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Sueños de futuro y cultura de paz: la universidad de cara al posconflicto

​​​​​​Construir país a partir del posacuerdo es un reto que también deben asumir las instituciones de educación superior. Respeto por el otro e ir mermando de manera progresiva las posiciones polarizadas son aspectos que deben promoverse en los campus universitarios.

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​Camilo Tamayo Gómez​
Docente de la Escuela de Humanidades de EAFIT.
Con aportes del profesor Jorge Iván Bonilla Vélez.


Al escribir estas líneas las Farc empiezan a entregar sus armas a una comisión de verificación de las Naciones Unidas en cada una de las 26 zonas y puntos veredales dispuestos para tal fin, a lo largo y ancho del país. Así mismo, el 29 de mayo de 2017 fue dispuesto como la fecha en que esta guerrilla deberá haber ​entregado todo su armamento (conocido en el argot del proceso de negociación como el día D+180) lo cual, en plata blanca, significa que ese día las Farc dejarán de ser un grupo armado. Los 450 observadores que conforman esta comisión de desarme, que está integrada por miembros de la ONU, del Gobierno colombiano y de la guerrilla, recibirán la totalidad de las armas para proceder, en paralelo, a planificar y verificar la destrucción del armamento estable e inestable, como lo son las minas, los explosivos y las municiones. En suma, se es testigo no solo del fin de más de 50 años de lucha armada de este grupo insurgente contra el Estado colombiano, sino de la transformación de las Farc a un movimiento político.

En una de esas 26 zonas y puntos veredales, seguramente, se encontrarán de nuevo Diana Marcela (28 años), Johana (19 años), Mayerli (18 años), Sofía (19 años), Carolina  (18 años), Yeimi (23 años), Derly (24 años), Yiceth (18 años), Yuri (18 años) y Rubiela (32 años). Todas ellas hicieron parte de un especial fotoperiodístico publicado por el periódico británico The Guardian, el 16 de septiembre de 2016 y titulado Colombia: Farc’s female fighters, then and now (Colombia: las mujeres guerreras de las Farc, antes y después), en el que se muestran fotografías de 10 mujeres pertenecientes a este grupo guerrillero, primero, en su uniforme camuflado y, luego, vestidas de civil, acompañadas cada una de un pie de foto en el que se reseña brevemente lo que estas mujeres piensan hacer una vez comience su proceso de reinserción a la sociedad como fruto del acuerdo de paz alcanzado con el gobierno colombiano.

Al leer las aspiraciones de estas futuras excombatientes, hay algo que llama la atención: todas tienen la meta de estudiar, todas quieren ir a la universidad.​ Diana Marcela, por ejemplo, quiere terminar su bachillerato y estudiar luego fotografía; Johana, Mayerli y Yiceth buscarán ser enfermeras en un futuro; Sofía quiere estudiar Derecho; Carolina y Yuri  Ingeniería; Yeimi optaría por Nuevas Tecnologías, mientras que Derly quiere ser médica algún día y, finalmente, Rubiela ambiciona ser odontóloga. Se trata de 10 propósitos que pretenden ser materializados, 10 deseos particulares que se han formado en el vaivén del conflicto armado.

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Al leer las aspiraciones de estas futuras excombatientes, hay algo que llama la atención:
todas tienen la meta de estudiar, todas quieren ir a la universidad. 

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Pero sus aspiraciones no son nuevas. Si se revisa el documento Análisis del desarme, desmovilización y reintegración (DDR) en Colombia 2006-Junio 2014, realizado por la Agencia Colombiana para la Reintegración (ACR) y la Contraloría General de la República en 2014, se puede apreciar que el 96 por ciento de los adultos desmovilizados, hombres y mujeres, tienen como una de sus principales metas, ya sea empezar, retomar o culminar sus estudios. En este reporte se señala que la posibilidad de educación contribuye a disminuir el riesgo de los excombatientes a nuevas vinculaciones a grupos armados ilegales, logra mejorar sus condiciones y capacidades para acceder al mercado laboral y, sobre todo, permite la participación en procesos de formación del ejercicio pleno de su “nueva ciudadanía”, lo cual empodera socialmente a los antiguos combatientes, facilita procesos de reconstrucción social y genera grados de capital social en comunidades que fueron afectadas por la guerra.
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Desde el final de la Segunda Guerra Mundial está extensamente documentado que la educación desempeña un papel crucial en la terminación de los conflictos armados y en los procesos venideros de reconstrucción del tejido social que se desprenden de las etapas de posconflicto.

