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María Alejandra González Pérez: Una investigadora de aquí, de allá, de todas partess

Santa Teresa decía que la vida es un instante entre dos eternidades y, como si en eso creyera, María Alejandra González se ha encargado de vivir
la suya con una intensidad que a otros ya tendría agotados. La galardonada con el Premio Descubrimiento y Creación 2021
pudo ser monja, psicóloga o quedarse hasta la vejez en Irlanda, ama los perros y cree en el papel dignificador del trabajo



Ramón Pineda, Colaborador Revista Universidad EAFIT



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26 de enero de 2022 | REVISTA UNIVERSIDAD EAFIT - PREMIOS Y RECONOCIMIENTOS

A 160 kilómetros de París, en el norte de Francia, está Lisieux. En esa pequeña ciudad de no más de 500 mil habitantes se hizo monja, se hizo mística, se hizo santa, María Francisca Teresa Martin Guérin, más conocida como Teresa del Niño Jesús.

A diario, miles de peregrinos de medio mundo invaden sus hostales, sus callejones, para conocer la casa en la que ella vivió, la catedral en la que se le reveló
su vocación, la capilla en donde está su tumba y la enorme basílica que el papa Pío XI hizo en su nombre.

En 1998, atraída por esa religiosidad, por la espiritualidad, por la vida monástica, hasta allí llegó, con la intención de quedarse, María Alejandra González Pérez. La casa de Las Bienaventuranzas la acogió como una más de su familia. Esta comunidad católica tiene sedes en 26 países de América, África, Asia y Europa,
y recibe a sacerdotes, consagrados, casados y solteros que desean llevar una vida en oración.

En Lisieux están al servicio, entre otras cosas, de la Basílica y Les Buissonnets, como se le conoce a la casa donde vivió su infancia Santa Teresa. Desde que llegó, María Alejandra se sintió cómoda, participaba de la cocina, en las tareas domésticas y los ejercicios espirituales, entre ellos rezar en hebreo el Padrenuestro y el Ave María porque un propósito comunitario era que los judíos aceptaran a María como madre de Jesús.

Pasaron uno, dos, tres meses y María Alejandra se sentía en paz, pero al mismo tiempo le parecía egoísta ser tan feliz en la vida espiritual habiendo tanto por hacer
y resolver afuera.

Por eso, haciendo eco a las palabras de Santa Teresa cuando le expresó a Dios su deseo de “pasar mi cielo haciendo el bien en la tierra, hasta el fin del mundo”, renunció y se regresó para Medellín, la ciudad en la que nació, en la que cursó su bachillerato –pasó por tres colegios de monjas–, en la que se graduó como psicóloga de la Universidad Pontificia Bolivariana (UPB) y en la que para entonces vivía su papá Guillermo, su mamá Luz Marina y sus hermanas Catalina y Vanessa.

Una familia sin moldes

“Yo estudié Psicología, pero no soy psicóloga; nací en Medellín, pero no soy paisa; nací en Colombia, pero no estoy arraigada”, afirma María Alejandra quien tiene entre sus antecedentes una abuela que era inglesa pero que estuvo en un internado en Jamaica; un abuelo que fue mayor del Ejército, pero que también estudió medicina en Francia y fue secretario de salud de Norte de Santander y el Magdalena; un papá que nació en Santa Marta pero que no es costeño, que desde joven se fue a recorrer el mundo,
que estudió teología, que vivió en Roma, que fue traductor para el canciller colombiano del Concilio Vaticano II y que cambió el entorno religioso en el que vivía en Europa para terminar siendo sexólogo y docente en Medellín.

Fue estudiando Psicología en la Universidad de Antioquia que su papá tuvo su primera novia: Luz Marina. Nacida en Sopetrán, era una estudiante de Sociología. Ambos hicieron una conexión que duraría hasta la muerte de ella, a causa de una demencia frontotemporal, en la primera semana de marzo del año pasado, justo en la que se anunció el primer caso de Covid en Colombia.

