Uno se sienta frente a un libro, lo abre y, sin darse cuenta, ya se ha embarcado en un largo viaje… Sí, eso es fácil de decir y para casi todos es evidente. Todos leen (no vaya a creer, hasta usted y yo).Aquí, allá, en el bus, en la casa… incluso en las bibliotecas. Por supuesto, no niegue que sus velas surcan aguas de 140 caracteres o que, a cada rato, usted comparte enlaces con frases maravillosas.
No se deje engañar por esos puristas que solo gustan de páginas amarillas, olorosas, con letras minuciosas y casi incomprensibles, por los que hablan todo el día de ese libro con el que el profesor de filosofía alardeaba en el colegio; no caiga en la manía anti-pos-moderna-intelectual que huye de las palabras largas con guiones por doquier.
Es mejor resguardarse en esa imagen con un aforismo entretenido, de origen in-rastreable, de un autor des-conocido, que usted encontró en el ‘care-libro’. De todas formas, con eso es suficiente para poder andar de café en café con pinta bohemia y un cuadernito de pasta dura, escribiendo poemas con palabras caprichosas y escuchando tangos de algúnlugardelapatagonia.
¿Sabe qué? Evitemos los escándalos concienzudos de los finos lectores, y mejor volvamos a empezar: uno se sienta frente a un libro, lo abre y, sin darse cuenta, ya se ha quedado dormido. Confiese ante Deus, Pater Omnipotens: ¿hace cuánto no va a la biblioteca a leer (cuenta la leyenda que en las bibliotecas…), ¿cuándo fue la última vez que la vibración en sus manos fue producida por un poema y no por su celular?