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Bajo este contexto vale la pena preguntarse, ¿están las universidades colombianas preparadas para asumir el reto de formar en competencias profesionales y dimensiones ciudadanas a quienes alguna vez fueron combatientes? ¿Qué procesos deben generar las universidades colombianas con el ánimo de (re)crear modelos pedagógicos y escenarios de interacción que faciliten la reconstrucción social del país? Con estas preguntas como telón de fondo existen dos retos que se consolidan como estratégicos para abordar la relación entre la universidad y el posconflicto.​

Construir una cultura de paz desde la academia

Desde el final de la Segunda Guerra Mundial está extensamente documentado que la educación desempeña un papel crucial en la terminación de los conflictos armados y en los procesos venideros de reconstrucción del tejido social que se desprenden de las etapas de posacuerdo. Principalmente, la academia puede desempeñar un papel activo en dos  cuestiones fundamentales: por una parte, en apoyar procesos de consolidación de la paz en las áreas territoriales más fuertemente golpeadas por el conflicto armado; y, por otra parte, la de participar en la generación de espacios de democratización, apertura y reconciliación en contextos sociales frágiles, donde la radicalización es aún muy latente debido a tantos años de confrontación, estigmatización y soberanías en disputa.


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Hay que tener muy presente que la construcción de una cultura de paz también pasa por hacer de esta un “medio ambiente” o, si se prefiere, un “escenario” de encuentro y convergencia.

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Igualmente, está documentado que los procesos de formación son fundamentales para lograr transformar las ideas e imaginarios de la guerra por otros sentidos donde la resolución violenta hacia las diferencias o conflictos no sea el común proceder. La guerra es más que todo una construcción social y, por ende, deconstruir y transformar los significados y apropiaciones de la misma es de suma importancia para transitar hacia la convivencia pacífica. En otras palabras, esta deconstrucción del sentido de la guerra es fundamental cuando se asume que en los procesos de transición a la democracia (como los que han vivido las naciones gobernadas por élites autoritarias de poder) o de superación de conflictos internos (como los que han vivido las naciones en guerras domésticas) se tiene presente que el asunto no es solo “enseñar” la paz, o volverla apenas un “contenido más” distribuido en un plan de estudios.

universidad-posconflicto1.jpgPor el contrario, hay que tener muy presente que la construcción de una cultura de paz también pasa por hacer de esta un “medio ambiente” o, si se prefiere, un “escenario” de encuentro y convergencia, donde se  pueden experimentar procesos de creación, argumentación e imaginación en los que el aula de clase es, por supuesto, un espacio privilegiado, pero no el único, pues además de esta se encuentra el campus más general y performativo que es la universidad, con sus corredores y jardines, bibliotecas y lugares de estudio, auditorios y lugares de paso, de encuentro entre otros. Pero, sobre todo, donde se vive la universidad de cara a una ciudad, una región, un país.

Así, en los contextos posteriores al conflicto armado, la institución educativa, en general, tiene el reto de trabajar por las transformaciones sociales necesarias para que las futuras generaciones no vivan, ni sufran, los padecimientos sobrellevados en los años de la guerra.

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Las universidades deben ser escenarios sociales y culturales, además de educativos, propicios para aterrizar en la realidad cotidiana eso denominado como “cultura de paz”.

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Aquí el primer desafío es claro: las universidades deben ser escenarios sociales y culturales, además de educativos, propicios para aterrizar en la realidad cotidiana eso denominado como “cultura de paz”, que, palabras más, palabras menos, significa alcanzar colectivamente los mínimos necesarios para que todos puedan vivir en una sociedad que garantice los derechos, potencie las creatividades, respete las diferencias y permita generar grados de bienestar para todos en común.

Trabajar en procesos pedagógicos sobre “cómo vivir en paz” es un reto mayúsculo, pues es el primer paso para construir un nuevo pacto social en el cual se vea al otro no como un enemigo a vencer sino a alguien con quien construir, soñar y, por supuesto, discrepar sin temor a retaliaciones, miedos o venganzas en un proceso que invita, además, a un ejercicio público de las palabras, las razones, las emociones y los afectos.