“Yo creo que el de mi mamá fue de los últimos grandes funerales, con mucha asistencia, antes de la llegada de la pandemia”, dice María Alejandra. Y cómo no, si ella era conocida en el mundo académico por sus investigaciones y como profesora de las universidades de Antioquia (U. de A.), San Buenaventura, Cooperativa de Colombia y de uno de los colegios de mayor tradición en el departamento, el Cefa (Centro Formativo de Antioquia).

Educada entre docentes, el entorno académico no era extraño para María Alejandra y sus dos hermanas. De niñas ya le ayudaban a la mamá a preparar clases, le hacían las carteleras, le montaban las diapositivas, incluso a calificar trabajos.

“No era por empoderarnos, sino por ocuparnos. Mi mundo familiar era súper chiquito, en casa, y los fines de semana nos íbamos para la finca en Santa Fe de Antioquia. No había tiempo de tener amiguitos, pero iempre tuvimos libertad para hacer lo que queríamos”.

Tal vez por eso, ni el padre ni la madre dijeron nada cuando su hija, al salir del bachillerato, se presentó al mismo tiempo a Zootecnia en la Nacional, a Derecho en la U. de A. y a Psicología en la UPB

Sus perros, tres polos a tierra
A la entrega del Premio Anual de Descubrimiento y Creación, en el auditorio Fundadores de EAFIT, María Alejandra González fue acompañada de Niko, uno de los tres galgos italianos con los que comparte su vida, sus horas de trabajo frente al computador de ocho de la mañana hasta que llega la noche y el sueño.

Su amor por los perros es inconmensurable. Cuando era niña y hasta los 14 años, al lado suyo, de su papá, de su mamá, de sus hermanas, estuvo Lucas, un fox terrier miniatura que era uno más de la familia. Su muerte, ella la describe como la perdida más dura de su vida, junto con la su madre.

Por su estancia en Ceuta, en Lisieux, en Londres, en Galway, le fue imposible tener perros, pero apenas se instaló en Medellín pudo adoptarlos.

Tuvo a Cian, que murió la misma semana en que falleció la mamá. Y ahora la acompañan Tiwaz, Valentín y Niko.
A cada uno de ellos los bautiza con un nombre que reafirme o modele su personalidad. Tiwaz es la runa de la perseverancia, la que le decía a los vikingos que tuvieran calma para poder alcanzar los objetivos. Valentín, cuando llegó era miedoso, asustadizo, y ese nombre lo reviste de valor. Y a Niko, que llegó en agosto de 2020, en plena pandemia, no lo quiso presionar con un nombre grande, con mucha carga simbólica: “Él fue lo mejor que me pasó el año pasado –dice ella–. Los tres son mi tranquilidad, mi polo a tierra”.

“Galway es el lugar de mi alma, allá hay una gran parte de mi espíritu”, dice sobre esta pequeña ciudad de Irlanda donde vivió ocho años e hizo su maestría, doctorado y posdoctorado.

Foto: Archivo personal de la profesora

Ese instante entre dos eternidades
Es enero de 1994 cuando ingresa a Psicología. No se imaginaba aún que con los años la vida le daría otros puntos de giro, que terminaría siendo una
experta en gerencia de recursos humanos, en negocios internacionales y en responsabilidad social de las empresas y la educación superior.

Por ahora es la buena estudiante que hace sus prácticas profesionales en la Liga de Patinaje de Antioquia y que se gana una beca para complementar sus estudios de Psicología en la sede que la Universidad de Granada tiene en Ceuta. Ubicada en África, en límites con Marruecos, en esta ciudad autónoma española confluyen lo judío, lo católico, lo musulmán, y esas mezclas enriquecen la mirada de María Alejandra.

