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CÁ-LLA-TE

​​​​​​​Alexandra Castrillón Gómez


Escucho el reloj en la pared marcando los segundos. Sí, es un reloj digital pero puedo escucharlo. Las vibraciones de su sistema electrónico. Los cambios en los leds para dar la hora. Camino despacio hacia la habitación. El cuerpo yace completamente quieto. Veo la cama y me parece más pequeña de lo que pensé. La sábana cae sobre su piel, que ya no necesita cobijo, formando ondulaciones que me hacen pensar en las dunas de un desierto. Una esquina de la tela se arrastra sobre el piso y me debato entre levantarla o no hacerlo. Igual ya está manchada por la sangre. Un poco de polvo no hará la diferencia.

Apago la luz de la mesa de noche. Es una lámpara sencilla, con una bombilla corriente, pero parece que fuera la creadora de todo el espacio. La enciendo: cama, sábana, sangre, muerta. La apago: nada. La enciendo: cama, sábana, sangre, muerta, mesa de noche, libro, gafas. La apago: nada. Podría quedarme en este juego hasta el amanecer, pero estoy cansado, ya quiero dormirme.

Podría dormir al lado de la muerta. Imaginar que respira, que de su cuerpo sale algo de calor. Soñar, tal vez, que me habla, que me acaricia, que me besa, que lame mi sexo erecto, que la toco y es tibia, que está húmeda, que la penetro y que ambos disfrutamos.

Estoy muy cansado.

Regreso a la cocina y dejo el vaso de vodka ya vacío como uno más de todos los trastes sucios del lavaplatos. Hay un trapo sucio que ha sido lavado y manchado miles de veces. La estufa parece del siglo pasado. Veo un trozo de pan en una canasta y puedo percibirlo duro y rancio.

Decido acostarme en el sofá.

Apago la luz de la cocina y todo desaparece. Como hace un rato desaparecieron la lámpara, las gafas, el libro, la mesa de noche, la muerta, la sangre, la sábana y la cama.

Ojalá pudiera apagar así mi cerebro.

Sacarme todos estos sonidos, olores, sabores, sensaciones, recuerdos, pensamientos y gritos.

Los gritos.

Los gritos de ella pude apagarlos.

Pensé que sería más difícil.

La desperté en medio de la noche.

Le pedí que se callara.

«¿Qué dices?, ¡si no he hablado!» me respondió a los gritos. Volvió a dormir. Volvió a gritar.

«¡Cállate!, no puedo dormir».

Tres veces de lo mismo y a la cuarta ya no la desperté.

Caminé a la cocina. Abrí el cajón. Revisé todas las opciones. La escuché gritar, desde la habitación, a oscuras, acostada, en la cama, cubierta por la sábana, con la mesa de noche en la que había un libro, unas gafas y una lámpara.

Tomé un cuchillo, imaginé cómo se sentiría cortarle la lengua, las cuerdas vocales, la garganta, los pulmones, todo eso que necesita un cuerpo para gritar.

Caminé despacio, sabiendo dónde estaba cada cosa en el espacio, midiendo mi respiración, mis propios gritos.

Le puse el cuchillo en el cuello, sentí su respiración húmeda, le corté la garganta, sentí la sangre saliendo a pulsos, mientras que ella intentaba decir algo, ahogándose, agarrándome cada vez con menos fuerza, gritando.

Hasta que ya no pudo hacerlo más.

Escucho el reloj en la pared marcando los segundos. Y ahora, mientras intento dormir, la escucho a ella, que vuelve a empezar a gritar.