Construcción de cohesión social desde las aulas

Es importante recordar que las instituciones educativas son decisivas para la continuación de los esfuerzos contra la guerra y son también actores y escenarios clave para desarrollar una paz sostenible a largo plazo.

El proceso de construcción de paz, cuando cesa un conflicto armado, es complejo, pero es allí donde la universidad debe sacar a relucir sus capacidades creativas y de  movilización pedagógica para que desde el diálogo abierto, y desde el respeto a la diferencia, se puedan construir espacios alternos de formación, como una medida necesaria para reparar las capacidades de diálogo que fueron completamente resquebrajadas por las dinámicas propias de la guerra. En suma, la cimentación de esos nuevos espacios de formación pasa por revindicar el valor de la palabra del otro, de la de uno mismo, y las implicaciones de esa “otra palabra” en la construcción de la vida en sociedad. 


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Uno de los mayores aportes que podría hacer la academia sería la de participar decididamente en la prevención del resurgimiento de nuevos conflictos armados​.​

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Iniciativas educativas como las que se realizaron en Liberia (África) para generar procesos de formación a exniños-soldados en ambientes de “aulas abiertas de diálogo” como estrategia pedagógica para reconectar a los niños con su comunidad y su territorio inmediato después de la guerra, o proyectos como los implementados en Sierra Leona (África) y Kósovo (Europa) para dotar de “habilidades para la vida” a excombatientes en los cuales los estudiantes experimentaban didácticamente con “ponerse en el lugar del otro” a través de pedagogía de roles, pueden ser algunos ejemplos de estos espacios alternos de formación para contextos particulares.

universidad-posconflicto2.jpgDe igual forma, varios académicos señalan que en el contexto posterior a un conflicto armado las responsabilidades primordiales de las instituciones de educación son la de crear cohesión social, desarrollar un sentido de confianza en común, promover un espíritu de colaboración entre los antiguos antagonistas para edificar la paz local y, sobre todo, propender por la reconciliación entre los diferentes sectores de la sociedad que antes estaban en pugna. De esto se deriva la importancia de crear nuevos modelos pedagógicos que permitan llevar a buen puerto las exigencias de estas responsabilidades.

Uno de los mayores aportes que podría hacer la academia sería la de participar decididamenteen la prevención del resurgimiento de nuevos conflictos armados, lo cual subraya la importancia de este actor social para lograr la normalización de las condiciones de vida de los afectados por la guerra. Así, el segundo reto de la academia es el de poder ​fomentar la confianza e integración entre excombatientes y ciudadanos en sus aulas de clase y en sus procesos de formación, de modo que esto permita consolidar el respeto al otro, ayudando entonces a reconstruir las relaciones sociales rotas.

Aquí es importante enfatizar, aún más, el papel determinante de las instituciones educativas para restablecer el sentido de ciudadanía y pertenencia colectiva a la sociedad, tanto de los excombatientes como, sobre todo, de las víctimas del conflicto armado a través de la participación en procesos de formación.

En palabras mayores, y para concluir, el principal reto de la academia es asumir su responsabilidad histórica de ayudar a que las posturas radicales presentes en la sociedad se transformen en espacios de discusión respetuosos, que conlleven, así, a que esa otrora “cultura” que impuso la guerra ceda su lugar en la vida cotidiana gracias, entre otras cosas, al trabajo realizado en aulas de clase y en procesos de formación.

Las democracias resultantes de los conflictos armados que tuvieron una fuerte presencia militar, como la colombiana, se pueden consolidar de una manera menos incierta en la medida en que la universidad en plural ayude a jalonar procesos que permitan recuperar la naturaleza y el papel de los ciudadanos y los excombatientes en la reconstrucción social de su contexto inmediato. Aquí es donde se tendrá la más dura prueba: cómo lograr que las expectativas de Diana Marcela, Johana, Mayerli (junto con los de otros cientos de excombatientes y las miles de víctimas) ayuden a construir un país más plural, incluyente, ​equitativo y respetuoso de la diferencia.​​