“Allí fui profesora de Psicología del Desarrollo. Tenía estudiantes de diversas culturas, religiones. Los cursos eran en español, pero también se hablaba árabe y francés, un idioma que siempre me gustó y quise perfeccionar”

Es en su siguiente destino, Lisieux –conviviendo y orando en la comunidad de Las Bienaventuranzas–, donde logra con fluidez expresarse en el idioma de Lacan.

Habría podido quedarse allí, siendo feliz con su vida espiritual, cumpliendo los votos de pobreza y castidad... pero los de obediencia la conflictuaban. Mejor regresa a Colombia a “hacer el bien en la tierra”: el 21 de enero de 1999 ocurre el terremoto de la ciudad quindiana de Armenia y ella se va con la Cruz Roja a brindar atención sicosocial a las víctimas.

En ese mismo enero, los paramilitares perpetúan en Urabá cinco masacres que dejan 26 muertos. Fue el inicio de un año conflictivo, de enfrentamientos entre grupos armados en esa región. En ese contexto, a su regreso de Armenia, María Alejandra asume un cargo en el Departamento de Recursos Humanos y luego
en el de Responsabilidad Social y Empresarial de Chiquita Brands, la gran empresa bananera con sede en Apartadó y Santa Marta.

“Eran cinco mil trabajadores, se hacía necesario construir proyectos conjuntos y había muchos asuntos, como el de la relación del mercado y las transformaciones de las dinámicas sociales, que yo no entendía”. Por eso, alzó vuelo otra vez, quería aprender, aprehender.



“Regresé a Medellín un día antes de comenzar clase. Fue un tránsito difícil, la
ciudad, el ambiente, el idioma, pero de una me enamoré de EAFIT, me
sentí superconectada”. Sus estudios de posdoctorado en Responsabilidad Social de la Educación Superior encontraron la interlocución que necesitaba.






No deberías volver a donde has sido feliz

Un corto período en Londres para mejorar su inglés y luego Galway, una pequeña ciudad de Irlanda que con su afamada Universidad Nacional atrae a estudiantes
de todos los puntos cardinales. Cursó su maestría en Relaciones Industriales y Gerencia de Recursos Humanos en medio de un ambiente jovial, de castillos, molinos, carreras de caballos, festivales de ostras y música medieval, del fluir el río Corrib y de las montañas cubiertas de niebla.

Se enamoró tanto de esa tierra que supo que allí iba a pasar mucho tiempo de su vida, y sí, se quedó ocho años haciendo su doctorado y posdoctorado que luego le abrirían las puertas de EAFIT.
“Galway es el lugar de mi alma, allá hay una gran parte de mi espíritu”, dice ella. Sin embargo, en noviembre de 2007, cuando a sus manos llegó una convocatoria para estar en EAFIT, pensó en volver a Colombia. Fue Sascha Furst, en ese entonces jefe del Departamento de Negocios Internacionales, quien se la mandó para que la distribuyera entre los colegas con quienes trabajaba en un Centro de Investigación en Innovación y Cambio Estructural.

Para sorpresa de él, ella también aplicó. Y ganó. “No me fue fácil decidir”. Subió a la montaña donde la eyenda dice que San Patricio tiró al mar la última serpiente
que quedaba en la isla y desde lo alto pidió iluminación. En enero de 2008 ya estaba en Medellín.

“Llegué un día antes de comenzar clase, fue un tránsito difícil, la ciudad, el ambiente, el idioma, pero de una me enamoré de EAFIT, me sentí superconectada con el
proyecto del rector Juan Luis Mejía”. Comenzó dirigiendo el grupo de Investigaciones en Estudios Internacionales.

Ha dictado más de seis cursos diferentes, pero es el de Ética y Responsabilidad Social, que tiene a cargo desde 2012 –además coordina a siete profesores que replican la materia– por el que más la conocen y por el que recibió un reconocimiento de la Universidad de Carolina del Sur por su aporte a la “formación de administradores comprometidos con el entorno natural y social, y que promueven la responsabilidad ética y corporativa”.

