina, se la llevó enmarcada.
Tener allí esa proclamación –un hecho histórico que decreta el fin de la esclavitud en Estados Unidos– da cuenta de la admiración que el Decano tiene por Lincoln, aunque él preferiría tener allí el discurso que más admira del presidente asesinado, el de Gettysburg, en plena Guerra Civil, y en el que en diez oraciones y en menos de 300 palabras se da pie al nacimiento de una nación “concebida en la libertad y consagrada en el principio de que todas las personas son creadas iguales”.
La política es uno de sus temas preferidos. La estudia, ve entrevistas, debates, se mantiene informado. “Soy lo que llaman los norteamericanos un political junkie”.
La política es uno de sus temas preferidos. La estudia, ve entrevistas, debates, se mantiene informado. “Soy lo que llaman los norteamericanos un political junkie”. Ese interés, afirma, nació en el colegio –pues aparte de las matemáticas disfrutaba mucho las clases de ciencias sociales–, y se acrecentó en sus años como líder estudiantil. Ahora, a sus 40 años, le corresponde seguir liderando, pero desde otro ángulo, como parte del cuerpo directivo de la Universidad.
Lo que fue, lo que ha sido, como estudiante destacado, como representante de sus compañeros, como investigador, magíster, doctor, docente y como alguien que conoció de primera mano las experiencias pedagógicas y administrativas de otras escuelas de ingeniería le permiten comprender el reto que tiene por delante y que asumió en julio de 2018:
Continuar con la exitosa labor que durante 31 años asumió como decano Alberto Rodríguez, liderar una escuela que ha consolidado 14 grupos de investigación, que tiene patentes nacionales e internacionales, que ha graduado a más 10.000 personas en pregrado, 3.600 en posgrado y que tiene una planta de docentes que le tendieron una mano a jóvenes como él para que fueran tan grandes como ellos.