22 de marzo de 2021 | REVISTA UNIVERSIDAD EAFIT - OPINIÓN
¿Cómo damos a conocer lo que pensamos, sabemos
o hacemos? Esta es una de las preguntas pilares
que han permitido el desarrollo y supervivencia de
la humanidad.
Desde hace miles de años nos
la hemos ingeniado para codificar y
decodificar información con nuestros
semejantes y para dejar plasmadas
nuestras ideas, costumbres y saberes
de cara al advenimiento de las nuevas generaciones, desde la pintura
rupestre hasta nuestros días digitales.
El mundo científico no ha sido la excepción. Hasta antes de la mitad del
siglo XVII, los investigadores comunicaban de forma verbal sus hallazgos
en centros de investigación, clínicas y
universidades donde trabajaban o eran
invitados. Para llegar a colegas y públicos interesados debían hacer uso de
cartas, someterse a todo lo que el envío
de correspondencias implicaba: jornadas extensas de espera y desespero.
Posteriormente llegaron las publicaciones especializadas, los boletines de sociedades
científicas y desde entonces la evolución editorial no ha
parado. En la actualidad tenemos revistas científicas hiper
y transmediales, de casi todos los países del mundo, soportadas en múltiples formatos, publicadas en decenas de
idiomas, alojadas en cientos de bases de datos con acceso
abierto y restringido.
Incluso, contamos con versiones
preliminares (preprints) de los artículos cuando estos no son públicos
y gratuitos. Pero, ¿accedemos a este
conocimiento? ¿Cómo? Mejor aún, ¿de
qué manera podemos recibir la información? ¿De qué manera investigadores de todo el mundo que día a día
se esfuerzan por concretar avances y
resultados pueden comunicar mejor
la ciencia?
Como nunca, hoy contamos con una
amplia variedad de canales y formatos
de comunicación. El acceso a dispositivos tecnológicos y la penetración de
internet es cada más amplia y la tendencia indica que las brechas poco a
poco seguirán cerrándose. La presencia de las redes sociales es cada más
fuerte y en ellas se han situado muchas
–por no decir todas– las agendas sociales.
La investigación científica es un ejemplo de ello. Muchos
divulgadores científicos y algunos investigadores, desde diversas plataformas, crean contenidos
(videos, podcast, infografías…) y han
llegado a posicionarse como influencers
en áreas tan disimiles e interesantes
como la astronomía, la física, la biología
y las matemáticas. Y con esto, han
podido concretar audiencias masivas
que no solo nutren su necesidad de
conocimiento, sino que además los
premian con reacciones, visitas y
comentarios.
Desde un enfoque más académico,
distintos estudios demuestran que tanto las publicaciones editoriales como
los investigadores son cada día más
activos en la ejecución de campañas
comunicacionales y en el uso de redes
sociales generalistas, como Twitter, y
técnicas, como ResearchGate. A cambio, han obtenido un mayor alcance
e impacto de los trabajos, lo cual –a
corto y mediano plazo– redunda en la
creación de redes, una mayor exposición de las capacidades profesionales,
el fomento del aprendizaje, la movilización de conocimientos y el encuentro
de nuevas fuentes de financiación.
Ya pasó la época en la que publicar
un trabajo era el paso final de un proceso de investigación. Hoy, es justo allí
donde debe empezarse el despliegue
de estrategias en pro de una mayor visibilidad y reconocimiento.
Sin embargo, comunicar estos productos con un
lenguaje claro, de forma atractiva, tener
una buena imagen en los medios digitales y generar repercusión no es tarea
fácil: requiere de formación, planificación y tiempo.
¿Cómo lograrlo? Agencias comunicacionales han encontrado un nicho
de trabajo en este sector, pero también universidades y centros de investigación han venido destacándose por
el apoyo que ofrecen a sus científicos
para diseñar y ejecutar programas de
divulgación científica.
Las unidades de Cultura Científica y
de la Innovación han demostrado ser
un referente al respecto a nivel mundial, puesto que se constituyen como
un equipo de trabajo amplio que sirve
de intermediador entre los ciudadanos
y las instituciones que hacen investigación especializada, con el fin de promocionar y transferir el conocimiento.
Es necesario, entonces, que los investigadores puedan hallar espacios de
formación y sensibilización sobre estos temas; pero también que sus instituciones asignen un tiempo para ello y que
se formalice el acompañamiento y la
profesionalización de personas capaces de hacerlo.
Ahora, ¿cómo trascender de la inmediatez de los canales digitales? ¿Cómo
hacer que el alto flujo de información
no perjudique el impacto de los procesos de comunicación científica? Ese
es otro tema que vale la pena pensar,
pero primero hagamos una cosa; después, la otra.