El poder transformador de la ciencia

María Alejandra y sus estudios de posdoctorado en Responsabilidad Social de la Educación Superior encontraron en EAFIT la interlocución que necesitaba
para elaborar proyectos que procuran desde las empresas liderar procesos de transformación positiva y construir un mundo más equitativo. “Me jala más la investigación que la docencia”, asegura.

La investigación la apasiona y trabaja de lunes a lunes en ello, por algo su trayectoria la hizo merecedora este 2021 del Premio Anual de Descubrimiento y Creación, que es un incentivo que otorga EAFIT a los investigadores.

“Creo en el poder transformador de la ciencia, en el poder transformador de las empresas, en la academia y las universidades como articuladoras de esas dinámicas, como conexión entre el gobierno y las comunidades, entre la sociedad civil y las empresas”, exclama con vehemencia.

Y ya son trece años haciendo historia desde EAFIT para el mundo porque si bien está en Medellín, a diario se conecta con África, con Asia, con Europa, con el resto de América.

Tres de sus grandes amores son sus perros, que la acompañan y de los que, explica ella, tienen nombres que reafirman su personalidad.

Foto: Róbinson Henao

Hay días que frente al computador intercambia saberes con personas que están en siete usos horarios diferentes. María Alejandra se siente cohabitante del planeta Tierra, no tiene un nacionalismo fuerte ni por Colombia ni por ninguna parte. Antes de la pandemia salía al exterior por lo menos siete veces al año. Ha vivido en seis países y en otros 84 ha pasado por lo menos una noche.

Al cumplir 50 años  espera llegar a los 100 visitados. Para ella, conocer países es como coleccionar Pokemones. El que no ha podido tener es Antártida. Y sus consentidos son Armenia, Escocia, Montenegro, Omán e Irlanda, donde está su amada Galway, a la que solo ha vuelto una vez y quizá no lo haga más porque, como dice la canción de Joaquín Sabina, “al lugar donde has sido feliz, no deberías tratar de volver”.


Hay un tiempo para todo

Poco ejerció la Psicología María Alejandra: además de atender en el consultorio de sexología de su padre, de sus clases en Ceuta y algunas de Psicometría en Galway, estuvieron las prácticas en la Liga de Patinaje de Antioquia. Ese período de su vida lo recuerda con aprecio porque adquirió saber que aún aplica para su vida y en sus investigaciones y proyectos.

“Me tocaba trabajar con los deportistas de alto rendimiento. De los psicólogos cubanos que estaban allí aprendí que lo importante es que los atletas asimilen que hay ciclos de subida y de bajada, que no se puede permanecer siempre en lo alto, y que cuando se está arriba hay que prepararse para descender sin caer”.

Ella asume la vida con ciclos de ascenso y descenso, de optimizar el tiempo de las vacas gordas y poder saber que llegarán las vacas flacas, como una ola con la que juegan los surfistas.

“Muchas semanas del año tengo que maniobrar las vacas flacas, debo tener disciplina y tranquilidad para asumir que nada se queda arriba, nada se queda abajo. La mayoría de las personas no necesariamente son conscientes de que van a caer. Hay momentos en los que no tengo la misma capacidad de trabajo y sé
que tengo que programarme para el tiempo de sembrar”.

Y ese control, el entender que hay un tiempo para todo, lo aplica en sus investigaciones con empresas que están en contextos de mercados emergentes, de robustecimiento empresarial en regiones de América Latina y el Caribe, Europa del Este, África y el sureste asiático.

Piensa que con ellas es importante construir escenarios futuros que sean sostenibles, que se anticipen a las crisis que vendrán, que tengan la capacidad para responder a las diferentes amenazas.

“Yo creo en el trabajo como una actividad que dignifica a las personas, por eso es importante tenerle fe a quienes producen los empleos, trabajar de la mano con ellos para generar valor positivo a la sociedad, con mercados más justos e incluyentes”.


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